El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

Se encontraban dentro de una cueva, pero una cueva mucho más grande de lo que cueva alguna tenía derecho a ser. El dragón, que planeaba por el enorme espacio vacío, no era más que una mosca dorada en una sala de banquetes.

Había otros dragones —dorados, plateados, negros, blancos— aleteando a placer por el aire surcado de rayos solares, o posados sobre los salientes de las rocas. Arriba, en el techo cupular de la caverna, otros muchos se posaban en enormes anillas, con las alas recogidas al estilo de los murciélagos, alrededor de los cuerpos. Además, allí arriba había hombres. Al verlos, Rincewind tragó saliva dolorosamente, porque caminaban por aquella gran extensión de techo como si fueran moscas.

Luego descubrió los millares de pequeñas anillas que colgaban del techo. Gran número de hombres cabeza abajo observaban con interés el vuelo de Psepha. Rincewind tragó saliva de nuevo. Ni por su vida podía imaginar qué haría a continuación.

—¿Y bien? —preguntó en un susurro—. ¿Alguna sugerencia?

—Evidentemente, atacar —respondió desdeñosa Kring.

—¿Por qué no se me habrá ocurrido antes? —replicó Rincewind—. ¿Quizá porque todos llevan arcos?

—Eres un derrotista.

—¡Un derrotista! ¡Sí, claro, porque me van a derrotar!

—Tú mismo eres tu peor enemigo, Rincewind —señaló filosóficamente la espada.

Rincewind levantó la vista hacia los hombres sonrientes.

—¿Apuestas algo? —dijo con voz débil.

Antes de que Kring pudiera responder, Psepha giró en el aire y se posó en una de las anillas grandes, que se movió de manera alarmante.

—¿Qué prefieres, rendirte o morir directamente? —preguntó K!sdra con tranquilidad.

Los hombres convergían hacia la anilla desde todas las direcciones. Caminaban con un movimiento balanceante, al tiempo que enganchaban sus botas en las anillas del techo.

Había más botas en un estante que colgaba de una pequeña plataforma, construida a un lado de las anillas. Antes de que Rincewind pudiera impedirlo, el jinete dragón había saltado del lomo de la criatura hacia la plataforma, desde donde contemplaba con una sonrisa la inquietud del mago.

Se oyó un sonido leve pero expresivo, provocado por un buen número de arcos al tensarse. Rincewind levantó la vista para contemplar otro buen número de caras situadas al revés. El gusto del pueblo dragón en cuestión de ropa no incluía nada mucho más imaginativo que unos arneses de piel, llenos de ornamentos de bronce. Llevaban invertidas las fundas de los cuchillos y las vainas de las espadas. Los que no usaban cascos, dejaban que el pelo les cayera suelto, de manera que se moviera como algas marinas cuando les llegaba la brisa de los agujeros ventiladores del techo. También había bastantes mujeres. La inversión hacía cosas raras con su anatomía. Rincewind siguió mirando.

—Ríndete —sugirió de nuevo K!sdra.

Rincewind abrió la boca para hacerlo, pero Kring vibró, y una oleada de dolor insoportable le subió por el brazo.

—¡Jamás! —consiguió graznar.

El dolor cesó.

—¡Claro que no se rendirá! —restalló una voz efusiva tras él—. Es un héroe, ¿no?

Rincewind se dio la vuelta para encontrarse frente a frente con un par de fosas nasales bien peludas. Pertenecían a un joven de constitución cuadrada, que colgaba indiferente del techo por las botas.

—¿Cómo te llamas, héroe? —preguntó el hombre—. Es para que sepamos quién eres.

La agonía recorrió de nuevo el brazo de Rincewind.

—S-soy Rincewind de Ankh —jadeó rápidamente.

—Yo soy Lio!rt Señor Dragón —dijo el hombre colgante, pronunciando el primer nombre con una especie de chasquido recio desde el fondo de la garganta, que Rincewind sólo podía interpretar como un signo de exclamación—. Has venido a desafiarme en combate a muerte.

—Pues la verdad, no…

—Estás equivocado. K!sdra, ayuda a nuestro héroe a ponerse un par de botas-gancho. Seguro que está impaciente por empezar.

—No, mira, sólo venía a buscar a mis amigos. Estoy seguro de que no hace falta… —empezó Rincewind, mientras el jinete dragón le guiaba con firmeza hacia la plataforma, le empujaba a un asiento y le sujetaba las botas a los pies.

—Deprisa, K!sdra, no debemos impedir que nuestro héroe encuentre su destino —dijo Lio!rt.

—Oye, supongo que mis amigos estarán muy bien aquí, así que si pudierais dejarme en alguna parte…

—Verás a tus amigos muy pronto —dijo el señor dragón con frivolidad—. Si eres religioso, claro. Nadie que entre en Wyrmberg vuelve a salir…, excepto si hablamos metafóricamente. ¡Enséñale a utilizar las anillas, K!sdra!

—¡En menudo lío me has metido! —siseó Rincewind.

Kring vibró en su mano.

—Recuerda que soy una espada mágica canturreo.

—¿Cómo quieres que lo olvide?

—Sube por la escalera de mano y agarra una anilla —le explicó el jinete dragón—. Luego, levanta los pies hasta que los ganchos encajen.

Ayudó al renuente mago hasta que Rincewind estuvo colgando cabeza abajo, con la túnica enrollada en torno a los riñones, y Kring sujeta en una mano. Desde aquel ángulo, el pueblo dragón parecía más o menos soportable, pero los dragones en sí, posados sobre sus perchas, espiaban los acontecimientos como inmensas gárgolas. Los ojos de los bichos brillaban de interés.

—Atención, por favor —exclamó Lio!rt.

Un jinete dragón le tendió una forma alargada, envuelta en seda roja.

—Luchamos a muerte —dijo—. La tuya.

—Supongo que, si venzo, gano mi libertad —comentó Rincewind sin demasiada esperanza.

Lio!rt señaló con un movimiento de cabeza a los jinetes dragón reunidos.

—No seas ingenuo —replicó.

Rincewind tomó aliento.

—Supongo que es mi deber advertirte —dijo con una voz que casi no temblaba— que ésta es una espada mágica.

Lio!rt dejó que el envoltorio de seda roja cayera hacia la oscuridad, y esgrimió una espada negra. Las runas resplandecían en toda su superficie.

—¡Qué coincidencia! —dijo.

Y lanzó una estocada.

Rincewind se quedó rígido de terror, pero el brazo con que sostenía a Kring salió disparado hacia adelante. Las espadas chocaron con una explosión de luz octarina.

Lio!rt saltó hacia atrás, y entrecerró los ojos. Rincewind consiguió traspasar su guardia, y aunque el hombre elevó la espada para detener la peor parte del impacto, una fina línea roja surcó el dorso de su mano.

Con un gruñido, se lanzó contra el mago. Sus botas dejaron escapar sonidos metálicos al deslizarse de anilla en anilla. Las espadas chocaron de nuevo en otra violenta descarga de magia y, al mismo tiempo, Lio!rt golpeó a Rincewind en la cabeza con la otra mano. El mago se tambaleó de tal manera que uno de sus pies perdió asidero en las anillas. Rincewind se agitó, desesperado.

* * *

Rincewind se conocía bien, y sabía que era, casi con toda seguridad, el peor mago del Mundodisco: sólo sabía un hechizo. Pero, pese a todo, seguía siendo un mago, y según las inexorables leyes de la magia esto significaba, que, cuando falleciera, sería la misma Muerte quien apareciera para recogerle (en vez de enviar a cualquiera de sus numerosos siervos, como solía suceder).

Por eso, cuando un sonriente Lio!rt blandió la espada y trazó con ella un perezoso arco, el tiempo pareció aminorar su velocidad, como si discurriera entre melaza.

A los ojos de Rincewind, el mundo se iluminó de pronto con una fluctuante luz octarina, que se teñía de violeta cuando los fotones se estrellaban contra la repentina aura mágica. Dentro de ella, el señor dragón era una estatua de horrible color, y su espada se movía a paso de caracol en el brillo.

Además de Lio!rt, había una figura más, visible sólo para aquellos que pueden ver en la cuarta dimensión de la magia. Era alta, oscura y delgada. Y, destacando en la repentina noche de estrellas gélidas, blandía con las dos manos una guadaña de renombrado filo…

Rincewind se agachó y esquivó. La hoja silbó fríamente a través del aire, sobre su cabeza, y penetró en el techo rocoso de la caverna sin detenerse. La Muerte gritó una maldición con su voz de cripta helada. La imagen desapareció. Lo que en el Mundodisco se consideraba «realidad» volvió a su lugar con un brusco chasquido. Lio!rt abrió la boca, incrédulo, ante la repentina velocidad con que el mago había esquivado su golpe mortal: seguramente, debía su vida a esa clase de desesperación sólo disponible para los verdaderamente aterrados. El caso es que Rincewind se desenroscó como una serpiente y cruzó de un salto el espacio que los separaba. Cerró ambas manos en torno al brazo con que el señor dragón blandía la espada, y se lo retorció.

Fue en ese momento cuando la anilla que le quedaba a Rincewind, ya sobrecargada, se desprendió de la roca con un desagradable sonido metálico.

Cayó, se agitó salvajemente en el aire y terminó colgando sobre una muerte de huesos rotos, agarrado con ambas manos al brazo del señor dragón. Le asía con tanta fuerza que el hombre dejó escapar un grito.

Lio!rt levantó la vista hacia sus pies. Pequeños fragmentos de roca caían del techo, de alrededor de los pitones que sujetaban las anillas.

—¡Maldito seas, suéltame! —gritó—. ¡Si no, moriremos los dos!

Rincewind no dijo nada. Se concentraba en mantener su presa y cerrar su imaginación a las insistentes imágenes del destino que le aguardaría abajo, entre las rocas.

—¡Disparadle! —ordenó Lio!rt.

Por el rabillo del ojo, Rincewind vio cómo muchos arcos apuntaban hacia él. Lio!rt eligió ese momento para dar un golpe con la mano libre, y un puño lleno de anillos laceró los dedos del mago.

Se dejó caer.

* * *

Dosflores se agarró a los barrotes y se dio impulso hacia arriba.

—¿Ves algo? —preguntó Hrun desde sus pies.

—Sólo nubes.

Hrun le bajó de nuevo, y se sentó al borde de una de las camas de madera que representaban todo el mobiliario de la celda.

—¡Maldita sea! —exclamó.

—No desesperes —le animó Dosflores.

—No desespero.

—Supongo que todo esto es una especie de malentendido. Supongo que nos liberarán pronto. Parecen personas civilizadas.

Hrun le miró desde debajo de unas cejas superpobladas. Empezó a decir algo, pero pareció pensárselo mejor y, en vez de hacerlo, suspiró.

—¡Y cuando volvamos a casa, podremos decir que hemos visto dragones! —siguió Dosflores—. ¿Qué te parece?

—Los dragones no existen —se limitó a decir Hrun—. Codice de Chimeria mató al último hace doscientos años. No sé qué hemos visto, pero no son dragones.

—¡Pero si nos llevaron por el aire! En aquella cueva debía de haber cientos…

—Supongo que era sólo magia —respondió Hrun vagamente.

—Bueno, pues parecían dragones —afirmó Dosflores con cierto aire desafiante—. Siempre he querido ver dragones, desde que era un chiquillo. Dragones volando por el cielo, con aliento de fuego…

—Los dragones solían arrastrarse por los pantanos y cosas así, y lo único que tenía de especial su aliento era que apestaba —dijo Hrun mientras se tendía en el camastro—. Además, tampoco eran demasiado grandes. Solían recoger madera.

—Yo he oído que solían recoger tesoros —señaló Dosflores.

—Y madera. Oye —añadió Hrun, algo más animado—, ¿has visto todas esas habitaciones por las que nos trajeron? Eran impresionantes, ¿eh? Había un montón de cosas buenas, y algunos de aquellos tapices deben de valer una fortuna.

Se rascó la barbilla con gesto pensativo, haciendo un ruido que era como el de un puerco espín abriéndose paso a embestidas entre la aulaga.

—¿Qué pasará ahora? —quiso saber Dosflores.

Hrun se metió un dedo en la oreja y se la inspeccionó con aire ausente.

—Oh, poca cosa —dijo—. Supongo que, de un momento a otro, la puerta se abrirá de golpe y seré arrastrado a alguna especie de circo ritual, donde quizá lucharé contra un par de arañas gigantes y un esclavo de ocho piernas procedente de las selvas de Klatch, y luego rescataré a una especie de princesa del altar, mataré a unos cuantos guardias o algo por el estilo, y la chica me enseñará un pasadizo secreto para salir de este lugar, liberaré a un par de caballos y escaparé con el tesoro.

Hrun apoyó la nuca en las manos y contempló el techo, silbando algo sin melodía.

—¿Todo eso? —se asombró Dosflores.

—Es lo habitual.

El turista se sentó en su camastro e intentó pensar. No le resultaba nada fácil, pues tenía la mente llena de dragones.

¡Dragones!

Desde que tenía dos años, le habían cautivado las imágenes de aquellas bestias que aparecían en El Libro Octarino de las Hadas. Su hermana le había dicho que no existían en realidad, y él recordaba la amarga decepción que sufrió. Decidió que, si en el mundo no se encontraban aquellas hermosas criaturas, el mundo no era ni la mitad de bueno de lo que podría ser. Y más tarde, cuando empezó a trabajar como aprendiz con Ninereeds, el Maestro Contable, cuya mentalidad gris era todo lo que no eran los dragones, ya no le quedó tiempo para soñar.

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