El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

No tenía un destino concreto en mente, al igual que no tenía provisiones ni caballo. Pero, mientras tuviera piernas, podía huir. Los helechos y las zarzas le azotaron, pero ni siquiera los sintió.

Cuando hubo puesto cosa de kilómetro y medio entre el dragón y él, se detuvo y se dejó caer contra un árbol, que le habló.

—Eh —le dijo.

Temeroso de lo que podía ver, Rincewind dejó que su mirada se deslizase hacia arriba. Intentó concentrarse en algunos trozos inocuos de corteza y hojas, pero el aguijón de la curiosidad le obligó por fin a dejarlos atrás. Por último, fijó los ojos en una espada negra, clavada en una rama que colgaba sobre su cabeza.

—No te quedes ahí mirando —dijo la espada (con una voz que era como el sonido de un dedo al pasar por el borde de una gran copa de vino vacía). Sácame de aquí.

—¿Qué? —respondió Rincewind, con el corazón todavía al galope.

—Que me saques de aquí —insistió Kring—. O lo haces, o me pasaré el próximo millón de años en un yacimiento de carbón. ¿Te he hablado alguna vez sobre aquella ocasión en que me lanzaron a un lago, allá por…?

—¿Qué les ha pasado a los demás? —preguntó Rincewind, que aún se agarraba desesperadamente al árbol.

—Oh, les han cogido los dragones. Igual que a los caballos. Y a esa caja con patas. A mí también me llevaban, pero Hrun me dejó caer. Has tenido suerte, ¿eh?

—Bueno… —empezó Rincewind.

Kring le ignoró.

—Supongo que tienes prisa por rescatarles —añadió.

—Bueno…

—Pues en cuanto me saques de aquí, podemos empezar.

Rincewind miró de soslayo a la espada. Hasta aquel momento, un intento de rescate había estado tan en último lugar de su mente que, si algunas especulaciones avanzadas sobre la naturaleza y forma de la multiplicidad dimensional del universo eran correctas, estaba exactamente en primer lugar. Pero una espada mágica era un objeto muy valioso…

Y le quedaba un largo camino de vuelta a casa, dondequiera que estuviese eso…

Se encaramó al árbol y estiró el brazo por la rama. Kring estaba firmemente enterrada en la madera. Rincewind agarró el pomo y tiró, hasta que unas lucecitas brillaron ante sus ojos.

—Inténtalo otra vez —le animó la espada.

Rincewind gimió y apretó los dientes.

—Podría haber sido peor —le consoló Kring—. Podría estar clavada en un yunque.

El mago gruñó, pensando en posibles hernias.

—Tengo una existencia multidimensional —le explicó la espada.

—¿Eh?

—He tenido muchos nombres, ¿sabes?

—Asombroso —respondió Rincewind entre dientes.

Tiró hacia atrás, y la espada quedó libre. Parecía sorprendentemente ligera.

Cuando estuvo otra vez en el suelo, decidió informarla adecuadamente.

—Yo no creo que sea buena idea intentar rescatarles —dijo— Quizá sea mejor que volvamos a la ciudad y organicemos una partida de salvamento.

—Los dragones se fueron en dirección Eje —señaló Kring—. De todos modos, sugiero que empecemos por el que se quedó en los árboles.

—Lo siento, pero…

—¡No puedes abandonarles a su destino!

Rincewind se sorprendió.

—¿No?

—No, no puedes. Mira, seré sincera contigo. He trabajado con materiales mejores que tú, pero es eso o… ¿has pasado alguna vez un millón de años en un yacimiento de carbón?

—Mira, yo…

—Pues si no dejas de discutir, te cortaré la cabeza.

Rincewind vio que su propio brazo se doblaba, hasta que la resplandeciente hoja de la espada estuvo a un centímetro de su garganta. Intentó abrir los dedos para dejarla caer. No le obedecieron.

—¡No sé hacer de héroe! —gritó.

—Yo te enseñaré.

* * *

Bronce Psepha dejó escapar un gruñido gutural. K!sdra, el jinete dragón, se inclinó hacia adelante y miró de reojo hacia el claro.

—Ya le veo —dijo.

Se balanceó con facilidad de rama en rama, y aterrizó suavemente sobre la hierba. Sacó la espada.

Contempló detenidamente al hombre que se acercaba. Era evidente que el intruso no tenía muchas ganas de abandonar su refugio entre los árboles. Estaba armado, pero el jinete dragón observó con cierto interés la extraña manera en que sostenía la espada frente a él, estirando el brazo para tenerla lo más lejos posible, como si le avergonzara que le vieran en semejante compañía.

K!sdra blandió su propia espada y compuso una amplia sonrisa cuando el mago se precipitó hacia él. Luego saltó.

Más tarde, sólo recordaría dos cosas de la pelea. Rememoraría la manera imposible en que la espada del mago describió una curva hacia arriba, golpeando a su propia arma con tal fuerza que se la arrancó de la mano. La segunda cosa —y estaba seguro de que fue eso lo que le llevó a la derrota— fue que el mago se tapaba los ojos con una mano.

K!sdra saltó hacia atrás para evitar otro golpe, y cayó cuan largo era sobre la hierba. Con un rugido, Psepha desplegó las enormes alas y se lanzó desde el árbol.

Un momento más tarde, el mago estaba de pie sobre el jinete.

—¡Dile que, si me quema, soltaré la espada! —le chillaba—. ¡Y lo haré! ¡Díselo! ¡La soltaré! ¡Díselo!

La punta de la espada negra pendía sobre la garganta de K!sdra. Lo extraño del caso era que, obviamente, el mago luchaba contra ella, y el arma parecía canturrear para sí misma.

—¡Psepha! —gritó K!sdra.

El dragón dejó escapar un rugido de desafío, pero interrumpió el picado que habría arrancado la cabeza a Rincewind, y aleteó de vuelta al árbol.

—¡Habla! —chilló Rincewind.

K!sdra le miró de reojo a lo largo de la espada.

—¿Qué quieres que diga? —preguntó.

—¿Cómo?

—Digo que qué quieres que diga.

—¿Dónde están mis amigos? ¡Me refiero al bárbaro y al hombrecillo!

—Supongo que se los han llevado al Wyrmberg.

Rincewind combatió desesperadamente el tirón de la espada, tratando de cerrar su cerebro al murmullo sediento de sangre que le cantaba Kring.

—¿Qué es un Wyrmberg?

—El Wyrmberg. Sólo hay uno. Es Hogar Dragón.

—Y supongo que tú esperabas para llevarme allí también a mí, ¿no?

K!sdra dejó escapar un grito involuntario cuando la punta de la espada le arrancó una gota de sangre de la nuez.

—No queréis que la gente sepa que tenéis dragones, ¿eh? —rugió Rincewind.

El jinete dragón se distrajo lo suficiente como para asentir, y el resultado fue un corte de medio centímetro en la garganta.

Rincewind miró, desesperado, a su alrededor, y comprendió que iba a tener que seguir adelante con aquello.

—Entonces, perfecto —dijo con todo el aplomo del que fue capaz—. Lo mejor para ti será que me lleves a ese Wyrmberg del que hablas, ¿no?

—Se supone que tengo que llevarte, pero muerto —murmuró K!sdra de mal humor.

Rincewind bajó la vista para mirarle y, poco a poco, sonrió. Era un rictus amplio, maníaco y nada humorístico. Era la clase de sonrisa que suele ir acompañada de pequeños pájaros que van de un lugar a otro quitando porquería de entre los dientes a otros animales.

—Tendrá que ser vivo —dijo Rincewind—. Y si quieres que muera alguien, recuerda quién tiene la espada por el mango.

—¡Si me matas, nada impedirá que Psepha acabe contigo! —gritó el postrado jinete dragón.

—En ese caso, lo que haré será ir cortándote en trocitos, poco a poco —accedió el mago.

Ensayó de nuevo el efecto de la sonrisa.

—De acuerdo, de acuerdo —asintió K!sdra de mala gana—. ¿Crees que no tengo imaginación?

Salió de debajo de la espada, e hizo una señal al dragón, que planeó hacia ellos. Rincewind tragó saliva.

—¿Quieres decir que tenemos que ir montados en ese bicho? —quiso saber.

K!sdra le miró desdeñoso. La punta de Kring seguía dirigida hacia su cuello.

—¿Cómo si no podríamos llegar al Wyrmberg?

—Ni idea —respondió Rincewind—. ¿Cómo si no?

—Lo que quiero decir es que no hay otra manera. O vamos volando, o no vamos.

Rincewind miró otra vez al dragón que tenía delante. A través del animal, veía claramente la hierba sobre la que estaba tendido. Pero cuando tocó con cautela una escama que era un simple reflejo de oro en el aire, le pareció sólida de sobra. En opinión del mago, los dragones debían existir del todo o no existir en absoluto. Un dragón que sólo existía a medias era peor que cualquiera de los dos extremos.

—No sabía que los dragones pudieran ser transparentes —comentó.

K!sdra se encogió de hombros.

—Pues ya lo sabes.

Se subió al dragón con dificultad, ya que llevaba a Rincewind colgado del cinturón. Una vez incómodamente a horcajadas, el mago trasladó los blancos nudillos a un trozo de arnés muy conveniente, y espoleó con suavidad a K!sdra con la punta de la espada.

—¿Has volado alguna vez? —le preguntó el jinete dragón sin volver la vista.

—Así, no.

—¿Quieres algo para chupar?

Rincewind clavó los ojos en la nuca del hombre, y luego los bajó hacia la bolsa de dulces rojos y amarillos que le estaba ofreciendo.

—¿Es necesario? —preguntó.

—Es tradicional —respondió K!sdra—. Pero haz lo que quieras, claro.

El dragón se levantó, caminó pesadamente por el prado y echó a correr.

A veces, Rincewind tenía pesadillas en las que se tambaleaba sobre un lugar intangible, pero espantosamente alto, y veía el paisaje bajo él, muy lejos, a través de las nubes. En estas ocasiones, solía despertarse con los tobillos sudorosos. Se habría preocupado todavía más de saber que la pesadilla no era el vértigo habitual en el Mundodisco, como él creía, sino el recuerdo retroactivo de un suceso de su futuro. Un suceso tan aterrador que había generado ecos de miedo a lo largo de toda su existencia.

Éste no era el suceso en cuestión, pero le servía admirablemente de práctica.

Psepha se abría camino hacia el aire con una serie de saltos que desencajarían los huesos a cualquiera. En el cenit del último salto, desplegó las alas con un chasquido y las batió con una fuerza que hizo temblar los árboles.

Entonces, el suelo desapareció. Se alejó a suaves impulsos. Y, de pronto, Psepha se elevaba con una elegancia increíble. La luz del sol arrancaba destellos de unas alas que seguían siendo poco más que películas doradas. Rincewind cometió el error de mirar hacia abajo, y se descubrió a sí mismo atravesando el dragón con la vista para atisbar las copas de los árboles abajo. Mucho más abajo. Se le encogió el estómago.

Cerrar los ojos no servía de gran cosa, porque así dejaba rienda suelta a la imaginación. Llegó a un término medio fijando la vista en una distancia concreta, y se dedicó a contemplar con algo parecido a la indiferencia los pantanos y los bosques que pasaban bajo él.

El viento le azotó. K!sdra se volvió un poco hacia él para gritarle al oído:

—¡Contempla el Wyrmberg!

Rincewind volvió poco a poco la cabeza, cuidando de mantener a Kring ligeramente apoyada sobre el lomo del dragón. Sus ojos deslumbrados vieron la imposible montaña invertida que surgía del valle cubierto de bosques, como una trompeta en una bañera cubierta de moho. Pese a la distancia, alcanzó a distinguir el leve brillo octarino en el aire, indicador de un aura mágica estable o, al menos —la idea le hizo atragantarse—… ¿muchos milpiés? ¡Eso, al menos!

—Oh, no —gimió.

Hasta mirar hacia el suelo era mejor que aquello. Bajó la vista rápidamente, y descubrió que ya no veía la tierra a través del dragón. Mientras planeaban en un amplio círculo hacia el Wyrmberg, el animal iba adquiriendo una forma decididamente más sólida, como si una niebla dorada estuviera inflando su cuerpo. Para cuando tuvieron el Wyrmberg delante, meciéndose suavemente contra el cielo, el dragón era tan sólido como una roca.

A Rincewind le pareció ver un ligero rayo en el aire, como si algo procedente de la montaña estuviera enlazando a la bestia. Tenía la extraña sensación de que alguna fuerza estaba haciendo al dragón más sólido, más genuino.

Ante él, el Wyrmberg dejó de ser un juguete lejano y se convirtió en varias toneladas de roca, en equilibrio entre el cielo y la tierra. Alcanzó a ver pequeños campos, bosques y un lago en la plataforma. Del lago manaba un río, que corría hasta derramarse por el borde…

Cometió el error de seguir el hilillo de agua con los ojos, y se agarró justo a tiempo.

En la montaña del revés, la superficie de la meseta ascendió hacia ellos. El maldito dragón ni siquiera se molestó en aminorar la marcha.

Cuando la montaña se abalanzó sobre Rincewind, como si fuera el matamoscas más grande del universo, el mago vio la entrada de una cueva. Psepha flexionó los enormes músculos de los hombros, y se dirigió hacia ella.

Rincewind gritó cuando la oscuridad se extendió y le envolvió. Por un instante, vio la mancha borrosa de la roca pasando a toda velocidad junto a él. Luego, el dragón volvió a estar al descubierto.

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