—Sí, ha caído de canto —dijo Hrun—. Bueno, eres un mago. ¿Y qué?
—No hago… esa clase de hechizos.
—Quieres decir que no puedes hacerlos.
Rincewind le ignoró, porque era verdad.
—Inténtalo otra vez —sugirió.
Hrun sacó un puñado de monedas.
Las dos primeras cayeron de la manera habitual. Igual que la cuarta. La tercera aterrizó de canto y se mantuvo en equilibrio. La quinta se transformó en un pequeño escarabajo amarillo, que huyó enseguida. La sexta, antes de alcanzar el cenit, desapareció con un sonido agudo. Un momento después, se oyó un trueno.
—¡Eh, que ésa era la plata! —exclamó Hrun, poniéndose de pie y alzando la vista—. ¡Haz que vuelva!
—No sé dónde ha ido —dijo débilmente Rincewind—. Lo más probable es que todavía siga acelerando. Las que tiré al aire esta mañana aún no han bajado.
Hrun seguía mirando al cielo.
—¿Cómo? —preguntó Dosflores.
Rincewind suspiró. Era lo que se temía.
—Hemos entrado en una zona con un alto índice de magia. No me preguntes cómo. Había una vez un campo mágico verdaderamente poderoso que debió de generarse aquí, y estamos notando los efectos secundarios.
—Exacto —dijo un arbusto al pasar.
Hrun bajó la cabeza bruscamente.
—¿Quieres decir que estamos en uno de «esos» lugares? —le preguntó—. ¡Vámonos de aquí!
—Seguro —asintió Rincewind—. Si volvemos sobre nuestras huellas, quizá lo consigamos. Podemos detenernos cada kilómetro, más o menos, para lanzar una moneda.
Se levantó rápidamente y empezó a guardarlo todo en las alforjas.
—¿Qué? —preguntó Dosflores.
Rincewind se detuvo.
—Mira —saltó, al límite de su paciencia—. No discutas. Vámonos.
—Este lugar no está mal —dijo Dosflores—. Un poco despoblado, nada más…
—Sí —asintió Rincewind—, ¿no es extraño? ¡Vámonos!
Hubo un ruido muy por encima de sus cabezas, como un látigo de cuero contra una roca húmeda. Algo cristalino y confuso pasó por encima de Rincewind, levantando una nube de cenizas del fuego. La carcasa del jabalí salió disparada del asador y subió como un cohete hacia el cielo.
Se desvió para evitar un grupo de árboles, enderezó el rumbo, describió un círculo cerrado y se precipitó hacia el Eje, dejando un rastro de gotas de grasa.
* * *
—¿Qué hacen ahora? —preguntó el anciano. La joven miraba el cristal de adivinación.
—Van hacia la periferia a toda velocidad —informó—. Por cierto, todavía llevan esa caja con patas.
El anciano dejó escapar una risita: un sonido extraño y turbador en la cripta oscura y polvorienta.
—Peral sabio —dijo—. Muy notable. Sí, creo que nos lo quedaremos. Por favor, querida, encárgate de ello… antes de que salgan del alcance de tu poder.
—¡Silencio o…!
—¿O qué, Liessa? —rió el anciano (en aquella penumbra, su manera de sentarse en la silla de piedra, desmadejado, tenía algo de raro)—. Ya me has matado una vez, ¿recuerdas?
La chica gruñó, se levantó y se sacudió el pelo, furiosa. Tenía la cabellera rojiza con destellos dorados. De pie, Liessa Wyrmbidder era un espectáculo magnifico. Estaba casi desnuda, a excepción de un par de retales de ligerísima cota de mallas y las botas de montar, de piel iridiscente de dragón. En una bota, llevaba prendida la fusta: de lo más normal, si se tenía en cuenta que medía tanto como una lanza, y llevaba pequeñas láminas de acero en la punta.
—Mi poder será más que suficiente —dijo con frialdad.
La figura borrosa pareció asentir, o al menos mover la cabeza.
—Eso me dices siempre —señaló.
Liessa gruñó de nuevo y salió de la habitación a zancadas.
Su padre no se molestó en mirar cómo se alejaba. Una de las razones era que; como llevaba tres meses muerto, sus ojos no estaban en el mejor estado posible. La otra era que, como mago —aun siendo un mago muerto de nivel quince—, sus nervios ópticos llevaban mucho tiempo sintonizados para ver niveles y dimensiones muy lejanas de la realidad corriente, y no servían de mucho para observar lo mundanal. (Durante su vida, los demás los vieron con ocho facetas, y extrañamente insectibles.) Además, como ahora estaba suspendido en el estrecho espacio entre el mundo de los vivos y el mundo sombrío y oscuro de la Muerte, podía ver la Causalidad entera. Por eso, aparte de albergar una ligera esperanza de que esta vez muriera su retorcida hija, no dedicó sus considerables poderes a averiguar más cosas sobre los tres viajeros que se alejaban al galope, desesperadamente, de su reino.
* * *
A muchos cientos de metros, Liessa, que estaba de un humor extraño, bajaba a zancadas los gastados escalones que llevaban al corazón hueco del Wyrmberg, seguida por una docena de Jinetes. ¿Sería ésta la oportunidad? Quizá allí estaba la llave para abrir la cerradura, la llave del trono del Wyrmberg. Por supuesto, era suya por derecho, pero la tradición decía que sólo un hombre podía regir el Wyrmberg. Eso enfurecía a Liessa. Y, cuando estaba furiosa, sus dragones salían especialmente grandes y espantosos.
Si tuviera un hombre, las cosas serían diferentes. Un hombre que, preferentemente, fuera un tipo grande, sin fondos y de escasa inteligencia. Alguien que hiciera lo que ella dijese…
El más corpulento de los tres que ahora huían de las tierras dragón podría servirle. Y, si no era así, los dragones siempre estaban hambrientos y había que alimentarles con regularidad. Ella se encargaría de que los dragones fueran espantosos.
Bueno, más espantosos que de costumbre.
La escalera atravesaba un arco de piedra, y terminaba en una estrecha cornisa, cerca del techo de la gran caverna donde los Wyrms descansaban en sus perchas.
Desde la minada de entradas situadas en las paredes, los rayos del sol cruzaban la sala polvorienta como varas de ámbar en las que se conservaran un millar de insectos dorados. Abajo, no revelaban nada más que una ligera niebla. Arriba…
Las anillas de caminar empezaron a acercarse a la cabeza de Liessa hasta que, alzando la mano, pudo agarrar una. Habían hecho falta un buen número de albañiles durante un buen número de años para clavar los pitones de todos, y usaban su propio trabajo para seguir progresando. Pero, aun así, no eran nada comparados con las ochenta y ocho anillas grandes que se arracimaban cerca de la cima de la cúpula. Otras cincuenta se perdieron en los viejos tiempos, cuando cientos de esclavos sudorosos (había esclavos de sobra en los primeros días del Poder) los alzaron hasta su lugar, y las grandes anillas se estrellaron contra las profundidades, arrastrando con ellos a sus desdichados manipuladores.
Pero consiguieron instalar ochenta y ocho, grandes como arcos iris, oxidados como la sangre. De ellos…
* * *
Los dragones sienten la presencia de Liessa. Una brisa recorre la caverna cuando ochenta y ocho pares de alas se despliegan como un complicado rompecabezas. Grandes cabezas con ojos verdes multifacetados se inclinan hacia ella.
Las bestias son todavía ligeramente transparentes. Mientras los hombres que la rodean cogen sus botas-gancho de las estanterías, Liessa se concentra en una visualización plena. Sobre ella, en el aire que huele a moho, los dragones se hacen visibles por completo, y las escamas de bronce reflejan los rayos del sol. La mente de Liessa palpita, pero ahora que el poder fluye en toda su intensidad, puede permitirse pensar en otras cosas con apenas un esfuerzo de concentración.
Ella también se sujeta las botas-gancho, y da una grácil voltereta para sujetar sus ganchos en un par de anillas de andar por el techo, con un ligero chasquido.
Sólo que, ahora, está en el suelo. El mundo ha cambiado. Se encuentra de pie, al borde de un foso profundo o un cráter sembrado de pequeñas anillas por las que los jinetes dragón se mueven con un paso oscilante. En el centro del enorme foso, sus grandes monturas aguardan entre la manada. Mucho más arriba quedan las lejanas rocas del suelo de la caverna, descoloridas por siglos de deposiciones de dragón.
Liessa se mueve con esa facilidad armoniosa que es su segunda naturaleza, y camina hacia su propio dragón, Laolith, que gira su gran cabeza equina hacia ella. Tiene las fauces manchadas de grasa de cerdo.
«Estaba delicioso», dice mentalmente a Liessa.
—¡Creí haberte dicho que nada de luchas en solitario! —le espeta ella.
«Tenía hambre, Liessa.»
—Aguántate, pronto podrás comer caballos.
«Las riendas se nos meten entre los dientes. ¿No hay guerreros? Nos gustan los guerreros.»
Liessa coloca la escalera de montar, y cierra las piernas en torno al cuello correoso de Laolith.
—El guerrero es mío. Hay otros dos, ésos puedes quedártelos. Uno parece ser una especie de mago —añade Liessa como para darle ánimos.
«Bueno, tú ya sabes lo que pasa con los magos. A la media hora de comerte uno, ya te apetece otro», gruñe el dragón.
Extiende las alas y se deja caer.
* * *
—¡Nos alcanzan! —chilló Rincewind.
Se agachó todavía más sobre el cuello del caballo, y gimió. Dosflores trataba de mantenerse a su altura, mientras giraba la cabeza para contemplar a las bestias voladoras.
—¡No lo entiendes! —exclamó el turista, por encima del temible batir de las alas—. ¡Toda mi vida he deseado ver un dragón!
—¿Desde dentro? —le gritó Rincewind—. ¡Cabalga y calla!
Azotó a su caballo con las riendas y se concentró en el bosque al que se dirigían, tratando de acercarlo a base de fuerza de voluntad. Bajo los árboles, estarían a salvo. Bajo los árboles, los dragones no podían volar…
Oyó el batir de las alas antes de que las sombras se cerraran a su alrededor. Se pegó a la silla por puro instinto, y sintió el aguijón del dolor cuando algo agudo le trazó una raya entre los hombros.
Tras él, Hrun gritó, pero más parecía un aullido de rabia que de dolor. El bárbaro se había dejado caer entre los arbustos, y desenfundaba la espada negra, Kring. La blandió mientras otro de los dragones se disponía a hacer una segunda pasada rasante.
—¡Ningún jodido lagarto me hace eso! —rugió.
Rincewind se inclinó y agarró las riendas de Dosflores.
—¡Vamos! —siseo.
—Pero los dragones… —respondió Dosflores, en una especie de trance.
—¡A la mierda con…! —empezó a decir el mago. Se detuvo en seco. Otro dragón se había apartado del círculo de puntos que sobrevolaba sus cabezas, y planeaba hacia ellos. Rincewind soltó el caballo de Dosflores, maldijo amargamente y espoleó a su montura hacia los árboles, en solitario. No volvió la vista atrás al oír la repentina conmoción y, cuando una sombra pasó sobre él, no hizo más que estremecerse débilmente y agarrarse más aún a las crines del caballo.
Luego, en vez del dolor desgarrador que esperaba, sintió una serie de golpes cuando el aterrado animal pasó bajo las ramas de los árboles. El mago intentó sujetarse, pero otra rama baja, más testaruda que las otras, le derribó de la silla. Lo último que oyó antes de que las destellantes luces azules de la inconsciencia se cerraran sobre él fue un agudo grito reptilesco de frustración, y el paso de unas zarpas sobre las copas de los árboles.
* * *
Cuando despertó, un dragón le miraba; al menos, miraba en su dirección. Rincewind gimió, trató de abrirse camino en el musgo con los omóplatos, y jadeó cuando le llegó el latigazo de dolor.
Entre las nieblas del dolor y el miedo, miró de nuevo al dragón.
La criatura estaba posada en la rama de un gran roble seco, a algunos cientos de metros. Tenía las alas de un color entre el bronce y el oro, firmemente envueltas alrededor del cuerpo, pero la gran cabeza equina giraba de un lado a otro sobre un cuello asombrosamente prensil. Estaba escudriñando el bosque.
También era semitransparente. Aunque el sol le arrancaba destellos de las escamas, Rincewind distinguía con claridad las siluetas de las ramas que había tras él.
En una de ellas se sentaba un hombre, empequeñecido por el reptil. Parecía estar desnudo, a excepción de un par de botas altas, una bolsa de piel junto a la ingle y un casco de cresta alta. Mecía perezosamente una espada corta, y contemplaba las copas de los árboles como alguien que lleva a cabo una misión tan aburrida como poco atractiva.
Un escarabajo empezó a trepar laboriosamente por la pierna de Rincewind.
El mago se preguntó cuánto daño podía hacer un dragón medio sólido. Quizá no hiciera más que medio matarle. Decidió no quedarse para averiguarlo.
Moviendo los talones, las puntas de los dedos y los músculos de los hombros, Rincewind se deslizó hacia un lado, hasta que el follaje ocultó el roble y a sus ocupantes. Luego, se puso en pie y corrió entre los árboles.