El color de la magia (Mundodisco, #1) – Terry Pratchett

El caballo trotó con paso seguro por los túneles, saltando sobre repentinos montones de escombros y esquivando hábilmente las enormes piedras que caían del techo. Mientras se agarraba con todas sus fuerzas, Rincewind miró a su espalda.

No era de extrañar que el caballo se moviera con tanta rapidez. Muy cerca, trotando bajo la fluctuante luz violeta, le seguían un gran cofre de aspecto ominoso y una caja de dibujos que corría peligrosamente sobre sus tres patas. La madera de peral sabio era tan hábil para seguir a su amo dondequiera que fuese que con ella se fabricaban tradicionalmente los tesoros funerarios de los emperadores muertos…

Llegaron al exterior un momento antes de que el arco octogonal se derrumbara sobre sí mismo.

El sol brillaba ya en el cielo. Tras ellos, una columna de polvo se alzaba mientras el templo se hundía sobre sí mismo, pero no volvieron la vista atrás. Fue una pena, porque Dosflores podría haber obtenido pinturas poco comunes hasta para los estándares de Mundodisco.

Había movimiento entre las ruinas humeantes. Una alfombra verde parecía crecer sobre ellas. Luego brotó un roble: las ramas estallaron como un cohete verdoso, y alcanzó una edad venerable incluso antes de que las yemas terminaran de vibrar. Un haya estalló como una seta madura y podrida, y cayó formando un polvillo de madera entre sus agresivos retoños. El templo estaba ya medio enterrado entre piedras musgosas.

Pero el Tiempo, que en un principio se lanzara a lo bestia, hacía ahora un trabajo más concienzudo. La hirviente interacción entre magia decadente y entropía en ascenso rugió colina abajo y sobrepasó al veloz caballo, cuyos jinetes, criaturas del Tiempo, no notaron nada en absoluto. Pero azotó el bosque encantado con el látigo de los siglos.

—Impresionante, ¿eh? —señaló una voz junto a la rodilla de Rincewind, cuando el caballo saltó un montón de madera putrefacta y hojas caídas.

La voz tenía un tono metálico escalofriante. Rincewind bajó la vista hacia la espada Kring. Había dos rubíes incrustados en el pomo. Al mago le dio la impresión de que le miraban.

Desde la periferia pantanosa del bosque, observaron la batalla entre los árboles y el Tiempo, batalla que sólo podía tener un final. Era una especie de espectáculo telonero: el número principal se desarrollaba ante ellos, y consistía en la muerte de un oso que se había acercado incautamente hasta quedar al alcance del arco de Hrun.

Rincewind observó a Hrun por encima de su ración de carne grasienta. Comprendió que el Hrun que ejercía como héroe era muy diferente del Hrun bebedor y pendenciero que se pasaba de cuando en cuando por Ankh-Morpork. Era cauteloso como un gato, ágil como una pantera, y parecía estar mucho más en su elemento.

«Y he sobrevivido a Bel-Shamharoth —pensó Rincewind—. ¡Es fantástico!»

Dosflores ayudaba al héroe a examinar los tesoros robados del templo. Consistían sobre todo en plata, en la que se habían engarzado desagradables piedras color púrpura. En el montón destacaban muchas representaciones de arañas, pulpos y del octario trepador de las llanuras del Eje.

Rincewind trató de ignorar la voz chirriante que hablaba junto a él. Fue inútil.

—…luego pertenecí al Bajá de Redurat, y representé un importante papel en la batalla del Gran Nef, donde recibí esa pequeña melladura que quizá hayas advertido en mi hoja, cerca del pomo —decía Kring desde su hogar temporal entre la hierba—. Algún infiel llevaba un collar de octhierro, algo muy poco deportivo, aunque yo era más afilada en aquellos tiempos, claro: mi amo me utilizaba para cortar pañuelos de seda en el aire y…, ¿te aburro?

—¿Eh? ¡Oh, no, en absoluto! Es muy interesante —respondió Rincewind, con los ojos fijos en Hrun.

¿Hasta qué punto se podría confiar en él? Allí estaban, en bosques salvajes, rodeados de trolls…

—Enseguida noté que eras una persona instruida —siguió Kring—. Raramente conozco a gente interesante y menos desde hace algún tiempo. Lo que de verdad me gustaría es colgar sobre una bonita repisa de chimenea, algún lugar hermoso y tranquilo. En cierta ocasión, me pasé dos siglos en el fondo de un lago.

—Eso debió de ser divertido —comentó Rincewind, con tono ausente.

—Pues la verdad, no —replicó Kring.

—No, supongo que no.

—Lo que de verdad me gustaría es ser reja de arado. No sé exactamente en qué consiste, pero parece una existencia con objetivo.

Dosflores corrió hacia el mago.

—He tenido una idea genial —balbuceó.

—Ya —asintió Rincewind débilmente—. ¿Por qué no pedimos a Hrun que nos acompañe a Chirm?

Dosflores se sorprendió.

—¿Cómo lo sabes? —pregunto.

—Pensé que se te ocurriría —dijo el mago.

Hrun paró un momento de acumular objetos de plata en las alforjas del caballo, y les sonrió alentador. Luego, fijó los ojos en el Equipaje.

—Si viene con nosotros, ¿quién nos atacará? —preguntó convencido Dosflores.

Rincewind se rascó la barbilla.

—¿Hrun? —sugirió.

—¡Pero si le salvamos la vida en el Templo!

—Bueno, si por «atacar» quieres decir «matar», no creo que lo haga —respondió Rincewind—. No es su estilo. Se limitará a robarnos, nos atará y nos dejará para los lobos. Supongo.

—¡Venga, vamos!

—Mira, esto es la vida real —saltó Rincewind—. Quiero decir, tú vas por ahí con una caja llena de oro. ¿No crees que cualquiera en su sano juicio se agarraría a la oportunidad de quitártelo?

«Yo, por ejemplo —añadió mentalmente—. Si no hubiera visto lo que hace el Equipaje con los dedos codiciosos.»

De pronto, se le ocurrió la respuesta. Miró a Hrun, y luego a la caja de dibujos. El duende de los cuadros estaba haciendo la colada en una pequeña tina, mientras las salamandras dormitaban en su jaula.

—Tengo una idea —dijo—. ¿Qué es lo que más les gusta a los héroes?

—¿El oro?

—No. Quiero decir, de verdad.

Dosflores frunció el ceño.

—No acabo de comprenderte —dijo.

Rincewind recogió la caja de dibujos.

—Hrun —llamó—, ¿te importa venir un momento?

* * *

Los días transcurrieron en paz y tranquilidad. Cierto, una pequeña banda de trolls intentó tenderles una emboscada en determinada ocasión, y una partida de bandoleros casi les cogió desprevenidos cierta noche (pero, con una grave falta de criterio, trataron de revisar el Equipaje antes de asesinar a los durmientes). En ambas ocasiones, Hrun exigió y obtuvo doble paga.

—Si nos sucede algo malo —le advirtió Rincewind—, no quedará nadie para manejar la caja mágica. No habrá más retratos de Hrun, ¿comprendes?

Hrun asintió, con los ojos fijos en el último dibujo. Mostraba a Hrun en una pose heroica, con un pie sobre un montón de trolls muertos.

—Tú y yo y el amiguito Dosflores nos llevamos okey —le respondió—. Quizá mañana podamos sacar un perfil mejor, ¿okey?

Envolvió cuidadosamente el dibujo en una piel de troll, y la metió en sus alforjas, con los otros.

—Parece que tu sistema funciona —se admiró Dosflores cuando Hrun se adelantó a caballo para examinar el camino.

—Claro —asintió Rincewind—. Lo que más les gusta a los héroes son ellos mismos.

—Se te da muy bien utilizar la caja de dibujos, ¿sabes?

—Sí.

—Entonces, quizá te guste conservar esto.

Dosflores le tendió un cuadro.

—¿Qué es? —quiso saber Rincewind.

—¡Oh, nada! El dibujo que sacaste en el templo.

Rincewind lo miró horrorizado. Allí se veía algo bordeado por unos atisbos de tentáculo. Algo enorme, calloso, verticilado, con manchas de pócimas y mal enfocado: un pulgar.

—Es la historia de mi vida —dijo con cansancio.

* * *

—Tú ganas —dijo Sino, empujando el montón de almas hacia el otro lado del tablero de juego.

Los dioses reunidos se relajaron.

—Habrá otras partidas —añadió.

La Dama sonrió a los dos ojos que eran como agujeros en el universo.

Y entonces, sólo quedaron los restos de un bosque y una nube de polvo en el horizonte, que la brisa dispersó. Y, sentada en un hito musgoso del camino, una figura negra y andrajosa. Tenía el aspecto de alguien a quien se ha dejado de lado injustamente, de quien es temido y odiado pese a ser el único amigo del pobre y el mejor médico para el mortalmente herido.

Aunque la Muerte carecía por completo de ojos, vio alejarse a Rincewind con lo que en un rostro de rasgos móviles habría sido un ceño fruncido. La Muerte, aunque siempre y en todos los tiempos estaba excepcionalmente ocupada, decidió que ahora tenía un pasatiempo. Aquel mago la molestaba demasiado. Para empezar, no acudía a sus citas.

—Ya te atraparé, incauto —dijo la Muerte con una voz que sonaba como la tapa de los ataúdes de plomo al cerrarse de golpe—. ¡Que me zurzan si no te atrapo!

EL SEÑUELO DEL WYRM

La llamaban Wyrmberg, y se alzaba casi ochocientos metros por encima de un valle verde: era una montaña enorme, gris y puesta del revés.

En la base sólo medía unos metros de diámetro, pero luego se alzaba hacia las nubes rizadas, curvándose suavemente hacia afuera como una trompeta invertida, hasta truncarse en una meseta de casi cuatrocientos metros de diámetro. Allí arriba había un pequeño bosque, y la maleza caía en cascada por el borde. También había edificios, e incluso un riachuelo que caía en una catarata tan azotada por el viento que llegaba al suelo en forma de lluvia.

Pocos metros por debajo de la plataforma, se divisaban también las entradas de muchas cuevas. Todas tenían un aspecto regular, como abiertas groseramente a mano, de manera que en aquella clara mañana otoñal, el Wyrmberg se alzaba entre las nubes como un palomar gigantesco.

Pero eso significaría que las «palomas» tenían una envergadura de alas de unos cuarenta metros.

* * *

—Lo sabía —dijo Rincewind—. Estamos en un campo de gran fuerza mágica.

Dosflores y Hrun miraron a su alrededor a la pequeña hondonada donde se habían detenido para almorzar. Luego, se miraron el uno al otro.

Los caballos pastaban tranquilamente la sabrosa hierba junto al arroyo. Mariposas amarillas revoloteaban entre los arbustos. Olía a romero, y el aire se llenaba con el zumbido de las abejas. En el asador, los jabalíes se tostaban poco a poco.

Hrun se encogió de hombros y siguió ungiéndose los bíceps. Ya le brillaban.

—Por mí… —respondió.

—Tira una moneda al aire —pidió Rincewind.

—¿Qué?

—Venga, tira una moneda.

—Okey —accedió Hrun—. Si con eso te conformas…

Se metió la mano en la bolsa y sacó un puñado de cambio, saqueado en una docena de reinos. Con cierta cautela, eligió un cuarto de ioto plúmbeo de Zchloty, y se lo puso sobre la purpúrea uña del pulgar.

—Elige —dijo—. Cara o… —Inspeccionó el reverso con un gesto de concentración intensa— una especie de pescado con patas.

—Cuando esté en el aire —respondió Rincewind.

Hrun sonrió y movió el pulgar.

El ioto se elevó, girando.

—Canto —eligió Rincewind, sin mirar.

* * *

La magia nunca muere, sólo desaparece.

En ningún lugar de la amplia extensión azul del Mundodisco era esto más evidente que en aquellas zonas donde se desarrollaron las grandes batallas de las Guerras Mágicas, muy poco después de la Creación. En aquellos días, la magia en estado puro estaba al alcance de cualquiera, y los Primeros Hombres no tuvieron ningún inconveniente en utilizarla en su guerra contra los Dioses.

Los orígenes concretos de las Guerras Mágicas se pierden en las nieblas del Tiempo. Pero los filósofos del disco creen que, comprensiblemente, los Primeros Hombres perdieron la cabeza poco después de su creación. Las batallas ulteriores fueron gigantescas y pirotécnicas: el sol giró por el cielo, los mares hirvieron, extrañas tormentas azotaron la tierra, palomitas blancas aparecieron en la ropa de la gente, y la estabilidad del disco (que, recordemos, viajaba por el espacio sobre los lomos de cuatro elefantes montados en una tortuga gigante) se vio en peligro. Los Altos Antiguos, ante quienes hasta los dioses tenían que responder, tomaron drásticas cartas en el asunto. Los dioses se vieron relegados a las zonas superiores, los hombres fueron recreados bastante más pequeños, y buena parte de la vieja magia fue arrancada de la tierra.

Esto no resolvió el problema de aquellas zonas del disco que, durante las guerras, habían sufrido el impacto directo de un hechizo. La magia fue desvaneciéndose lentamente, a lo largo de los milenios. Y, al descomponerse, liberó miríadas de partículas subastrales que distorsionaron gravemente la realidad circundante…

* * *

Rincewind, Dosflores y Hrun contemplaron la moneda.

Autore(a)s: