—Te dije que debíamos tomar ese último pasillo de la derecha —siseó Kring con una voz que era como el arañar de una cuchilla sobre la piedra.
—¡Silencio!
—Si sólo decía que…
—¡¡Cállate!!
* * *
Y Dosflores…
Se había extraviado otra vez, de eso estaba seguro. O el edificio era mucho más grande de lo que parecía, o se encontraba en algún inmenso subterráneo sin haber bajado ninguna escalera, o —como ya empezaba a sospechar— las dimensiones internas del lugar ignoraban de manera flagrante la regla básica de la arquitectura, y eran más grandes que las externas. ¿Y a qué venían aquellas luces tan extrañas? En las paredes y el techo había cristales de ocho caras a intervalos regulares, que arrojaban una luz bastante desagradable: más que iluminar, perfilaban la oscuridad.
Además, pensó Dosflores caritativamente, quienquiera que hubiera hecho aquellas tallas en la pared, probablemente había bebido demasiado. Durante años.
Minucias aparte, era un edificio fascinante. Sus constructores estuvieron obsesionados con el número ocho. El suelo era un mosaico interminable de losetas de ocho lados, los muros de los pasillos formaban un ángulo para que los corredores tuvieran ocho lados —contando techo y suelo, claro— y, en los lugares donde había desaparecido la mampostería, Dosflores advirtió que hasta los ladrillos tenían ocho caras.
—Esto no me gusta —dijo el duende de los cuadros desde su caja, alrededor del cuello de Dosflores.
—¿Por qué no?
—Aquí hay algo maligno.
—Pero tú eres un demonio. Los demonios no pueden decir que algo es maligno. ¿Qué le resulta maligno a un demonio?
—Bueno, ya sabes —dijo cautelosamente el demonio, mirando nervioso a su alrededor y cambiando su peso de garra a garra—. Cosas.
Dosflores le miró, testarudo.
—¿Qué cosas?
El demonio tosió, inquieto (los demonios no respiran. Pero cualquier ser inteligente, respire o no, tose inquieto en algún momento de su vida. Y, por lo que veía el demonio, éste era uno más que adecuado).
—¡Oh, cosas! —dijo retorcidamente—. Cosas malas. Cosas de las que no hablamos. Ahí es donde intentaba llegar, amo.
Dosflores meneó la cabeza, cansado.
—Ojalá estuviera aquí Rincewind —dijo—. Él sabría qué hacer.
—¿Ése? —bufó el demonio—. No me imagino a un mago aquí. No pueden ni acercarse al número ocho.
Se llevó la mano a la boca, arrepentido.
Dosflores alzó la vista y miró el techo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿No has oído algo?
—¿Yo? ¿Oír? ¡No! ¡Nada! —negó repetidamente el demonio.
Se metió en su caja y cerró la puerta de golpe. Dosflores llamó con una uña. La puerta apenas se abrió.
—Parecía una piedra moviéndose… —explicó.
La puerta se cerró de golpe otra vez. Dosflores se encogió de hombros.
Seguramente este lugar se está derrumbando poco a poco, se dijo a sí mismo.
Se detuvo.
—¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien ahí?
AHÍ, AHí, ahí, repitieron los túneles oscuros.
—¿Hola? —probó de nuevo.
HOLA, HOLa, hola.
—¡Sé que hay alguien ahí, te acabo de oír jugar a los dados!
ADOS, ADos, ados.
—Mira, sólo quiero…
Dosflores se detuvo. La razón era el brillante punto de luz que acababa de aparecer a pocos metros de sus ojos. Creció rápidamente y, segundos más tarde, tomó la forma luminosa de un hombre. En ese momento comenzó a hacer ruido, o mejor dicho, Dosflores comenzó a oír el ruido que había estado haciendo desde el principio. Parecía la astilla de un grito atrapada en un largo espacio de tiempo.
El hombre iridiscente ya tenía el tamaño de un muñeco: una forma atormentada que se movía lentamente, mientras flotaba en el aire. Dosflores se preguntó por qué se le había ocurrido la expresión «la astilla de un grito»… y empezó a desear que nunca se le hubiera pasado por la cabeza.
La forma se parecía cada vez más a Rincewind. El mago tenía la boca abierta, y su rostro brillaba bajo la luz de… ¿de qué? Soles extraños, pensó repentinamente Dosflores. Soles que los hombres no suelen ver. Sintió un escalofrío. Ahora el mago tenía la mitad de la altura normal. En esta fase, el crecimiento era más rápido: de pronto, hubo un intenso momento, con una ráfaga de aire y una explosión de ruido. Rincewind se agitó en el aire al tiempo que gritaba. Cayó duramente al suelo, jadeó y rodó sobre sí mismo, cubriéndose la cabeza con las manos y con el cuerpo encogido.
Cuando el polvo se posó, Dosflores se adelantó afectuosamente y palmeó al mago en el hombro. La bola humana se encogió todavía más.
—Soy yo —explicó Dosflores, alentador.
El mago se destensó un poco.
—¿Qué?
—Yo.
En un solo movimiento, Rincewind se estiró y se levantó de un salto ante el hombrecillo. Le agarró desesperadamente por los hombros. Tenía los ojos enloquecidos, abiertos de par en par.
—¡No lo digas! —siseó—. ¡No lo digas y quizá saldremos con vida!
—¿Salir? ¿Y cómo entraste? ¿No sabes…?
Dosflores empezó a retroceder para alejarse de aquel loco.
—¡No lo digas!
—¿Que no diga qué?
—¡El número!
—¿El número? —se asombró Dosflores—. Oye, Rincewind…
—¡Sí, el número! Entre el siete y el nueve. ¡Cuatro más cuatro!
—¿Cuál, och…?
Rincewind le tapó la boca con la mano.
—¡Dilo y estaremos perdidos! ¡Ni lo pienses, por favor! ¡Confía en mí!
—¡No entiendo nada! —aulló Dosflores.
Rincewind se relajó un poco, con lo cual todavía hacía que una cuerda de violín pareciera en comparación una ración de gelatina.
—Vamos —dijo—. Intentaremos salir de aquí. Y yo intentaré explicártelo.
* * *
Tras la primera Era Mágica, librarse de los grimorios empezó a convertirse en un grave problema para el Mundodisco. Un hechizo sigue siendo un hechizo aunque se encuentre aprisionado temporalmente en pergamino y tinta. Tiene potencial. Esto no representa ningún problema mientras vive el propietario del libro. Pero, a su muerte, el libro de hechizos se convierte en una fuente de poder incontrolado que no se puede aislar.
En resumen: los libros de hechizos tienen escapes de magia. Se han probado varias soluciones. Los países cercanos a la Periferia no tienen más que tomar los libros de los magos muertos, ponerles pesas de plomo en forma de pentagramas y tirarlos por el Borde. Cerca del Eje, las alternativas disponibles no eran tan satisfactorias. Una de ellas consistía en meter los libros peligrosos en recipientes de octhierro con polaridad negativa y hundirlos en las profundidades insondables del mar —antes se enterraban en cuevas profundas, pero la práctica se abandonó cuando algunos pueblos empezaron a quejarse de árboles andantes y gatos de cinco cabezas— pero, al poco tiempo, la magia encontraba una manera de escapar, y los pescadores empezaron a quejarse de bancos de peces invisibles y de almejas psíquicas.
Una solución temporal fue la construcción, en importantes centros de la ciencia mágica, de grandes salas de octhierro desnaturalizado, metal impermeable a casi todo tipo de magia. Así se podían almacenar los grimorios más críticos hasta que su potencial se atenuara.
Y así fue como llegó a la Universidad Invisible el Octavo, el grimorio más importante, cuyo propietario fue el Creador del Universo. Ese libro es el que abrió Rincewind por una apuesta. Sólo tuvo un segundo para mirar una página antes de disparar diversos hechizos de alarma, pero ese tiempo le bastó a un hechizo para saltar del libro y aposentarse en su memoria como un sapo en una piedra.
* * *
—¿Y luego? —quiso saber Dosflores.
—Oh, me sacaron de allí a rastras. Y me expulsaron, por supuesto.
—¿Y nadie sabe qué hace ese hechizo?
Rincewind meneó la cabeza.
—Desapareció de la página. Nadie lo sabrá hasta que yo lo pronuncie. O hasta que muera, claro. En ese momento, se pronunciará a sí mismo, por decirlo de alguna manera. Por lo que yo sé, lo mismo puede acabar con el universo como detener el tiempo. O cualquier otra cosa.
Dosflores le dio una palmadita en el hombro.
—No hay por qué ser pesimista —dijo alegremente—. Vamos, sigamos buscando la salida.
Rincewind negó con la cabeza. Ya había perdido toda capacidad para asustarse. Quizá había roto la barrera del terror, y ahora se encontraba en el estado mental mortalmente tranquilo que hay al otro lado. En cualquiera de los casos, ya no temblaba.
—Estamos perdidos —afirmó—. Llevamos toda la noche andando. Te lo digo yo, este lugar es una telaraña. No importa qué camino tomemos, siempre acabaremos en el centro.
—De todos modos, fue muy amable por tu parte venir a buscarme —dijo Dosflores—. ¿Cómo lo hiciste exactamente? Fue muy impresionante.
—Oh, bueno —empezó a mentir el mago—, simplemente pensé: No puedo dejar ahí al bueno de Dosflores, y…
—En fin, ahora sólo tenemos que encontrar a ese tal Bel-Shamharoth y explicarle las cosas. Seguro que nos dejará marchar —sugirió Dosflores.
Rincewind se metió un dedo en la oreja.
—¡Qué eco tan raro hay aquí! —comentó—. Imagínate, me ha parecido oír que utilizabas las palabras «encontrar» y «explicar».
—Cierto.
Rincewind le miró bajo aquel infernal brillo púrpura.
—¿Encontrar a Bel-Shamharoth? —quiso asegurarse.
—Sí. No tenemos por qué meternos en sus asuntos.
—¿Encontrar al Devorador de Almas y no meternos en sus asuntos? ¿Quieres que le saludemos y le preguntemos dónde está la salida? ¿Explicar las cosas al Emisor de Och…? —Rincewind se tragó el final de la palabra justo a tiempo—. ¡Tú estás loco! ¡Eh! ¡Vuelve aquí!
Se lanzó pasillo abajo en pos de Dosflores y, segundos más tarde, se detuvo con un gemido.
La luz violácea era más intensa allí, y dotaba a todo de colores nuevos y desagradables. No se encontraban en un pasillo, sino en una habitación amplia con un número de paredes que Rincewind no se atrevió a contemplar. De allí salían och… siete bis pasillos.
Cerca de él, Rincewind advirtió la existencia de un altar bajo, con tantos lados como cuatro veces dos. Pero no estaba en el centro exacto de la sala: el centro estaba ocupado por una enorme losa de piedra con el doble de lados que un cuadrado. Y parecía pesadísima. Bajo la extraña luz, estaba ligeramente ladeada: uno de los bordes destacaba sobre las demás losas que la rodeaban.
Dosflores estaba de pie sobre ella.
—¡Eh, Rincewind! ¡Mira lo que hay aquí!
El Equipaje se acercaba trotando por uno de los pasillos que salían de la habitación.
—Estupendo —asintió Rincewind—. Muy bien. Ahora, podrá guiarnos para salir de aquí.
Dosflores ya estaba rebuscando algo en el cofre.
—Sí —concedió—, en cuanto saque unos cuantos cuadros. Deja que ponga los accesorios…
—¡He dicho que ahora…!
Rincewind se detuvo en seco. Hrun el Bárbaro estaba en la entrada del pasillo que el mago tenía enfrente. Llevaba una enorme espada negra, en un puño del tamaño de un jamón.
—¿Tú? —dijo Hrun, inseguro.
—Ajajá. Sí —respondió Rincewind—. Hrun, ¿verdad? ¡Cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué te trae por aquí?
Hrun señaló el Equipaje.
—Eso —dijo.
El esfuerzo mental de mantener tal conversación pareció agotar a Hrun.
—Mío —añadió luego en un tono que combinaba afirmación, reclamación, amenaza y ultimátum.
—Pertenece a Dosflores, aquí presente —dijo Rincewind—. Habrá propina. No lo toques.
De repente, se dio cuenta de que aquello era lo último que debía decir, pero Hrun ya había empujado a Dosflores y se acercaba al Equipaje…
…al que de repente le salieron las patas, retrocedió y abrió la tapa en gesto amenazador. Bajo la incierta luz, Rincewind creyó ver hileras de dientes enormes, tan blancos como la madera de haya.
—Hrun —dijo rápidamente—, hay algo que debes saber.
Hrun volvió hacia él un rostro asombrado.
—¿Qué? —preguntó.
—Es algo sobre números. Mira, ya sabes que si sumas siete y uno, o cinco y tres, o si restas dos de diez, te sale un número. Mientras estemos aquí, no lo pronuncies, y quizá tengamos una oportunidad de salir vivos. O sólo muertos.
—¿Quién es éste? —preguntó Dosflores.
Tenía en las manos una jaula que acababa de sacar de las profundidades más recónditas del Equipaje. Parecía llena de lagartos rosa, bastante enfurruñados.
—Soy Hrun —dijo, orgulloso.
Luego, miró a Rincewind.
—¿Qué? —repitió.
—Simplemente, no lo digas, ¿vale? —pidió el mago.
Contempló la espada que Hrun llevaba en la mano. Era negra, pero de esa clase de negro que no es tanto un color como un cementerio de colores, y tenía un ornamento de inscripciones rúnicas por toda la hoja. Pero lo más llamativo era el ligero brillo octarino que la envolvía. La espada también debió de verle, porque habló repentinamente con una voz que era como una garra al arañar el cristal.