En un mundo plano sostenido por cuatro elefantes impasibles -que se apoyan en la espalda de una tortuga gigante- habitan los estrafalarios personajes de esta novela: un hechicero avaro y torpe, un turista ingenuo cuyo fiero equipaje le sigue a todas partes sostenido por cientos de patitas, dragones que existen si se cree en ellos, gremios de ladrones y asesinos, espadas mágicas, la Muerte y, por supuesto, un extenso catálogo de magos y demonios… En esta serie de novelas se dan cita todos los temas y situaciones del género fantástico, visto a través del personalismo y corrosivo sentido dela comicidad de un autor inglés que se ha convertido en uno de los escritores de humor de mayor éxito y fama en el mundo.
EL COLOR DE LA MAGIA
En un lejano juego de dimensiones de segunda mano, en un plano astral ligeramente combado, las ondulantes nieblas estelares fluctúan y se separan.
Vamos…
La Gran Tortuga A’Tuin se acerca, nadando lentamente por el golfo interestelar, con los pesados miembros llenos de hidrógeno congelado, la enorme y viejísima concha llena de cráteres de meteoros. Con unos ojos del tamaño de mares, encostrados de lágrimas reumáticas y polvo de asteroides, Él contempla fijamente el Destino.
En una mente más grande que una ciudad, con lentitud geológica, Él piensa sólo en el Peso.
Por supuesto, la mayor parte del peso se debe a Berilia, Tubul, Gran T’Phon y Jerakeen, los cuatro elefantes gigantes sobre cuyos lomos y amplios hombros bronceados por las estrellas descansa el disco del mundo, enguirnaldado por una enorme catarata a lo largo de toda su circunferencia, y cubierto por la bóveda azul pálido del cielo.
Hasta ahora, la astropsicología no ha sido capaz de averiguar en qué van pensando.
La Gran Tortuga era una simple hipótesis, hasta que el pequeño y reservado reino de Krull, cuyas montañas se alzan junto a la mismísima Periferia, construyó una grúa con poleas junto al risco más escarpado Sus habitantes hicieron bajar un receptáculo de latón con ventanas de cristal de cuarzo, para que algunos observadores echaran un vistazo a través de la cortina de niebla.
Cuando fueron izados de nuevo por grandes grupos de esclavos, los primeros astrozoólogos trajeron mucha información sobre la forma y naturaleza de A’Tuin y los elefantes, pero esto no resolvió las preguntas fundamentales sobre la naturaleza y propósito del Universo.
Por ejemplo, ¿cuál era en realidad el sexo de A’Tuin? Los astrozoólogos aseguraron, con apabullante autoridad, que no se obtendría respuesta para esta pregunta vital hasta que se construyera un sistema de grúas más potente para hacer bajar un receptáculo mayor al espacio profundo. Entretanto, sólo podían especular sobre el cosmos conocido.
Existía la teoría de que A’Tuin venía de la nada y seguiría arrastrándose a velocidad regular, con Paso Uniforme, hacia la nada, durante el resto de los tiempos. La mayoría de los intelectuales apoyaban esta teoría.
Una alternativa, sostenida sobre todo por los más religiosos, era que A’Tuin se arrastraba desde Lugar de Nacimiento hacia el Momento de la Cópula, al igual que todas las estrellas del cielo que, evidentemente, también viajaban a lomos de tortugas gigantes. Cuando llegaran, copularían breve y apasionadamente por primera y única vez, y de tan ardiente unión nacerían nuevas tortugas que transportarían nuevos mundos. Se conocía esta hipótesis como Teoría del Big Bang.
Así estaban las cosas en aquel memorable atardecer, cuando un joven cosmoqueloniólogo, de la facción del Paso Uniforme, probando un nuevo telescopio con el que esperaba medir con precisión el albedo del ojo derecho del Gran A’Tuin, fue el primer extranjero en ver el humo provocado por el incendio en la ciudad más antigua del mundo.
Más tarde, aquella noche, se concentró tanto en sus estudios que olvidó el tema por completo. Pero el caso es que fue el primero.
Hubo otros…
* * *
El fuego rugía en la ciudad dividida de Ankh-Morpork. Al lamer el Distrito de los Magos, las llamas se tornaban azules y verdes, salpicadas incluso con chispas del octavo color, el octarino. Cuando se abrían paso entre las cubas y tiendas de aceite, en la calle del Mercado, progresaban en una serie de explosiones y estallidos deslumbrantes. En las calles de los fabricantes de perfumes, el humo era dulce. Cuando el fuego tocaba manojos de extrañas hierbas secas, en los almacenes de los drogueros, volvía locos a los hombres y les hacía hablar de Dios.
Para entonces, todo el centro de Morpork estaba iluminado. En la otra orilla del río, los ciudadanos de Ankh, más ricos y dignos, reaccionaban con valentía ante la situación demoliendo febrilmente los puentes. Pero las naves en los muelles de Morpork —cargadas de grano, algodón y madera, y cubiertas de alquitrán— ardían ya alegremente… y, una vez convertidas en cenizas las amarras, se acercaban decididamente a la otra orilla, empujados por la marea descendente, incendiando palacios y lujosas casitas, mientras pasaban como luciérnagas medio ahogadas en dirección al mar. En cualquier caso, las chispas cabalgaban a lomos del viento, para ir a posarse en la otra orilla, eligiendo preferentemente los jardines ocultos y patios remotos.
El humo del alegre incendio se elevaba a kilómetros de altura, en una columna negra esculpida por el viento, que se podía divisar desde todo el Mundodisco.
Desde luego resultaba impresionante desde la oscura y fría colina, a pocas leguas, donde dos figuras contemplaban el incendio con auténtico interés.
El más alto de los dos mordía de cuando en cuando un muslo de pollo, y se apoyaba sobre una espada poco más baja que un hombre de estatura media. Sólo cierto aire de inteligencia cautelosa le salvaba de parecer un bárbaro de las heladas llanuras del Eje.
Su compañero era mucho más bajo, y se envolvía de la cabeza a los pies en una capa marrón. Más tarde, cuando tenga ocasión de caminar, veremos que sus movimientos son ligeramente felinos.
Ninguno de los dos había pronunciado más allá de un par de palabras en los últimos veinte minutos, a excepción de una disputa breve e inconclusa sobre si determinada explosión, particularmente llamativa, había tenido lugar en el almacén de aceite o en el taller de Kerible el Hechicero. Incluso apostaron dinero al respecto.
Ahora, el hombretón había terminado de roer el hueso, y lo tiró a la hierba con una sonrisa pesarosa.
—Se acabaron esos pequeños callejones —dijo—. La verdad, me gustaban.
—Y todos los tesoros… —comentó el pequeño—. Me pregunto si las piedras preciosas arderán. Dicen que son una especie de carbones —añadió pensativo.
—¡Todo el oro fundido, deslizándose por las zanjas…! —siguió su compañero, ignorándole—. ¡Y todo ese vino hirviendo en los barriles…!
—Había ratas —señaló el de marrón.
—¡Y qué ratas!
—En pleno verano, no se podía vivir ahí.
—Eso encima. Pero no se puede evitar sentir, aunque sea por un momento…
Se detuvo.
—Le debíamos ocho piezas de plata al viejo Fredor, el de La Sanguijuela Escarlata —siguió, ya más animado.
El hombrecillo asintió.
Guardaron silencio un rato, mientras toda una nueva serie de explosiones trazaba una línea roja a través de una hasta entonces oscura sección de lo que fuera la ciudad más grande del mundo. Luego, el más alto se movió, inquieto.
—¿Comadreja?
—¿Sí?
—¿Quién lo habrá iniciado?
El espadachín menudo, al que llamaban Comadreja, no dijo nada. Observaba el camino bajo la luz rojiza. Muy pocos viajeros habían pasado por allí desde que la Puerta Deosil fuera una de las primeras en derrumbarse entre una lluvia de brasas al rojo blanco.
Pero, ahora, subían dos figuras. Los ojos de Comadreja, siempre más agudos en la penumbra o a media luz, distinguieron las formas de dos hombres a caballo, seguidos por una especie de animal más bajo. Se trataría sin duda de algún rico mercader, que huía con todos los tesoros sobre los que había conseguido poner sus manos frenéticas. Comadreja se lo dijo a su compañero, que suspiró.
—Lo de salteadores de caminos no nos pega —dijo el bárbaro—. Pero, como tú bien dices, corren tiempos duros, y esta noche no tendremos camas calientes.
Se cambió la espada de mano. Cuando el jinete más adelantado estuvo cerca, saltó a la carretera, alzó un brazo y compuso una sonrisa cuidadosamente calculada para resultar tranquilizante y amenazadora a la vez.
—Disculpe, señor… —empezó a decir.
El jinete tiró de las riendas y se echó hacia atrás la capucha. El hombretón pudo ver un rostro salpicado de quemaduras superficiales y restos de una barba chamuscada. Hasta las cejas habían desaparecido.
—Quita de en medio —dijo el rostro—. Eres Bravd el Ejeño,[1] ¿no?
Bravd comprendió que le habían quitado la iniciativa.
—¿No me has oído? Aparta —insistió el jinete—. Ahora no puedo perder tiempo contigo, ¿entiendes?
Miró a su alrededor.
—Y eso va también por ese saco de pulgas que tienes por compañero, se esconda donde se esconda. Sí, por ese que adora la oscuridad.
Comadreja se acercó al caballo y observó atentamente la desaliñada figura.
—Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? Rincewind, el mago, ¿no? —dijo como si estuviera encantado, mientras archivaba en la memoria la descripción que de él acababa de hacer el mago, para cuando llegara el momento de la venganza—. Me pareció reconocer tu voz.
Bravd escupió y guardó la espada en la vaina. Rara vez valía la pena atracar a un mago. No solían llevar ningún tesoro digno de tal nombre.
—Demasiado fanfarrón para ser un mago de tercera —murmuro.
—No me has comprendido bien —dijo el mago con voz fatigada—. En cualquier otro momento, me darías tanto miedo que me temblarían las rodillas, pero es que ahora tengo una sobredosis de terror. No te preocupes; cuando lo supere, tendré tiempo de asustarme convenientemente de ti.
Comadreja señaló la ciudad en llamas.
—¿Has pasado por ahí? —inquirió.
El mago se frotó los ojos con una mano enrojecida.
—Estaba ahí cuando empezó. ¿Veis a ése, al de atrás?
Señaló hacia detrás, más abajo, al tramo de camino por donde todavía se aproximaba su compañero. Éste había optado por un método de monta que implicaba caerse de la silla cada pocos segundos.
—¿Y? —preguntó Comadreja.
—Él lo inició —respondió sencillamente Rincewind.
Bravd y Comadreja observaron la figura, que cabalgaba torpemente por el camino con un pie en un estribo.
—Un incendiario, ¿eh? —dijo al fin Bravd.
—No —respondió Rincewind—. No exactamente. Digamos sólo que, si se organizara el caos más completo, este tipo se subiría a una colina bajo una tormenta de truenos, con una armadura de cobre empapada, gritando «¡Todos los dioses son unos bastardos!». ¿Tenéis algo de comer?
—Hay un poco de pollo —dijo Comadreja—. A cambio de la historia.
—¿Cómo se llama? —preguntó Bravd, que tenía tendencia a quedarse atrás en las conversaciones.
—Dosflores.
—¿Dosflores? —se extrañó Bravd—. ¡Qué nombre tan raro!
—Y no sabes ni la mitad —replicó Rincewind, desmontando—. ¿Has dicho que hay pollo?
—Picante —asintió Comadreja.
El mago gimió.
—Eso me recuerda —añadió Comadreja, chasqueando los dedos— que hubo una explosión muy fuerte, hace una… bueno, pongamos una media hora…
—Fue cuando voló por los aires el viejo almacén de aceite —respondió Rincewind, estremeciéndose ante el recuerdo de la lluvia ardiente.
Comadreja se dio media vuelta y sonrió expectante a su compañero, que gruñó, sacó una moneda de la bolsa y se la tendió. Entonces, les llegó un grito desde el camino, un grito que se cortó bruscamente. Rincewind ni siquiera levantó la vista de su ración de pollo.
—Una de las muchas cosas que no sabe hacer es montar a caballo —dijo.
De repente, se puso rígido, como si acabara de recordar algo. Dejó escapar un breve chillido de pánico, se levantó bruscamente y se perdió en la oscuridad. Cuando volvió, llevaba al llamado Dosflores colgando inerte de un hombro. Era un tipo delgado y menudo. Vestía ropas extrañas: unos pantalones hasta la rodilla y una camisa de colores tan vivos y enfrentados, que los sensibles ojos de Comadreja se sintieron ofendidos incluso en aquella penumbra.
—Parece que no se ha roto nada —suspiró Rincewind.
El mago jadeaba. Con un leve gesto, Bravd indicó a Comadreja que fuera a investigar la forma que había supuesto era un animal de carga para los bultos.