El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Aquello echaba por tierra todas las teorías de Sophie, pero se habría muerto antes que admitirlo.

—Todo el mundo sabe que eres mago, jovencito —declaró con severidad—. Pero eso no cambia el hecho de que tu castillo sea el lugar más mugriento que he visto en mi vida.

Miró a la habitación más allá de la manga azul y plateada. La alfombra estaba tan sucia como el nido de un pájaro. La pintura se desprendía a tiras de las paredes y había una es­tantería llena de libros, algunos con aspecto extraño. No había ni rastro de los corazones mordisqueados, pero esos probable­mente los guardaba debajo o detrás de la cama con dosel.

La tela que colgaba de ella, de un blanco grisáceo, le impidió ver hacia dónde daba la ventana.

Howl le pasó la manga por delante de la cara.

—Eh, eh. No seas curiosa.

—¡No soy curiosa! —dijo Sophie—. ¡Esa habitación…!

—Sí, sí que eres curiosa —dijo Howl—. Eres una anciana horriblemente curiosa, terriblemente mandona y espantosamen­te limpia. Contrólate. Nos estás amargando la vida a todos.

—Pero esto es una pocilga —se quejó Sophie—. ¡No puedo evitar ser así!

—Sí, sí que puedes —dijo Howl—. Y me gusta mi cuarto tal y como está. Tienes que admitir que tengo derecho a vivir en una pocilga si me apetece. Y ahora vete abajo y piensa en alguna otra cosa que hacer. Por favor. Odio discutir con la gente.

Sophie no tuvo más remedio que alejarse con el cubo gol­peándole contra la pierna. Estaba un poco impresionada y muy sorprendida de que Howl no la hubiera echado todavía del castillo. Pero como no lo había hecho, se puso a pensar en su próxima tarea. Abrió la puerta junto a las escaleras, vio que ya casi no llovía y avanzó hacia el patio, donde comenzó con energía a ordenar las pilas de trastos mojados.

Se oyó un ruido metálico y Howl volvió a aparecer, tam­baleándose ligeramente, en medio de la gran lámina de hierro herrumbroso que Sophie pensaba mover a continuación.

—Y aquí tampoco —dijo—. Eres un peligro, ¿verdad? Deja tranquilo el patio. Sé exactamente dónde está cada cosa y si lo ordenas nunca encontraré los ingredientes que necesito para mis conjuros de transporte.

Sophie pensó que probablemente habría un montón de almas en alguna parte, o una caja llena de corazones. Se sintió frustrada.

—¡Pero estoy aquí precisamente para poner orden! —le gri­tó a Howl.

—Pues entonces búscale un nuevo significado a tu vida —replicó Howl.

Por un momento pareció que él también iba a perder los nervios. Sus ojos extraños y pálidos la miraron con intensidad. Pero se controló y añadió:

—Vuelve dentro, vieja hiperactiva, y búscate otra cosa con que jugar antes de que me enfade. Odio enfadarme.

Sophie cruzó los brazos delgaduchos. No le gustaba que le lanzaran miradas asesinas con ojos que parecían canicas de cristal.

—¡Claro que odias enfadarte! —replicó—. No te gustan las cosas desagradables, ¿verdad? ¡Eres escurridizo como una an­guila, eso es lo que eres! ¡Te escabulles de todo lo que no te gusta!

Howl esbozó una sonrisa forzada.

—Estupendo —dijo—. Ya conocemos cada uno los defectos del otro. Ahora vuelve adentro. Vamos. Media vuelta —avanzó hacia Sophie indicándole la puerta con la mano. La manga se le enganchó en el extremo del metal herrumbroso, dio un tirón y se le desgarró—. ¡Maldición! —exclamó Howl, sujetando los extremos de la manga—. ¡Mira lo que has hecho!

—Puedo cosértelo —dijo Sophie.

Howl le lanzó otra mirada vidriosa.

—Ya estás otra vez. ¡Cómo te gusta la servidumbre!

Cogió la manga con dos dedos de la mano derecha y los deslizó por el desgarrón. Tras pasar entre los dedos, la tela azul y plateada parecía como nueva.

—Ya está —dijo—. ¿Entendido?

Sophie volvió adentro escarmentada. Era evidente que los magos no necesitaban trabajar como el resto de la gente. Y Howl le había demostrado que era un mago de cuidado.

—¿Por qué no me echa? —se preguntó, a medias para sí misma y a medias para Michael.

—Yo tampoco lo entiendo —dijo Michael—. Pero creo que se fía de Calcifer. Casi todos los que entran en casa o bien no lo ven o bien les da un miedo terrible.

CAPÍTULO 6.

“En el que Howl expresa sus sentimientos con fango verde”

Howl no salió aquel día, ni tampoco los si­guientes. Sophie se sentaba para pensar en silencio en su silla junto al hogar. Se dio cuenta de que, por mucho que Howl lo mereciera, había centrado su rabia contra el castillo cuan­do en realidad estaba enfadada con la bruja del Páramo. Y, además, se sentía un poco incómoda por encontrarse allí disimulando sus verdaderas intenciones. Puede que Howl cre­yera que le caía bien a Calcifer, pero ella sabía que el de­monio del fuego solo había aprovechado la oportunidad para hacer un trato con ella. Además, pensó que le había fallado a Calcifer.

Aquel estado de ánimo no duró mucho. Sophie descubrió una pila de ropa de Michael que había que remendar. Sacó un dedal, hilo y tijeras de su bolsa de costura y se puso a coser. Aquella tarde se sintió lo bastante animada como para unirse a una canción tontorrona de Calcifer sobre sartenes.

—¿Contenta con tu trabajo? —preguntó Howl sarcásticamente.

—Necesito más cosas que hacer —dijo Sophie.

—A mi traje viejo le vendría bien un remiendo, si buscas algo con que entretenerte —dijo Howl.

Parecía que ya no estaba enfadado. Sophie sintió un gran alivio, pues aquella mañana casi había tenido miedo.

Era evidente que Howl todavía no había conseguido a la chica que perseguía. Sophie oyó cómo Michael le hacía preguntas directas al respecto y cómo Howl se escabullía hábil­mente y no contestaba a ninguna.

—Se escurre como una anguila —murmuró Sophie a un par de calcetines de Michael—. No puede aceptar su propia maldad.

Vio que Howl estaba inquieto, sin parar de hacer cosas para ocultar su descontento. Sophie lo entendía perfectamente.

En la mesa, Howl trabajaba con mucha mayor intensidad y rapidez que Michael, ejecutando conjuros de forma experta, aunque un tanto atropellada. Por la expresión en el rostro de Michael, casi todos los hechizos eran inusuales y difíciles de hacer. Howl dejó un conjuro a la mitad y subió corriendo a su habitación a vigilar algo secreto, y sin duda siniestro, que estaba pasando allí; luego salió a toda velocidad al patio a trastear con un gran conjuro que se traía entre manos. So­phie abrió la puerta un poco y quedó sorprendida al ver al elegante mago, arrodillado en el barro con las largas mangas atadas en un nudo por detrás del cuello para que no le es­torbaran, mientras llevaba con cuidado una pieza de metal grasiento hasta una estructura extraña.

Aquel conjuro era para el Rey. Otro mensajero peripuesto y oloroso llegó con una carta y un discurso largo, larguísimo en el que preguntaba si sería posible que Howl le dedicase algo de su tiempo, sin duda ocupado en otras muchas cosas, para concentrar su poderoso e ingenioso intelecto en un pe­queño problema que afectaba a Su Real Majestad: concreta­mente, cómo podría el ejército hacer pasar sus pesados carros por un terreno pantanoso e irregular. Howl ofreció una res­puesta elocuente y maravillosamente educada, pero dijo que no. Después, el mensajero habló durante otra media hora, al cabo de la cual ambos hicieron una reverencia y Howl accedió a hacer el conjuro.

—Me da mala espina —le dijo Howl a Michael cuando se hubo marchando el mensajero—. ¿Por qué se tendría que per­der Suliman en el Páramo? El Rey parece creer que yo le serviré en su lugar.

—Él no era tan inventivo como tú, eso está claro —dijo Michael.

—Soy demasiado paciente y demasiado educado —dijo Howl en tono sombrío—. Debería haberle cobrado mucho más.

Howl era igual de paciente y educado con los clientes de Porthaven, pero, como Michael señaló preocupado, el proble­ma era que Howl no les cobraba lo suficiente. Aquello fue después de que Howl hubiera escuchado durante una hora las razones por las que la esposa de un marinero no podría pa­garle todavía ni un penique, y de que le prometiera a un capitán un conjuro de vientos a cambio de una minucia. Howl eludió los argumentos de Michael dándole una lección de magia.

Sophie cosía botones en las camisas de Michael mientras escuchaba a Howl repasar un conjuro con su aprendiz.

—Ya sé que yo soy un poco chapucero —estaba diciendo—, pero no hace falta que me imites en eso también. Primero hay que leerlo siempre entero, atentamente. De su forma ob­tendrás mucha información: si se trata de un conjuro de eje­cución, de búsqueda o un simple encantamiento, o si es una mezcla de acción y discurso. Una vez hayas decidido eso, re­pásalo otra vez y decide qué partes significan lo que dicen literalmente y cuáles se han incluido como parte de un rom­pecabezas. Ahora estamos avanzando hacia la magia más po­derosa, y te darás cuenta de que cada conjuro de poder incluye al menos un error o un enigma puesto deliberadamente para evitar accidentes. Tienes que encontrarlos. Por ejemplo, este conjuro…

Mientras escuchaba las respuestas dubitativas de Michael y observaba cómo Howl escribía comentarios en el papel con una pluma extraña que no hacía falta mojar, Sophie se dio cuenta de ella también podía aprender mucho. Se le ocurrió que si Martha había sido capaz de descubrir el conjuro para cambiarse por Lettie en casa de la señora Fairfax, ella podría hacer lo mismo aquí. Con un poco de suerte, no tendría que depender de Calcifer.

Cuando Howl quedó convencido de que Michael había olvidado el tema de cuánto le cobraba a la gente de Porthaven, lo sacó al patio para que le ayudara con el conjuro del Rey. Sophie se levantó con mucho crujir de huesos y avanzó hasta la mesa. El conjuro era bastante claro, pero los comentarios de Howl no los entendía.

—¡Nunca he visto una letra semejante! —se quejó a la ca­lavera—. ¿Escribe con una pluma o con un punzón? —estudiócon impaciencia cada trocito de papel de la mesa y examinólos polvos y líquidos de los tarros asimétricos—. Sí, lo admito —le dijo a la calavera—, soy una fisgona. Y esta es mi recom­pensa. Acabo de enterarme de cómo curar a los pollos enfer­mos, vencer a la tosferina, provocar un vendaval y eliminar el vello de la cara. Si Martha hubiera descubierto estas cosas,
todavía seguiría en casa de la señora Fairfax. Cuando Howl volvió del patio, a Sophie le pareció que examinaba todas las cosas que ella había movido. Pero tal vez fuera solo porque no podía estarse quieto. Después de eso, no supo qué hacer. Sophie le oyó pasear intranquilo toda la no­che. A la mañana siguiente solo pasó una hora en el cuarto de baño. Parecía que no podía contenerse. Michael se puso su mejor traje de terciopelo color ciruela, listo para ir al Palacio de Kingsbury, y los dos envolvieron el abultado conjuro en papel dorado. Debía de ser increíblemente ligero para su ta­maño, pues Michael podía llevarlo solo con facilidad, rodeán­dolo con los dos brazos. Howl giró el pomo sobre la puer­ta de forma que el rojo apuntase hacia abajo y le envió a la calle de casas pintadas.

—Lo están esperando —le dijo—. Solo te van a entretener casi toda la mañana. Diles que hasta un niño podría mane­jarlo. Muéstraselo. Y cuando regreses, tendré preparado un conjuro de poder para que trabajes en él. Hasta luego.

Cerró la puerta y siguió caminando por la habitación.

—No aguanto más aquí dentro —dijo de repente—. Voy a salir a dar un paseo por las colinas. Dile a Michael que el conjuro que le prometí está encima de la mesa. Y esto es para que te entretengas tú.

Sophie descubrió un traje gris y escarlata, tan elegante y extravagante como el azul y plateado, que había caído en su regazo salido de la nada. Mientras tanto, Howl cogió la gui­tarra de su rincón, giró el cuadrado de madera con el verde hacia abajo y salió entre los brezos en movimiento en lo alto de las colinas sobre Market Chipping.

—¡Que no aguanta más aquí dentro! —gruñó Calcifer. En Porthaven había niebla. Calcifer estaba escondido entre los troncos, moviéndose incómodo a un lado y a otro para evitar las gotas que caían de la chimenea—. ¿Cómo se cree que me siento yo, atrapado en un hogar húmedo como este?

—Entonces tendrás que darme al menos una pista sobre cómo romper tu contrato —dijo Sophie, sacudiendo el traje gris y escarlata—. ¡Madre mía, sí que eres un traje elegante, aunque estás un poco desgastado! Hecho para atraer a las jovencitas, ¿verdad?