Justo en ese momento, Howl salió del baño envuelto en un vaho perfumado, con una elegancia extraordinaria. Hasta los bordados de plata del traje parecían más brillantes. Echó un vistazo y volvió rápidamente al cuarto de baño protegiéndose la cabeza con una manga azul y plateada.
—¡Párate quieta, mujer! —dijo—. ¡Deja en paz a esas pobres arañas!
—¡Estas telarañas son una vergüenza! —declaró Sophie, mientras las desgarraba todas a la vez.
—Pues quítalas, pero deja las arañas —ordenó Howl.
A Sophie le pareció que sentía una simpatía malvada por las arañas.
—Pero entonces tejerán más telas —replicó.
—Y matan a las moscas, lo cual es muy útil —dijo Howl—. Deja de mover la escoba mientras cruzo mi propio salón, por favor.
Sophie se apoyó en la escoba y observó cómo Howl cruzaba la habitación y cogía la guitarra. Cuando puso la mano en el picaporte, le dijo:
—Si la mancha roja conduce a Kingsbury y la azul va a Porthaven, ¿adonde lleva la mancha negra?
—¡Qué mujer más fisgona! —dijo Howl—. Esa conduce a mi escondite particular y no te voy a decir dónde está.
Abrió la puerta hacia las colinas que se deslizaban en perpetuo movimiento.
—¿Gol, cuándo volverás? —preguntó Michael en un tono un poco desesperado.
Howl fingió no haberle oído y se dirigió a Sophie.
—Prohibido matar a una sola araña mientras estoy fuera.
La puerta se cerró a sus espaldas. Michael le lanzó a Calcifer una mirada cargada de significado y suspiró. Calcifer crepitó con una risa maliciosa.
Como nadie le explicó adonde había ido Howl, Sophie concluyó que habría salido a cazar jovencitas de nuevo y se puso a trabajar con más vigor que nunca. No se atrevió a hacer daño a ninguna araña después de lo que le había dicho Howl, pero golpeó las vigas con la escoba, gritando:
—¡Largo, arañas! ¡Fuera de mi camino! —las arañas salieron corriendo en todas direcciones mientras las telarañas caían a montones. Entonces tuvo que volver a barrer el suelo, claro. Cuando terminó, se puso de rodillas y lo fregó.
—¡Ojalá te estuvieras quieta! —dijo Michael, sentado en las escaleras para apartarse de ella.
Calcifer, escondido en el fondo del hogar, murmuró:
—¡Ojalá no hubiera hecho ese trato contigo!
Sophie siguió frotando con energía.
—Estaréis mucho más contentos cuando quede limpio y bonito —dijo.
—Pero ahora estoy fastidiado —protestó Michael.
Howl no regresó hasta tarde aquella noche. Para entonces Sophie había barrido y fregado tanto que apenas se podía mover. Estaba sentada hecha un ovillo en la silla, con dolores por todo el cuerpo. Michael agarró a Howl por una manga y se lo llevó al cuarto de baño, donde Sophie lo oyó quejarse con murmullos indignados. Frases como «una vieja terrible» y «¡no hace ni caso!» eran fáciles de distinguir, incluso con los gritos de Calcifer, que aullaba:
—¡Howl, detenla! ¡Nos va a matar a los dos!
Pero lo único que dijo Howl, cuando Michael le soltó, fue:
—¿Has matado alguna araña?
—¡Claro que no! —saltó Sophie. Sus achaques la habían vuelto irritable—. Con solo mirarme salen corriendo. ¿Qué son? ¿Las chicas a las que les has comido el corazón?
Howl se echó a reír.
—No, son arañas normales y corrientes —contestó, y subió con expresión soñadora al piso de arriba.
Michael suspiró. Fue al armario de las escobas y rebuscó hasta sacar un viejo camastro, un colchón de paja y unas mantas, que colocó en el espacio bajo las escaleras.
—Será mejor que duermas aquí esta noche —le dijo a Sophie.
—¿Significa eso que Howl va a dejar que me quede? —preguntó Sophie.
—¡No lo sé! —exclamó Michael irritado—. Howl nunca se compromete a nada. Yo pasé aquí seis meses hasta que pareció darse cuenta de que vivía aquí y me hizo su aprendiz. Pero he pensado que una cama sería mejor que la silla.
—Entonces, muchas gracias —dijo Sophie agradecida.
La cama resultó mucho más cómoda que la silla y cuando Calcifer se quejó de tener hambre a mitad de la noche, Sophie no tuvo problema para salir de ella con mucho crujir de huesos y darle otro tronco.
Durante los días siguientes, Sophie siguió limpiando sin piedad por todo el castillo. Disfrutaba. Diciéndose que estaba buscando pistas, lavó las ventanas, limpió el lavadero y obligó a Michael a quitar todas las cosas de la mesa y los estantes para restregarlos bien. Sacó todas las cosas de los armarios y las que estaban sobre las vigas del techo y también las limpió. Le pareció que la calavera humana empezaba a tener la misma cara de sufrimiento que Michael, de tantas veces como la había movido. Luego colgó una sábana vieja de las vigas más cercanas a la chimenea y le obligó a Calcifer a inclinar la cabeza para limpiar la chimenea. A Calcifer no le gustó nada. Crepitó con una risa malvada cuando Sophie descubrió que el hollín se había extendido por toda la habitación y tuvo que limpiarla de nuevo. Su problema era justamente ese: era implacable con la suciedad, pero le faltaba método. Aunque su tenacidad también tenía cierto método; había calculado que si lo limpiaba todo bien, antes o después terminaría por encontrar el tesoro de Howl, las almas de las jovencitas, o sus corazones mordisqueados, o algo que explicara el contrato de Calcifer. Le pareció que la chimenea, protegida por Calcifer, era un buen escondite. Pero allí no había nada más que montones de hollín, que Sophie guardó en bolsas en el patio trasero. El patio estaba también en su lista de posibles escondrijos.
Cada vez que entraba Howl, Michael y Calcifer se quejaban en voz alta sobre Sophie. Pero Howl no parecía hacerles caso. Ni tampoco parecía notar la limpieza. Y tampoco que el armario de la comida estaba cada vez mejor surtido de pasteles, mermelada y alguna lechuga de vez en cuando.
Porque, como Michael había profetizado, se había extendido el rumor en Porthaven y la gente llamaba a la puerta para ver a Sophie. En Porthaven la llamaban señora Bruja y Madame Hechicera en Kingsbury. El rumor había llegado también a la capital. Aunque los que se acercaban en Kingsbury iban mejor vestidos que los de Porthaven, nadie en ninguno de los dos sitios se atrevía a llamar a la puerta de una persona tan poderosa sin una excusa. Así que Sophie tenía que hacer constantemente pausas en su trabajo para asentir, sonreír y aceptar un regalo, o hacer que Michael preparara rápidamente un conjuro para alguien. Algunos de los regalos eran muy bonitos: cuadros, collares de conchas y delantales. Sophie usaba los delantales a diario y colgó las conchas y los cuadros en las paredes de su cubículo bajo las escaleras, que pronto empezó a parecerle realmente acogedor.
Sophie sabía que lo echaría de menos cuando Howl la despidiera. Cada vez tenía más miedo de que lo hiciese. Sabía que no podría seguir ignorándola para siempre.
Lo siguiente que limpió fue el cuarto de baño. Tardó varios días porque Howl pasaba muchísimo tiempo dentro todas las mañanas antes de salir. En cuanto se marchaba él, dejándolo lleno de vaho y conjuros perfumados, entraba Sophie.
—¡Ahora veremos qué hay de ese contrato! —murmuró en el baño, pero su objetivo fundamental era, naturalmente, el estante de paquetes, tarros y tubos. Los cogió uno por uno, con el pretexto de limpiar la estantería, y pasó casi todo el día examinándolos cuidadosamente para ver si los que tenían el letrero PIEL, OJOS y PELO eran en realidad pedazos de las desventuradas jovencitas. Pero por lo que vio, no eran más que cremas, polvos y pintura. Si en otros tiempos fueron niñas, Howl habría usado el tubo PARA EL DETERIORO y las habría deteriorado de tal forma que era imposible reconocerlas. Sophie confiaba en que los paquetes solo contuvieran cosméticos.
Colocó las cosas de nuevo en la estantería y siguió limpiando. Aquella noche, cuando se acomodó en la silla con dolores por todo el cuerpo, Calcifer se quejó de que por su culpa había secado uno de los manantiales de aguas termales.
—¿Dónde están esas termas? —preguntó Sophie. En aquellos días sentía curiosidad por todo.
—Bajo los pantanos de Porthaven —dijo Calcifer—, pero como sigas así, tendré que traer agua caliente del Páramo. ¿Cuándo vas a dejar de limpiar y a averiguar lo de mi contrato?
—Todo a su tiempo —dijo Sophie—. ¿Cómo voy a sacarle a Howl lo del contrato si no para en casa? ¿Siempre sale tanto?
—Solo cuando anda cortejando a alguna dama —dijo Calcifer.
Cuando el baño quedó limpio y reluciente, Sophie fregó las escaleras y el rellano. Luego entró en el pequeño cuarto de Michael. El muchacho, que para entonces parecía haber aceptado resignadamente a Sophie como una especie de desastre natural, lanzó un grito de desesperación y subió corriendo las escaleras para rescatar sus posesiones más preciadas. Estaban en una caja vieja bajo su pequeño camastro taladrado por la carcoma. Cuando se llevaba la caja con actitud protectora, Sophie vislumbró un lazo azul con una rosa de azúcar, sobre lo que parecían ser cartas.
—¡Así que Michael tiene una enamorada! —se dijo mientras abría la ventana, que también daba a una calle en Porthaven, y sacaba el colchón sobre el alféizar para que se aireara. Teniendo en cuenta lo curiosa que se había vuelto, Sophie se sorprendió a sí misma al no preguntarle quién era aquella chica y cómo la mantenía a salvo de Howl.
Barrió tal cantidad de polvo y basura de la habitación de Michael que estuvo a punto de ahogar a Calcifer intentando quemarlo todo.
—¡Me vas a matar! ¡Eres tan despiadada como Howl! —tosió Calcifer. Solo se le vía el pelo verde y un pedazo azul de su frente alargada.
Michael metió su preciada caja en el cajón de la mesa de trabajo y lo cerró con llave.
—¡Ojalá Howl nos hiciera caso! —dijo—. ¿Por qué tardará tanto con esta chica?
Al día siguiente Sophie intentó empezar con el patio, pero en Porthaven estaba lloviendo. La lluvia azotaba la ventana y repiqueteaba contra la chimenea, provocando el siseo irritado de Calcifer. El patio también formaba parte de la casa de Porthaven, así que estaba diluviando cuando Sophie abrió la puerta. Se cubrió la cabeza con el delantal y trasteó un poco, y antes de mojarse demasiado, encontró un cubo con cal y un pincel largo. Se los llevó dentro y se puso a trabajar en las paredes. Encontró una vieja escalera en el armario y encaló el techo entre las vigas. Siguió lloviendo durante dos días en Porthaven, aunque cuando Howl abrió la puerta con la mancha verde hacia abajo y salió a la colina hacía sol, y las sombras de las nubes corrían sobre el brezo a más velocidad de la que el castillo podía permitirse. Sophie encaló también su cubículo, las escaleras, el rellano y la habitación de Michael.
—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Howl al entrar el tercer día—. Parece que hay mucha más luz.
—Sophie —dijo Michael, con la voz de un condenado.
—Debería haberlo imaginado —comentó Howl mientras desaparecía en el baño.
—¡Se ha dado cuenta! —susurró Michael a Calcifer—. ¡La chica debe estar rindiéndose al fin!
Al día siguiente todavía seguía lloviendo en Porthaven.
Sophie se ató el pañuelo sobre la cabeza, se remangó y se puso el delantal. Cogió la escoba, el cubo y el jabón y, en cuanto Howl salió por la puerta, se dirigió como un anciano ángel vengador a limpiar el cuarto de Howl.
Lo había dejado para el final por temor a lo que pudiera encontrar allí. Ni siquiera se había atrevido a echarle una mirada. Lo cual era una tontería, pensó mientras subía las escaleras con dificultad. Para entonces ya tenía claro que Calcifer se encargaba de hacer toda la magia difícil del castillo y Michael todo el trabajo duro, mientras que Howl salía por ahí a divertirse persiguiendo a las chicas y explotando a los otros dos, igual que Fanny la había explotado a ella. Howl nunca le había parecido particularmente terrorífico. Y ahora no sentía más que desprecio hacia él.
Llegó al rellano y se encontró con Howl en el umbral de su cuarto. Estaba apoyado indolentemente sobre una mano y le bloqueaba totalmente el paso.
—Ni se te ocurra —le dijo en tono agradable—. Me gusta sucio, gracias.
Sophie lo miró con la boca abierta.
—¿De dónde has salido? Te he visto marcharte.
—Eso ha sido para despistar —dijo Howl—. Ya has sido bastante mala con Calcifer y Michael. Era lógico que hoy me tocara el turno a mí. Y a pesar de lo que te haya dicho Calcifer, soy mago. ¿O es que creías que no podía hacer magia?