—¿Estás seguro de que eres honrado? —le preguntó.
—No del todo —admitió el demonio—. ¿Pero es que acaso quieres quedarte así hasta que te mueras? Fiándome de mi experiencia en este tipo de cosas, el conjuro te ha acortado la vida unos sesenta años.
Aquel era un pensamiento horrible, que Sophie había tratado de evitar hasta hora. Pero cambiaba las cosas.
—Ese contrato que te ata —dijo—, es con el mago Howl, ¿no?
—Naturalmente —dijo el demonio. Su voz volvió a gemir un poco—. Estoy atado a este hogar y no puedo moverme ni siquiera a un paso de distancia. Me obliga a realizar casi toda la magia que se hace aquí. Tengo que ocuparme del castillo, mantenerlo en movimiento y hacer todos esos efectos especiales que asustan a la gente, además de todas las otras cosas que Howl quiera de mí. Howl es un desalmado, ¿sabes?
Sophie no necesitaba que le dijeran que Howl era un desalmado. Por otra parte, el demonio seguramente era igual de malvado.
—¿Y tú no sacas nada de este contrato? —le preguntó.
—Si no sacara algo, no lo habría firmado —dijo el demonio, chispeando con tristeza—. Pero de haber sabido lo que me esperaba, no lo hubiera hecho. Me están explotando.
Pese a su desconfianza, Sophie se compadeció de él. Pensó en sí misma haciendo sombreros mientras Fanny se divertía por ahí.
—Está bien —dijo—. ¿Cuáles son los términos de tu contrato? ¿Cómo lo rompo?
Una sonrisa púrpura e impaciente se extendió por el rostro azul del demonio.
—¿Aceptas el trato?
—Si tú aceptas romper mi encantamiento —replicó Sophie, con el valiente presentimiento de haber dicho algo fatal.
—¡Hecho! —gritó el demonio, elevando su larga cara y satisfecha hacia la chimenea—. jRomperé tu hechizo en el mismo momento en que rompas mi contrato!
—Entonces dime cómo romper tu contrato —dijo Sophie.
Los ojos anaranjados la miraron y luego se apartaron.
—No puedo. Una parte del contrato es que ni el mago ni yo podemos revelar cuál es la cláusula principal.
Sophie comprendió que la habían engañado. Abrió la boca para decirle al demonio que en ese caso podía quedarse en el hogar hasta el día del juicio final. El demonio se dio cuenta de sus intenciones.
—¡Espera un momento! —crepitó—. Puedes averiguar qué es si observas y escuchas atentamente. Te suplico que lo intentes. A la larga, este contrato no nos hace bien a ninguno de los dos. Y sé cumplir mi palabra. ¡El hecho de que esté aquí preso muestra que la estoy cumpliendo!
Lo decía en serio, saltando entre los troncos con gran agitación. Sophie volvió a sentir mucha compasión por él.
—Pero si tengo que observar y escuchar, eso quiere decir que tengo que quedarme aquí en el castillo de Howl —objetó.
—Solo será un mes o así. Recuerda que yo también tengo que estudiar tu conjuro —suplicó el demonio.
—¿Pero qué excusa puedo poner para quedarme? —preguntó Sophie.
—Ya se nos ocurrirá algo. Howl es un desastre para muchas cosas. De hecho —dijo el demonio, siseando como una víbora—, está demasiado pagado de sí mismo para ver más allá de sus narices la mitad de las veces. Podemos engañarle, si es que decides quedarte.
—Muy bien —dijo Sophie—, me quedaré. Ahora busca una excusa.
Se arrellanó cómodamente en la silla mientras el demonio pensaba. Y pensaba en voz alta, con murmullos crepitantes y resplandecientes que a Sophie le recordaron bastante a cómo hablaba ella con su bastón cuando venía por el camino, y mientras pensaba ardía con un crepitar tan alegre y poderoso que volvió a quedarse dormida. Le pareció que el demonio había hecho algunas sugerencias. Recordó haber negado con la cabeza ante la propuesta de fingir ser la tía abuela de Howl que se había perdido hacía mucho tiempo, y un par de ideas aún más descabelladas, pero no se acordaba muy bien. Al final al demonio le dio por cantar una tonada dulce y flameante. No estaba en ningún idioma que Sophie conociese, o eso le pareció, hasta que distinguió la palabra sartén varias veces. Y era muy indicada para dormir. Sophie cayó en un sueño profundo, con la ligera sospecha de que la estaban hechizando además de engañando, pero no le molestó particularmente. Pronto se habría librado del conjuro…
CAPÍTULO 4.
“En el que Sophie descubre varias cosas extrañas”
Cuando Sophie se despertó, caía sobre ella la luz de la mañana. Como no recordaba que hubiera ninguna ventana en el castillo, lo primero que pensó fue que se había quedado dormida adornando sombreros y que había soñado que se marchaba de casa. Frente a ella, el fuego se había convertido en unas brasas rosadas y cenizas blancas, lo que terminó por convencerla de que el demonio del fuego había sido un sueño. Pero sus primeros movimientos le dijeron que algunas cosas no las había soñado. Le crujieron todas las articulaciones del cuerpo.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Me duele todo!
La voz que exclamó era un hilillo débil y cascado. Se llevó la mano nudosa a la cara y palpó las arrugas. Y entonces se dio cuenta de que había pasado todo el día anterior conmocionada. Ahora estaba muy enfadada con la bruja del Páramo por haberle hecho aquello, terriblemente furiosa—. ¡Qué es eso de entrar en las tiendas y volver vieja a la gente! —exclamó—. ¡Ya verás tú lo que le voy a hacer yo a ella!
Su rabia la hizo ponerse de pie con una salva de crujidos y chirridos y acercarse lentamente hacia la ventana. Estaba sobre el banco de trabajo. Se quedó totalmente sorprendida al descubrir que la ventana daba a una ciudad costera. Vio una calle empinada sin pavimentar, flanqueada por casas pequeñas de aspecto pobre, y distinguió los mástiles que se erguían más allá de los tejados. Por detrás de los mástiles percibió un reflejo del mar, que nunca había visto en su vida.
—¿Pero dónde estoy? —preguntó Sophie a la calavera que estaba sobre la mesa—. No espero que me contestes a eso, amigo mío —añadió apresuradamente al recordar que estaba en el castillo de un mago y dio media vuelta para estudiar la habitación.
Era una sala pequeña, con vigas negras y pesadas en el techo. A la luz del día vio que estaba increíblemente sucia. Las piedras del suelo estaban manchadas y grasientas, detrás de la pantalla de la chimenea se apilaba la ceniza y de las vigas colgaban polvorientas telarañas. La calavera estaba cubierta por una capa de polvo. Sophie la limpió distraídamente al pasar a mirar la pila de lavar que estaba junto a la mesa. Le dio un escalofrío al ver el limo verde y rosa que la recubría y la baba blanquecina que goteaba de la bomba de agua. Era evidente que a Howl no le importaba que sus sirvientes vivieran rodeados de mugre.
El resto del castillo tenía que estar al otro lado de alguna de las cuatro puertas negras que había en la habitación. Sophie abrió la más cercana, junto a la mesa, que daba a un gran cuarto de baño. En algunos aspectos era un baño que normalmente solo se encontraría en un palacio, lleno de lujos como un retrete interior, una ducha, una inmensa bañera con patas de león y espejos en todas las paredes. Pero estaba incluso más sucio que la otra habitación. Sophie se alejó asqueada del retrete, arrugó la nariz al ver el color de la bañera, retrocedió ante el moho verde que crecía en la ducha y pudo soportar el ver su imagen arrugada en los espejos porque estaban cubiertos por pegotes y churretes de sustancias innombrables. Las sustancias innombrables propiamente dichas se acumulaban sobre un estante muy grande que colgaba sobre la bañera. Estaban en tarros, cajas, tubos y en cientos de paquetitos y bolsas arrugadas de papel marrón. El tarro más grande tenía un nombre. Decía POLVOS SECANTES con letras torcidas. Cogió al azar un paquete que decía PIEL y lo volvió a colocar en su lugar. En otro ponía OJOS con la misma letra. En un tubo se leía PARA EL DETERIORO.
—Pues parece que funciona —murmuró Sophie mirando en el lavabo con un escalofrío. El agua corrió por la loza cuando abrió un grifo que podría haber sido de cobre y se llevo algo del deterioro. Sophie se aclaró las manos y la cara con el agua sin tocar el lavabo, pero no tuvo valor de usar los POLVOS SECANTES. Se secó el agua con la falda y luego fue hacia la siguiente puerta negra.
Aquella daba a un tramo de escaleras destartaladas. Sophie oyó a alguien moverse arriba y cerró la puerta a toda prisa. Parecía que solo daba a una especie de altillo. Avanzó cojeando hasta la siguiente. Ya se movía con mayor facilidad. Era una anciana resistente, como había descubierto el día anterior.
La tercera puerta daba a un patío trasero con altos muros de ladrillo. Había un gran montón de leña y otras pilas desordenadas de trozos sueltos de hierro, ruedas, cubos, planchas de metal, cables, todo ello amontonado hasta casi sobrepasar la altura del muro. Sophie cerró también aquella puerta, totalmente confundida, porque parecía que no encajaba con el castillo. Por encima del muro de ladrillo no se veía ningún castillo. Solo el cielo. Lo único que se le ocurrió fue que aquella parte del castillo daba a la pared invisible que la había detenido la noche anterior.
Abrió la cuarta puerta y no era más que un armario de la limpieza, con dos capas elegantes de terciopelo, algo polvorientas, colgadas de los palos de las escobas. Sophie volvió a cerrarla despacio. La única puerta que quedaba era la de la pared de la ventana, por la que había entrado la noche anterior. Se acercó hacia ella y la abrió con cautela.
Durante unos momentos se quedó contemplando el paisaje de las colinas que se movían lentamente, el brezo que se deslizaba por debajo de la puerta y el viento que alborotaba su pelo escaso. Podía oír el traqueteo y el roce que producían las grandes piedras negras con el movimiento del castillo. Luego cerró la puerta y fue hacia la ventana. Allí estaba de nuevo la ciudad costera. No era un cuadro. Una mujer había abierto una puerta al otro lado de la calle y estaba barriendo. Al otro lado de la casa, una vela gris se izaba sacudiendo el mástil, molestando a una bandada de gaviotas que echó a volar en círculos sobre el mar reluciente.
—No lo entiendo —le dijo Sophie a la calavera. Y luego, como el fuego parecía casi apagado, le puso un par de troncos y quitó con el rastrillo parte de la ceniza. Las llamas verdes se elevaron de los troncos, pequeñas y rizadas, y formaron una cara alargada y azul con una cabellera verde llameante.
—Buenos días —dijo el demonio del fuego—. No olvides que tenemos un trato.
Así que no había sido un sueño. Sophie no solía llorar, pero se sentó en la silla durante un buen rato mirando a la cara borrosa y danzarina del demonio del fuego, y no prestó mucha atención a los sonidos que hacía Michael al levantarse, hasta que lo vio de pie frente a ella, con aspecto avergonzado y un poco exasperado.
—Todavía estás aquí —dijo—. ¿Te pasa algo?
Sophie se sorbió las lágrimas.
—Soy vieja —comenzó.
Pero, como le había dicho la bruja y el demonio del fuego había adivinado, no podía hablar de ello. Michael dijo alegremente:
—Bueno, a todos nos llega con el tiempo. ¿Te gustaría tomar algo para desayunar?
Sophie descubrió que realmente era una anciana resistente. Después de haber comido solo pan y queso en el almuerzo del día anterior, ahora estaba hambrienta.
—¡Sí! —asintió. Y cuando Michael fue al armario, se levantó y miró por encima del hombro para ver qué había de comer.
—Me temo que solo hay pan y queso —dijo Michael algo tenso.
—¡Pero si hay una cesta entera de huevos! —dijo Sophie—. ¿Y no es eso beicon? ¿Y qué tal si bebemos algo caliente? ¿Dónde está la tetera?
—No tenemos —dijo Michael—. Y Howl es el único capaz de cocinar.
—Yo también sé cocinar —dijo Sophie—. Dame esa sartén y te lo demostraré.
Alargó la mano para coger una sartén grande y negra que colgaba en la pared del armario, a pesar de que Michael intentó evitarlo.
—No lo entiendes —dijo Michael—. Es Calcifer, el demonio del fuego. Solo inclina la cabeza para cocinar ante Howl.
Sophie dio media vuelta y miró al demonio, que llameó con aspecto desafiante.
—Me niego a que me exploten —dijo.
—¿Quieres decir que no puedes ni siquiera beber algo caliente si Howl no está? —le preguntó Sophie a Michael. Michael asintió avergonzado—. ¡Entonces es a ti a quien están explotando! —exclamó Sophie—. Dame eso —cogió la sartén de las manos reacias de Michael y agarró el beicon, luego metió una cuchara de madera en la cesta de los huevos y avanzó con todo aquello hacia la chimenea—. A ver, Calcifer —dijo—, vamos a dejarnos de tonterías. Inclina la cabeza.