El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

La mano fue incapaz de tocarla. Algún tipo de pared in­visible la detuvo a un palmo de la puerta. Sophie la empujó con un dedo irritado. Como aquello no sirvió de nada, lo in­tentó con el bastón. La pared invisible parecía cubrir por arriba toda la puerta hasta donde alcanzaba su vara y, por abajo, hasta el brezo que sobresalía por debajo del escalón de entrada.

—¡Ábrete! —le dijo Sophie.

No sirvió de nada.

—Muy bien —dijo Sophie—. Pues encontraré tu puerta trasera.

Avanzó hacia la esquina izquierda del castillo, que estaba más cerca y ligeramente cuesta abajo. Pero no fue capaz de doblarla. La pared invisible la volvió a detener en cuanto llegó a la altura de la esquina irregular. Entonces, Sophie dijo una palabra que había aprendido de Martha, que ni las ancianas ni las niñas pequeñas deben pronunciar, y avanzó a trompicones; cuesta arriba, en el sentido contrario a las agujas del reloj, hacia la esquina derecha del castillo. Allí no había ninguna barrera. Dobló la esquina y avanzó impaciente hacia el segundo portón
negro situado en medio de aquella pared del castillo.

El humo negro sopló sobre ella y Sophie tosió. Ahora estaba enfadada. Era vieja, frágil, tenía frío y le dolía todo. La noche había caído y aquel castillo le había soplado humo en la cara.

—¡Voy a hablar con Howl sobre esto! —dijo, y se lanzó con fiereza hacia la siguiente esquina. Tampoco allí había nin­guna barrera. Era obvio que había que dar la vuelta al castillo en sentido contrario a las agujas del reloj. En aquella pared había una tercera puerta, mucho más pequeña y desvencijada.

—¡Por fin la puerta trasera! —exclamó Sophie.

El castillo volvió a moverse en cuanto Sophie se acercó a aquella entrada. El suelo tembló. Las paredes se estremecieron y crujieron, y la puerta empezó a moverse de lado alejándose de ella.

—¡No, no hagas eso! —gritó Sophie. Corrió tras la puerta y la golpeó violentamente con el bastón—. ¡Ábrete! —aulló.

La puerta se abrió de golpe hacia adentro, mientras seguía alejándose. Sophie, cojeando furiosamente, consiguió poner un pie sobre el escalón. Luego saltó y se tropezó y volvió a saltar, mientras los grandes bloques negros alrededor de la puerta se movían y crujían a medida que el castillo cogía velocidad sobre la desigual ladera. A Sophie no le extrañó que el castillo tuviera una planta tan torcida. Lo que la maravillaba era que no se cayera a pedazos allí mismo.

—¡Qué manera más estúpida de tratar un edificio! —jadeó mientras se arrojaba en su interior. Tuvo que soltar el bastón y agarrarse a la puerta abierta para no salir despedida hacia fuera inmediatamente.

Cuando consiguió recuperar un poco el aliento, se dio cuenta de que ante ella había una persona de pie, sujetando la puerta. Era una cabeza más alto que Sophie, pero vio que era casi un niño, solo un poco mayor que Martha. Y parecía que intentaba cerrar la puerta y echarla de la habitación que veía al otro lado, cálida a la luz de las lámparas, con el techo bajo de vigas descubiertas, para expulsarla otra vez hacia la noche.

—¡Ni se te ocurra cerrarme la puerta en las narices, jovencito! —le dijo.

—No era mi intención, pero usted está dejando la puerta abierta —protestó—, ¿Qué quiere?

Sophie miró a su alrededor. Había varias cosas probablemente mágicas colgando de las vigas, ristras de cebollas, ma­nojos de hierbas y paquetes de extrañas raíces. También había otras que eran mágicas sin duda alguna, como libros con tapas de cuero, botellas torcidas y una calavera humana vieja, ma­rrón y sonriente. Al otro lado del muchacho había una chi­menea con un fuego pequeño ardiendo en el hogar. Era un fuego más pequeño de lo que el humo del exterior hacía su­poner, pero obviamente aquella era solamente una sala trasera del castillo. Y, lo que era más importante para Sophie, aquel fuego había alcanzado la etapa rosada y tranquila, con llamas azules bailando sobre los troncos, y junto a él, en la situación más cálida, había una silla baja con cojines.

Sophie empujó al muchacho a un lado y se lanzó hacia la silla.

—¡Ah! ¡Mi fortuna! —dijo, acomodándose. Era una delicia. El fuego calentó sus achaques y la silla confortó su espalda y entonces supo que si alguien quería echarla de allí, tendría que usar la magia más extrema y violenta para conseguirlo.

El muchacho cerró la puerta. Luego cogió el bastón de Sophie y lo apoyó educadamente contra su silla. Sophie se dio cuenta de que no había ningún indicio de que el castillo es­tuviera moviéndose sobre la ladera: ni siquiera se oía el eco del traqueteo ni se percibía el menor temblor. ¡Qué raro!

—Dile al mago Howl —le dijo al joven— que este castillo se le va a derrumbar sobre la cabeza si sigue moviéndose así.

—El castillo está encantado para no derrumbarse —respon­dió el muchacho—. Pero me temo que Howl no se encuentra aquí en este momento.

Aquello era una buena noticia para Sophie.

—¿Cuándo volverá? —preguntó un poco nerviosa.

—Probablemente no regrese hasta mañana —contestó el muchacho—. ¿Qué quiere usted? ¿Puedo ayudarla yo? Soy Michael, el ayudante de Howl.

Aquello sí que era una buena noticia.

—Me temo que solo un mago me puede ayudar —dijo Sophie rápidamente y con firmeza. Y probablemente era ver­dad—. Esperaré, si no te importa.

Era evidente que a Michael sí le importaba. Se quedó allí cerca sin saber qué hacer. Para dejarle claro de que no tenía intención la expulsara de allí un simple ayudante, Sophie ce­rró los ojos y fingió tener sueño.

—Dile que me llamo Sophie —murmuró—. La vieja Sophie —añadió, para que no hubiera peligro.

—Seguramente tendrá que esperar toda la noche —dijo Michael.

Como eso era exactamente lo que Sophie quería, fingió no oírlo. De hecho estaba casi segura de haberse quedado dor­mida. Estaba cansadísima de tanto andar. Al cabo de un mo­mento Michael se rindió y volvió a lo que estaba haciendo en el banco de trabajo donde se encontraba la lámpara.

Sophie pensó adormilada que tendría refugio toda la no­che, aunque fuera con una excusa un poco falsa. Como Howl era un hombre tan malvado, probablemente le estaba bien empleado. Pero su intención era estar muy lejos de allí para cuando Howl apareciese y se opusiera a sus planes.

Dirigió una mirada soñolienta y tímida al aprendiz. Le sorprendió que fuese un joven tan agradable y educado. A fin de cuentas, había entrado por la fuerza con muy mala edu­cación y Michael no se había quejado en absoluto. Tal vez Howl lo mantenía en la más abyecta servidumbre. Pero Mi­chael no parecía servil. Era un joven alto y moreno con un rostro agradable, y vestía de forma totalmente respetable. La verdad es que si Sophie no lo hubiera visto en aquel mismo momento verter cuidadosamente un líquido verde de un fras­co retorcido sobre un polvo negro en un jarro de cristal deformado, lo hubiera tomado por el hijo de un próspero gran­jero. ¡Qué extraño!

Pero claro, era normal que las cosas fueran raras cuando se trataba de magos, pensó Sophie. Y aquella cocina o taller era muy tranquila y de lo más acogedora. Sophie cayó dor­mida y se puso a roncar. No se despertó cuando se produjo un relámpago y una explosión apagada en la mesa de trabajo, seguida de una palabrota de Michael a medio pronunciar. Tampoco se despertó cuando Michael, chupándose los dedos quemados, abandonó el conjuro por aquella noche y sacó pan y queso del armario. Siguió dormida cuando Michael tiró al suelo el bastón sin querer, armando un gran alboroto, al es­tirarse por encima de ella para alcanzar un tronco que echarle al fuego, o cuando, al ver la boca abierta de Sophie, le co­mentó a la chimenea:

—Tiene todos los dientes. No será la bruja del Páramo, ¿no?

—No la habría dejado entrar si lo fuera —contestó la chi­menea.

Michael se encogió de hombros y recogió educadamente el bastón de Sophie. Luego puso otro tronco en el fuego con la misma educación y se marchó a acostarse en el piso de arriba.

A mitad de la noche a Sophie le despertaron unos ronqui­dos. Se estiró sobresaltada y muy irritada al descubrir que la única que había estado roncando era ella. Le parecía que aca­baba de quedarse dormida solo unos segundos, pero en ese breve tiempo Michael había desaparecido, llevándose la luz con él. Seguro que un aprendiz de mago aprendía a hacer esas cosas en la primera semana. Y había dejado el fuego muy bajo. Estaba silbando y chisporroteando, molesto. Una ráfaga de aire frío sopló sobre la espalda de Sophie. Recordó que estaba en el castillo de un mago y también, sin lugar a dudas, que había una calavera humana en el banco de trabajo detrás de ella.

Se estremeció y volvió su cuello viejo y rígido, pero, solo distinguió la oscuridad.

—Vamos a poner un poco más de luz, ¿no? —se dijo. Su vocecilla cascada pareció no hacer más ruido que el crepitar del fuego.

Sophie se sorprendió. Esperaba que hubiera eco en los techos abovedados del castillo. De todas formas, había una cesta con leña a su lado. Alargó el brazo con un crujido y echó un tronco al fuego, que envió un chorro de chispas ver­des y azules hacia la chimenea. Echó otro tronco y se apoyó de nuevo en el respaldo, sin dejar de mirar nerviosa a su espalda, donde el reflejo azul violeta del fuego danzaba sobre la superficie bruñida de la calavera. La sala era bastante pe­queña. Y allí no había nadie más que Sophie y la calavera.

—Él ya tiene los dos pies en la tumba y yo solo uno —se consoló mientras se volvía de nuevo hacia el fuego, que ahora había crecido con llamas azules y verdes—. Debe de haber sal en esa madera —murmuró Sophie. Se acomodó mejor, colo­cando los pies nudosos sobre la pantalla de la chimenea y la cabeza en una esquina de la silla, desde donde veía las llamas de colores, y empezó a pensar soñolienta qué haría por la mañana. Pero se despistó un poco al imaginar que había una cara entre las llamas—. Sería una cara delgada y azul —susu­rró—, muy alargada y delgada, con una nariz fina y azul. Pero esas llamas rizadas y verdes de arriba son sin duda el pelo. ¿Y si no me marcho antes de que regrese Howl? Los magos pueden quitar encantamientos, supongo. Y esas llamas moradas cerca del fondo son la boca. Tienes unos dientes feroces, amigo mío. Y esos dos mechones de llamas verdes son las cejas… —curiosamente, las únicas llamas naranjas del fuego estaban de­bajo de las cejas verdes, como dos ojos, y cada una tenía un reflejo morado en el medio que Sophie podía casi imaginar que la estaban mirando, como la pupila de un ojo—. Por otra parte —continuó Sophie, mirando las llamas naranjas—, si me librara del encantamiento, se comería mi corazón en un santiamén.

—¿No quieres que te coma el corazón? —preguntó el fuego.

No había duda de que había sido el fuego el que había hablado. Sophie vio cómo se movía la boca púrpura cuando salieron las palabras. La voz era casi tan cascada como la suya, llena de los suspiros y los chisporroteos de la madera al arder.

—Claro que no —dijo Sophie—. ¿Qué eres?

—Soy un demonio del fuego —contestó la boca púrpura. Había más de suspiro que de rencor en su voz cuando ex­plicó—: Estoy atado a esta chimenea por un contrato. No pue­do moverme de aquí —entonces la voz se convirtió en vivaz y chispeante—. ¿Y quién eres tú? —le preguntó—. Veo que estás bajo un encantamiento.

Eso espabiló a Sophie de su sopor.

—¡Lo notas! —exclamó—. ¿Me lo puedes quitar?

Se oyó un silencio crepitante y ardiente mientras los ojos anaranjados en el rostro azul del demonio recorrían a Sophie de arriba abajo.

—Es un conjuro muy potente —dijo por fin—. A mí me parece uno de los de la bruja del Páramo.

—Lo es —respondió Sophie.

—Pero hay algo más —añadió el demonio—. Detecto dos capas. Y por supuesto no puedes contárselo a nadie a menos que ya lo sepan —miró a Sophie un momento más—. Tendré que estudiarlo.

—¿Cuánto tardarás? —preguntó Sophie.

—Puedo tardar un buen rato —dijo el demonio. Y añadió con una chispa suave y persuasiva—: ¿Qué te parece si hacemos un trato? Yo romperé tu hechizo si tú accedes a romper este contrato que me tiene sometido.

Sophie miró con desconfianza el rostro delgado y azul del demonio. Había hecho aquella propuesta con una expresión cargada de astucia. Por todos los libros que había leído, sabía que era extremadamente peligroso hacer tratos con un de­monio. Y no había duda de que aquel parecía especialmente malvado, con aquellos largos dientes morados.