El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—¿Quiere decir que es usted la bruja del Páramo? —tembló Sophie. Le pareció que la voz le había cambiado del mie­do y el asombro.

—Lo soy —dijo la dama—. Y a ver si esto le enseña a no entrometerse con cosas que me pertenecen.

—No creo que yo haya hecho algo así. Debe de haber algún error —gimió Sophie. El hombre la estaba mirando com­pletamente horrorizado, aunque ella no sabía por qué.

—No es ningún error, señora Hatter —dijo la bruja—. Va­mos, Gastón —se dio la vuelta y avanzó hasta la puerta de la tienda. Mientras el hombre la abría servilmente, la bruja se dio la vuelta y le dijo a Sophie—: Por cierto, no podrás decirle a nadie que estás bajo los efectos de un conjuro —dijo. La puerta de la tienda se dobló tras ella como una campana fú­nebre.

Sophie se llevó las manos a la cara, preguntándose qué habría visto el hombre. Y palpó arrugas suaves y curtidas por el sol. Se miró las manos y también estaban arrugadas, y muy delgadas, con grandes venas en el dorso y nudillos huesudos. Se levantó las faldas y bajó la vista hasta los delgados y de­crépitos tobillos y unos pies que habían deformado los zapa­tos. Eran las piernas de una persona de unos noventa años y parecían ser de verdad.

Sophie se acercó al espejo y descubrió que cojeaba. El rostro del espejo estaba bastante tranquilo, porque encontró lo que esperaba ver: el rostro de una anciana enjuta, demacrada y morena, rodeado de un halo de escaso pelo blanco. Sus propios ojos, amarillentos y acuosos, la miraron con expresión trágica.

—No te preocupes, viejita —le dijo Sophie a la imagen—. Pareces estar muy sana. Además, esta cara se corresponde me­jor con tu estado de ánimo.

Pensó en su situación con bastante calma. Todo parecía haberse vuelto tranquilo y distante. Ni siquiera estaba espe­cialmente enfadada con la bruja del Páramo.

—Bueno, claro que tendré que ocuparme de ella en cuanto tenga oportunidad —se dijo—, pero mientras tanto, si Lettie y Martha pueden soportar ser otra, yo también puedo aguantarlo. Lo que no puedo hacer es quedarme aquí. A Fanny le daría un ataque. A ver. Este traje gris es apropiado, pero ne­cesito el chal y algo de comida.

Avanzó cojeando hasta la puerta y colocó con cuidado el cartel de CERRADO. Las articulaciones le crujían al moverse. Tenía que caminar despacio e inclinada hacia delante. Pero descubrió aliviada que era una anciana fuerte. No se sentía débil o enferma, solo agarrotada. Fue a recoger su chal y se lo colocó por encima de la cabeza, como hacían las señoras mayores. Luego recorrió lentamente la casa y recogió su bolsa con unas cuantas monedas y un hatillo con pan y queso. Salió de la casa, escondió la llave con cuidado en el sitio de siempre y se alejó calle abajo cojeando, sorprendida por lo tranquila que se sentía.

Dudó si despedirse de Martha, pero no le gustó la idea de que no la reconociera. Era mejor marcharse sin más. De­cidió que escribiría a sus dos hermanas cuando llegara a don­de fuera y siguió andando, atravesando el prado donde había estado la feria, cruzando un puente y recorriendo senderos. Era un día cálido de primavera. Sophie descubrió que ser un vejestorio no le impedía disfrutar de los colores y aromas de mayo en los setos del camino, aunque tenía la vista un poco nublada. Le empezó a doler la espalda. Avanzaba a buen paso, pero necesitaba un bastón. Iba mirando a los lados, por si veía algún palo suelto.

Su vista no era tan buena como antes. Le pareció ver un palo, a una distancia de una milla más o menos, pero cuando tiró de él resultó ser el extremo de un espantapájaros que alguien había arrojado al seto. Sophie lo colocó de pie. La cara era un nabo arrugado. Sophie se compadeció de él. En lugar de hacerlo pedazos y quedarse con el palo, lo colocó entre dos ramas del seto de forma que se cernía amenazadora sobre los espinos. Sophie lo enderezó y las mangas hechas jirones ondearon sobre los palos.

—Ya está —dijo, y su propia voz ronca la sorprendió tanto que se rió con una carcajada seca—. Ninguno de los dos ser­vimos para mucho, ¿verdad, amigo? Tal vez consigas volver a tu campo si te dejo aquí donde la gente te pueda ver —siguió adelante por el sendero, pero se le ocurrió algo y se dio la vuelta—. Si no estuviera condenada al fracaso por mi posición en la familia —le dijo al espantapájaros—, podrías convertirte en un ser vivo y ayudarme a hacer fortuna. Pero de todas formas te deseo suerte.

Volvió a reírse por lo bajo mientras continuaba. Tal vez estuviera un poco loca, pero eso era normal en las ancianas de su edad.

Alrededor de una hora más tarde encontró un palo cuando se sentó a descansar y a comer el pan y el queso. Oyó ruidos que venían del seto, a su espalda, pequeños gemidos ahogados, seguidos de tirones que hicieron volar pétalos de los arbustos. Sophie se incorporó sobre sus huesudas rodillas para escudri­ñar entre las hojas, flores y espinas, y descubrió que allí den­tro, en el interior del seto, había un perro gris y delgaducho. Estaba atrapado sin remedio con un palo grueso que de alguna forma se había enredado con una cuerda que el perro tenía atada alrededor del cuello. El palo se había enganchado entre dos ramas del seto, de forma que el animal apenas podía mo­verse. Al ver la cara de Sophie, miró de un lado a otro des­pavorido.

De niña, a Sophie le daban miedo todos los perros. In­cluso a su edad se alarmó al ver las dos hileras de colmillos relucientes en las mandíbulas abiertas de aquel animal. Pero se dijo a sí misma: «Tal y como estoy ahora, casi no merece la pena preocuparse», y buscó las tijeras en la bolsa de cos­tura. Cuando las encontró, metió la mano entre las ramas y se puso a cortar la cuerda que el perro tenía alrededor del cuello.

El perro era totalmente salvaje. Intentó alejarse de ella y gruñó. Pero Sophie siguió cortando con valentía.

—Te vas a morir de hambre o a asfixiarte —le dijo al perro con voz cascada—, a menos que me dejes que te suelte. De hecho, me parece que han intentado estrangularte. A lo mejor por eso eres tan fiero.

Le habían atado la cuerda con fuerza alrededor del cuello, y el palo había servido para retorcerla con maldad. Sophie tuvo que esforzarse mucho para conseguir cortar la cuerda y que el perro pudiera salir por debajo del palo.

—¿Quieres un poco de pan con queso? —le preguntó So­phie. Pero el perro le gruñó, se abrió paso hacia el lado opues­to del seto y se alejó—. ¡Qué ingrato! —exclamó frotándose los brazos arañados—. Pero me has dejado un regalo sin quererlo.

Sacó el palo que había tenido el perro atrapado en el seto y descubrió que era un bastón bien torneado con la punta de metal. Sophie terminó el pan y el queso y se puso de nuevo en camino. El sendero se fue haciendo cada vez más empinado y el bastón le sirvió de gran ayuda. También le servía de compañero de conversación. Al fin y al cabo, las personas mayores suelen hablar solas.

—Ya van dos encuentros —dijo—, y ni rastro de gratitud mágica en ninguno de los dos. De todas formas, eres un buen bastón. No me quejo. Pero estoy segura de que me aguarda un tercer encuentro, mágico o no. Es más, insisto en que tiene que haberlo. Me pregunto qué será.

El tercer encuentro llegó hacia el final de la tarde. Cuando Sophie había avanzado hasta la parte alta de las colinas, un campesino se acercó hacia ella silbando por el sendero. Sophie pensó que sería un pastor, que volvía a casa tras cuidar de sus ovejas. Era un hombre joven muy apuesto, de unos cua­renta años más o menos.

—¡Dios mío! —se dijo Sophie—. Esta mañana me habría parecido un hombre mayor. ¡Cómo lo cambia todo el punto de vista!

Cuando el hombre vio a Sophie murmurando para sí, se apartó con cuidado hacia el otro lado del sendero y la saludó con gran amabilidad.

—¡Buenas tardes, madre! ¿Hacia dónde va?

—¿Madre? —dijo Sophie—. ¡Yo no soy tu madre, joven!

—Era solo una forma de hablar —dijo el pastor, apartán­dose lentamente hacia el seto del otro lado—. Solo le he pre­guntado por educación, al verla caminar por las colinas a esta hora de la tarde. No volverá a Upper Folding antes de que anochezca, ¿verdad?

Sophie no se había parado a pensarlo. Se detuvo y lo consideró.

—Lo cierto es que no importa —dijo, a medias para sí misma—. No se puede ser escrupuloso cuando se sale a buscar fortuna.

—¿De verdad, madre? —dijo el pastor. Ya había dejado atrás a Sophie y pareció sentirse más tranquilo—. Entonces le deseo buena suerte, siempre que su fortuna no tenga nada que ver con hechizar el ganado de los demás.

Y avanzó sendero abajo a grandes zancadas, casi corriendo.

Sophie lo miró indignado.

—¡Me ha tomado por una bruja! —le dijo a su bastón.

Le dieron ganas de asustar al pastor gritando cosas desa­gradables, pero le pareció una maldad. Siguió avanzando cues­ta arriba, refunfuñando. Al poco tiempo llegó a las tierras altas cubiertas de brezos, donde los setos de ambos lados del ca­mino habían desaparecido. A lo lejos se veían pendientes cu­biertas de hierba amarilla que se agitaba con el viento. Sophie siguió adelante con determinación. Para entonces le dolían los pies viejos y nudosos, la espalda y las rodillas. Estaba tan cansada que no podía ni murmurar, pero siguió adelante, ja­deando, hasta que el sol se acercó al horizonte. Y de repente comprendió que no podía dar un paso más.

Se dejó caer sobre una piedra junto al camino, preguntán­dose qué hacer.

—¡La única fortuna en la que puedo pensar ahora mismo es una silla cómoda! —exclamó.

La piedra resultó ser una especie de mirador, que le ofre­ció a Sophie una vista magnífica del camino por el que había venido. A sus pies se extendía casi todo el valle con sus cam­pos, vallados y setos, los meandros del río y las mansiones elegantes de los ricos que resplandecían entre las arboledas bajo el sol poniente, hasta llegar a las montañas azules a lo lejos. Justo debajo se veía Market Chipping. Sophie contempló sus calles que le resultaban tan familiares. Ahí estaban la Plaza del Mercado y casa Cesari. Podría haber tirado una piedra por la chimenea de su casa, junto a la sombrerería.

—¡Qué cerca estoy todavía! —le dijo Sophie a su bastón, desanimada—. ¡Tanto andar para llegar justo encima de mi propio tejado!

Cuando el sol se ocultó se quedó fría sentada en aquella piedra. Hacía un viento desagradable que soplaba desde todos los lados al mismo tiempo cuando Sophie intentaba guarecerse de él. Ahora ya no le parecía tan poco importante pasar la noche en las colinas. No dejaba de pensar, cada vez con mayor insistencia, en una silla cómoda junto a la chimenea, y tam­bién en la oscuridad y los animales salvajes. Pero si regresaba hacia Market Chipping, no llegaría antes de la medianoche. Lo mismo le daba seguir adelante. Suspiró y se levantó. Le crujieron todos los huesos. Era horrible, le dolía todo.

—¡Nunca me había dado cuenta de lo que tienen que soportar los ancianos! —exclamó mientras avanzaba cuesta arriba con dificultad—. De todas formas, no creo que me coman los lobos. Debo estar demasiado seca y dura. Es un consuelo.

La noche venía con rapidez y las altas colinas cubiertas de brezo eran de un azul grisáceo. El viento se volvió más afilado. Los jadeos y los crujidos de sus huesos resonaban con tanta fuerza en sus oídos que tardó un momento en darse cuenta de que no todos los chasquidos y jadeos procedían de ella misma. Levantó la vista nublada.

El castillo del mago Howl se acercaba traqueteando hacia ella sobre el brezo. Tras sus negras almenas ascendían nubes de humo negro. Era una figura alta, delgada, pesada y fea, y realmente siniestra. Sophie se apoyó en su bastón y lo observó. No estaba particularmente asustada. Se preguntó cómo se mo­vería. Pero lo que más le llamó la atención fue que aquel humo debía significar que dentro de aquellos muros negros y altos habría una chimenea.

—En fin, ¿por qué no? —le dijo al bastón—. Dudo mucho que el mago Howl quiera mi alma para su colección. Solo acepta jovencitas.

Levantó el palo y lo agitó con autoridad en dirección al castillo.

—¡Alto ahí! —gritó.

El castillo obedeció deteniéndose con mucho estruendo, a unos veinte pasos colina arriba. Sophie se sintió tremenda­mente agradecida mientras avanzaba cojeando hacia él.

CAPÍTULO 3.

“En el que Sophie entra en un castillo y hace un trato”

En el muro había una puerta grande y negra y Sophie avanzó hacia ella, cojeando con energía. El castillo era todavía más feo visto de cerca. Era demasiado alto para su base y no tenía una forma muy regular. Por lo que podía ver Sophie en aquella oscuridad, estaba construido con gran­des bloques que parecían de carbón y, como el carbón, todos los bloques tenían distintas formas y tamaños. Cuando se acer­có, notó que desprendía frío, pero aquello no la asustó en absoluto. En lo único que pensaba era en sillas y chimeneas y alargó una mano anhelante hacia la puerta.