El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Para algunos de los espectadores, los monstruos eran de­masiado aterradores. Muchos se metieron en sus casas. Otros saltaron a sus barcos para llevárselos del puerto. Sophie y Michael se unieron al grupo más grande que salió a las calles de Porthaven persiguiendo a los monstruos. Primero siguieron un río de agua marina, luego unas enormes huellas húmedas de garras y por fin los surcos y arañazos blancos que las dos criaturas habían hecho en el empedrado. Así llegaron al otro lado de la ciudad, a los pantanos donde Sophie y Michael había intentado cazar a la estrella fugaz.

Para entonces las seis criaturas eran apenas seis puntos negros que se desvanecían en el horizonte. La multitud se dispersó formando una línea desigual en la linde de los pan­tanos, mirando a lo lejos, deseando ver algo más y al mismo tiempo asustados por lo que pudieran presenciar. Al cabo de un rato no se veía más que la llanura vacía. No pasaba nada. Varias personas ya se habían dado la vuelta para irse, cuando todos los demás gritaron: «¡Mirad!». Una bola de fuego pálido rodaba perezosamente en la distancia. Tenía que ser enorme. El ruido de la explosión alcanzó a los espectadores cuando la bola ya se había desvanecido en una torre de humo. Todo se encogieron al sentir la onda expansiva del trueno. Obser­varon cómo la torre se disipaba hasta desdibujarse entre la niebla de los pantanos. Después de eso, siguieron mirando, pero lo único que percibieron fue el silencio y la tranquilidad. El viento agitaba los juncos y los pájaros se atrevieron a piar otra vez.

—Me parece a mí que se han destruido el uno al otro —decía la gente. De la multitud se fueron desgajando gra­dualmente figuras separadas que se alejaron apresuradamente a los respectivos trabajos que habían abandonado a la mitad.

Sophie y Michael esperaron hasta el final, cuando quedó claro que todo había terminado. Regresaron muy despacio ha­cia Porthaven. A ninguno le apetecía hablar. Solo el perro-hombre parecía contento. Trotaba a su lado tan alegre que Sophie supo que estaba convencido de que Howl había su­cumbido. Se sentía tan a gusto que cuando tomaron la calle donde estaba la casa de Howl y vieron un gato callejero cru­zando la calzada, el perro-hombre lanzó un aullido de placer y salió corriendo tras él. Lo persiguió sin tregua hasta la puer­ta del castillo, donde el gato se dio la vuelta y lo miró con chispas en los ojos.

—¡Fueraaaa! —maulló—. ¡Esto es lo último que me faltaba!

El perro retrocedió, con aspecto avergonzado.

Michael corrió hacia la puerta.

—¡Howl! —gritó.

El gato se encogió hasta convertirse en un gatito, con as­pecto de sentir mucha lástima de sí mismo.

—¡Qué pinta más ridícula traéis! —dijo—. Abre la puerta. Estoy agotado.

Sophie abrió la puerta y el gato entró. Se acercó hasta el hogar, donde Calcifer estaba convertido en una llamita mi­núscula y, con gran esfuerzo, alzó las patas delanteras para apoyarlas en el asiento de la silla. Allí creció muy lentamente hasta transformarse en Howl, de rodillas.

—¿Has matado a la bruja? —preguntó entusiasmado Mi­chael, que había vuelto a ser él mismo al quitarse la capa.

—No —dijo Howl. Dio media vuelta y se dejó caer sobre la silla, exhausto—. ¡Y para colmo tengo un resfriado terrible! —gimió—. Sophie, por caridad, quítate esa horrible barba pe­lirroja y tráeme la botella de brandy del armario, eso si no te la has bebido toda o la has convertido en aguarrás, claro.

Sophie se quitó la capa y le trajo el brandy y un vaso. Howl se bebió un vaso como si fuera agua. Luego sirvió otro pero, en lugar de bebérselo, lo hizo gotear lentamente sobre Calcifer, que se elevó y chispeó y pareció revivir un poco. Howl sirvió un tercer vaso y se recostó en el asiento, bebiéndoselo lentamente.

—¡Dejad de mirarme! —dijo—. No sé quién ha ganado. La bruja es muy difícil de derrotar. Siempre se resguarda tras su demonio del fuego y ella se queda en la retaguardia para protegerse. Pero yo creo que le hemos dado algo en que pen­sar, ¿eh, Calcifer?

—Es muy viejo —dijo Calcifer con voz débil bajo los tron­cos—. Yo soy más fuerte, pero él sabe cosas que a mí nunca se me habrían ocurrido. La bruja lo tiene desde hace cien años. ¡Y casi me mata!

Chisporroteó un poco y luego se asomó algo más entre los troncos para quejarse:

—¡Me lo podías haber advertido!

—¡Te lo advertí, viejo bobo! —dijo Howl con aire cansa­do—. Tú sabes todo lo que yo sé.

Howl se quedó sentado bebiéndose el brandy mientras Michael sacaba pan y salchichas para comer. La comida los re­vivió a todos, excepto tal vez al perro-hombre, que parecía más sosegado ahora que Howl había regresado. Calcifer em­pezó a arder con más energía y parecía el mismo fuego azul de siempre.

—¡Así no podemos seguir! —dijo Howl. Consiguió ponerse de pie—. Atento, Michael. La bruja sabe que estamos en Porthaven. No solo vamos a tener que mover el castillo y la entrada de Kingsbury. Ahora tendré que trasladar a Calcifer a la casa de la sombrerería.

—¿Trasladarme a mí? —protestó Calcifer. Se había puesto azul marino del susto.

—Sí —dijo Howl—. Puedes elegir entre Market Chipping o la bruja. No seas pesado.

—¡Maldición! —aulló Calcifer, y se retiró debajo de la rejilla.

CAPÍTULO 17.

“En el que el Castillo viajero se traslada”

Howl se puso a trabajar con tanto ímpetu que parecía que acabara de disfrutar de una semana de des­canso. Si Sophie no le hubiera visto librar una agotadora ba­talla mágica hacía una hora, nunca lo hubiera creído posible. Michael y él iban de un lado para otro cantando medidas en voz alta y pintando extraños símbolos con tiza en los lugares donde antes habían colocado los puntales de metal. Parecían haber marcado todos los rincones, incluyendo los del patio. El cubículo de Sophie bajo las escaleras y un recoveco extraño en el techo del cuarto de baño les dieron muchos problemas. A Sophie y al perro-hombre los empujaron de acá para allá, para que Michael pudiera dibujar una estrella de cinco puntas inscrita en un círculo en el suelo.

Cuando Michael terminó y se estaba sacudiendo el polvo y la tiza de las rodillas, llegó Howl corriendo con la ropa negra salpicada de cal. Sophie y el perro-hombre tuvieron que apartarse otra vez para que Howl pudiera moverse por el suelo escribiendo signos dentro de la estrella y el círculo y a su alrededor. Los dos fueron a sentarse en las escaleras. El perro-hombre estaba temblando. Aquel tipo de magia no parecía gustarle nada.

Howl y Michael salieron corriendo al patio. Howl volvió a toda prisa.

—¡Sophie! —gritó—. ¡Rápido! ¿Qué quieres que vendamos en la tienda?

—Flores —contestó Sophie, pensando de nuevo en la se­ñora Fairfax.

—Perfecto —dijo Howl, y se alejó acelerado hacia la puerta con un bote de pintura y un pequeño pincel.

Metió la punta del pincel en el bote y con mucho cuidado pintó la marca azul de amarillo. Volvió a mojarlo y esta vez el pincel salió con pintura morada. Pintó la mancha verde con ella. La tercera vez salió de color naranja, que pasó a cubrir la mancha roja. Howl no tocó el negro. Al dar media vuelta metió la manga de su traje en el bote de pintura junto con el pincel.

—¡Vaya, hombre! —se quejó Howl, sacándola. La manga de la chaqueta era de todos los colores del arco iris. Howl la sacudió y se volvió de nuevo negra.

—¿Cuál de los dos trajes es? —preguntó Sophie.

—Se me la olvidado. No me interrumpas. Ahora viene la parte más difícil —le ordenó Howl, corriendo a colocar el bote de pintura otra vez en la mesa. Cogió un tarro lleno de polvo—. ¡Michael! ¿Dónde está la pala de plata?

Michael llegó a la carrera del patio, con una gran pala reluciente. El mango era de madera, pero la hoja parecía de plata maciza.

—¡Ya está todo listo ahí fuera! —dijo.

Howl se colocó la pala sobre la rodilla para escribir un signo con tiza tanto en el mango como en la hoja. Luego espolvoreó polvo rojizo del tarro sobre ella. Después colocó un pellizco de la misma sustancia en cada punta de la estrella y volcó el resto en el centro.

—¡Apártate, Michael! —dijo—. No os acerquéis ninguno. ¿Estás listo, Calcifer?

Calcifer salió entre los troncos en forma de larga llama azul.

—Lo intento —dijo—. Sabes que esto podría matarme, ¿verdad?

—Míralo por el lado bueno —dijo Howl—. Podría ser yo el que terminara muerto. Agárrate. Una, dos y tres.

Hundió la pala en el suelo de la chimenea, con un movimiento lento y constante, manteniéndola en vertical y al mismo nivel de la rejilla. Durante un segundo la movió sua­vemente de un lado a otro para deslizaría debajo de Calcifer. Luego, cada vez con más firmeza y suavidad, la levantó. Michael aguantó la respiración.

—¡Ya está! —dijo Howl. Los troncos se resbalaron hacia un lado. Parecía que no ardían. Howl se irguió y dio media vuelta, con Calcifer sobre la hoja de la pala.

La habitación se llenó de humo. El perro-hombre gemía y temblaba. Howl tosía. Le costaba mantener la pala recta. Los ojos de Sophie se llenaron de lágrimas y apenas veía pero, por lo que pudo distinguir, Calcifer no tenía pies ni piernas, tal y como le había dicho. Era una cara azul larga y puntia­guda enraizada en una masa negra que brillaba débilmente. El bulto negro tenía un surco en la parte delantera, por lo que a primera vista parecía que Calcifer estaba arrodillado sobre unas piernas diminutas. Pero Sophie vio que no era así cuando el bulto se movió ligeramente y mostró que por debajo era redondo. Se notaba que Calcifer se sentía tremendamente inseguro. Los ojos anaranjados se le pusieron redondos de mie­do y no dejaba de alzar débiles llamas con forma de brazos a los lados, en un intento inútil por agarrarse a los bordes de la pala.

—¡Ya queda poco! —dijo Howl con voz ahogada, procu­rando tranquilizarle. Pero tuvo que cerrar la boca con fuerza y quedarse quieto un momento para evitar toser. La pala se balanceó y Calcifer estaba aterrorizado. Howl se recuperó. Dio un paso largo y cauteloso para introducirse en el círculo de tiza y luego otro hasta colocarse en el centro de la estrella de cinco puntas. Allí, sosteniendo la pala completamente hori­zontal, giró lentamente sobre sí mismo hasta dar una vuelta completa y Calcifer giró con él, azul como el cielo y con cara de pánico.

Pareció que toda la habitación girase con ellos. El perro-hombre se acurrucó junto a Sophie. Michael se tambaleó. So­phie sintió como si una pieza del mundo se hubiera soltado y estuviera dando vueltas en círculos mareantes. Cuando Howl dio los mismos dos pasos largos y cautelosos para salir de la estrella y del círculo, todo seguía moviéndose. Se arrodilló junto al hogar y, con sumo cuidado, deslizó a Calcifer de nuevo sobre la rejilla y lo rodeó con sus troncos. Calcifer ardió con enormes llamas verdes. Howl se apoyó en la pala y se puso a toser.

Tras un último balanceo, la habitación se quedó quieta. Durante unos instantes en que todo seguía lleno de humo, Sophie distinguió sorprendida las formas que tan bien co­nocía del salón de la casa donde había crecido. Lo reconoció, aunque el suelo no era más que tablas desnudas y no había cuadros en las paredes. La habitación del castillo pareció aco­modarse en su lugar dentro del salón, estirándose por allí, encogiéndose por allá, reduciendo la altura del techo para que se ajustara a las vigas bajas, hasta que los dos se fundie­ron en uno y se convirtieron de nuevo en la sala del castillo, que ahora tal vez era un poco más alta y cuadrada que antes.

—¿Lo has conseguido, Calcifer? —tosió Howl.

—Creo que sí —respondió Calcifer, alzándose en la chi­menea. No parecía encontrarse peor tras el paseo en pala—. Pero será mejor que lo examines bien.