—De todas formas, si te impide que asistas al funeral, tampoco sería mala cosa —murmuró mientras miraba por la ventana.
El sol descendía sobre el primoroso jardín. Allí había un hombre alto y moreno, que tiraba con entusiasmo una pelota roja hacia el sobrino de Howl, Neil, que tenía un aspecto de paciente sufrimiento sujetando un bate. Sophie supo que el hombre era su padre.
—Otra vez cotilleando —oyó decir a Howl. Sophie se volvió inmediatamente sintiéndose culpable, y vio que estaba todavía medio dormido. Tal vez creyera que era el día anterior, porque dijo:
—Enséñame a librarme del aguijón de la envidia, eso forma parte de los años pasados. Amo a Gales, pero Gales no me ama a mí. A Megan le corroe la envidia porque ella es respetable y yo no —luego se despertó un poco más y preguntó—: ¿Qué haces?
—Te he traído el traje, nada más —dijo Sophie, y se alejó cojeando a toda prisa.
Howl debió de quedarse dormido. No volvió a bajar aquella noche. A la mañana siguiente, cuando Sophie y Michael se levantaron, no le oyeron removerse. Tuvieron mucho cuidado para no despertarle. A ninguno de los dos le parecía una buena idea que asistiera al funeral de la señora Pentstemmon. Michael salió sin hacer ruido a las colinas para que el perro-hombre corriera un poco. Sophie se movía de puntillas mientras preparaba el desayuno, confiando en que Howl siguiera durmiendo. Cuando Michael regresó, no había ni rastro del mago. El perro-hombre estaba muerto de hambre. Sophie y Michael rebuscaban por los armarios algo que pudiera comer un perro cuando oyeron a Howl bajar muy despacio los escalones.
—Sophie —dijo con voz acusadora.
Estaba de pie, sujetando la puerta que daba a las escaleras con un brazo que quedaba totalmente oculto en una inmensa manga azul y plateada. Los pies, en el último escalón, estaban ocultos bajo la parte de abajo de una gigantesca chaqueta azul y plateada. El otro brazo no asomaba ni de lejos por la otra enorme manga. Sophie distinguió el contorno de ese brazo, haciendo gestos bajo los arremolinados volantes del cuello. Detrás de Howl, las escaleras estaban cubiertas de tela azul y plateada hasta su habitación.
—¡Ay, madre! —dijo Michael—. Howl, ha sido culpa mía, es que…
—¿Culpa tuya? ¡Tonterías! —dijo Howl—. Puedo detectar la mano de Sophie a una milla de distancia. Y hay varias millas de traje. Sophie, querida, ¿dónde está mi otro traje?
Sophie sacó precipitadamente los trozos del traje gris y escarlata del armario de las escobas, donde los había escondido.
Howl los estudió.
—Ah, pero si queda algo —dijo—. Creí que a estas alturas sería demasiado pequeño para verlo. Dámelo, los siete trozos.
Sophie extendió el montón de ropa gris y escarlata hacia él. Howl, tras buscar un momento, consiguió encontrar su mano entre los muchos pliegues de la manga azul y plateada y sacarla por un agujero entre dos enormes puntadas. Cogió el traje.
—Ahora —dijo—, voy a prepararme para el funeral. Os pido a los dos, por favor, que no hagáis absolutamente nada mientras tanto. Veo que Sophie está en plena forma y me gustaría encontrar esta habitación de su tamaño normal cuando vuelva a entrar en ella.
Avanzó con dignidad hacia el baño, inmerso en azul y plateado. El resto del traje lo siguió, arrastrándose por los escalones y por el suelo de la habitación. Cuando Howl estuvo dentro del cuarto de baño, casi toda la chaqueta estaba en la planta baja y los pantalones apenas asomaban por las escaleras. Howl entrecerró la puerta y fue tirando del traje poco a poco. Sophie, Michael y el perro-hombre se quedaron observando cómo la tela azul y plateada avanzaba metro a metro por el suelo, decorada de vez en cuando con un enorme botón plateado del tamaño de una rueda de molino y de puntadas enormes y regulares, como hechas con una soga. Habría casi una milla en total.
—Me parece que el conjuro no me salió muy bien —dijo Michael cuando el último dobladillo desapareció por la puerta del cuarto de baño.
—¡Y mira que te lo ha hecho notar! —dijo Calcifer—. Otro tronco, por favor.
Michael le echó otro tronco a Calcifer. Sophie alimentó al perro-hombre. Pero ninguno de los dos se atrevió a hacer mucho más excepto desayunar de pie un poco de pan y miel hasta que Howl salió del baño.
Apareció dos horas más tarde, envuelto en una nube olorosa de conjuros cítricos. Iba todo de negro. El traje era negro, las botas eran negras y el pelo también era negro, del mismo negro azabache que el pelo de la señorita Angorian. Su pendiente era largo y negro. Sophie pensó que ese color de pelo sería en honor a la señora Pentstemtnon. Estuvo de acuerdo con ella en que el pelo negro le sentaba bien. Pegaba mejor con sus ojos verde cristal. Pero no dejó de preguntarse cuál de los dos trajes sería aquel.
Howl se conjuró un pañuelo negro y se sonó la nariz. La ventana retembló. Cogió una rebanada de pan con miel de la mesa y llamó al perro-hombre, que le miró dubitativo.
—Solo quiero que te quedes donde pueda verte bien —le dijo Howl con voz ronca. Seguía teniendo un mal resfriado—. Ven aquí, bonito.
Mientras el perro se arrastraba receloso hacia el medio de la habitación, Howl añadió:
—No encontrarás el otro traje en el baño, doña Fisgona. No volverás a tocar mi ropa nunca más.
Sophie detuvo su avance de puntillas hacia el baño y vio cómo Howl caminaba alrededor del perro, comiendo pan con miel y sonándose la nariz, alternativamente.
—¿Qué os parece esto como disfraz? —preguntó.
Movió el pañuelo negro hacia Calcifer se inclinó hacia el suelo para ponerse de rodillas. Casi en el mismo momento en que empezó a moverse, desapareció. Para cuando llegó al suelo se había convertido en un setter color caramelo, igual que el perro-hombre.
El perro-hombre se quedó totalmente sorprendido y sus instintos lo dominaron. Se le erizó el pelo, bajó las orejas y se puso a gruñir. Howl le siguió la corriente, o tal vez sintiera lo mismo. Los dos perros idénticos caminaron en círculos uno alrededor del otro, mirándose con ojos encendidos, gruñendo, alerta y preparados para luchar.
Sophie agarró por la cola al que creyó que era el perro-hombre. Michael intentó sujetar al que creyó que era Howl. Howl se convirtió a toda prisa en sí mismo. Sophie se encontró con una persona alta y negra de pie delante de ella y soltó la parte de atrás de la chaqueta de Howl. El perro-hombre se sentó a los pies de Michael, con una mirada trágica.
—Muy bien —dijo Howl—. Si puedo engañar a otro perro, puedo engañar a cualquiera. En el funeral nadie se fijará en un perro callejero que levanta la pata contra una tumba.
Se acercó a la puerta y movió el pomo hacia el azul.
—Espera un momento —dijo Sophie—. Si vas al funeral como un setter, ¿para qué te ha molestado en vestirte todo de negro?
Howl levantó la barbilla y puso una expresión noble.
—Por respeto a la señora Pentstemmon —dijo, abriendo la puerta—. Le gustaba que pensáramos en cada detalle.
Y salió a las calles de Porthaven.
CAPÍTULO 16.
“En el que ocurre muchísima magia”
Pasaron varias horas. El perro-hombre volvió a tener hambre y Michael y Sophie decidieron almorzar también. Sophie se acercó a Calcifer con la sartén.
—¿Por qué no coméis pan con queso para variar? —protestó Calcifer.
Pese a todo, inclinó la cabeza. Sophie estaba poniendo la sartén sobre las rizadas llamas verdes cuando se oyó la ronca voz de Howl salida de la nada.
—¡Prepárate, Calcifer! ¡Me ha encontrado!
Calcifer se irguió inmediatamente. La sartén cayó sobre las rodillas de Sophie.
—¡Tendrás que esperar! —rugió Calcifer, alzándose con llamas cegadoras por el hueco de la chimenea. Casi al mismo tiempo, se desmembró en una docena de caras azules más pequeñas, como si lo estuvieran sacudiendo violentamente, y ardió con un ruido fiero y ronco.
—Eso significa que están luchando —susurró Michael.
Sophie se chupó un dedo que se le había quemado un poco mientras que con la otra mano recogía lonchas de beicon de su falda, mirando con malas pulgas a Calcifer, que se sacudía de un lado a otro de la chimenea. Sus caras borrosas flameaban con un azul marino a azul cielo y luego casi blancas. En un instante tenía muchos ojos anaranjados y al siguiente, hileras de ojos plateados. Sophie nunca había imaginado una cosa igual.
Algo pasó volando por encima con un golpe y una explosión que sacudió todos los objetos de la habitación, otra lo siguió con un rugido largo y agudo. Calcifer ardía de negro y a Sophie se le puso la piel de gallina al sentir el estruendo de la magia.
Michael corrió a la ventana.
—¡Están muy cerca!
Sophie se acercó cojeando. La tormenta de magia parecía haber afectado a la mitad de las cosas de la habitación. A la calavera le temblequeaba la mandíbula con tanta fuerza que la hacía moverse en círculos. Los paquetes saltaban. Dentro de los tarros, los polvos bullían. Un libro se cayó pesadamente de una de las estanterías y se quedó abierto en el suelo, con las hojas abanicándose solas de atrás a adelante. De un rincón de la habitación salió un vapor aromático del baño; en el otro, la guitarra de Howl produjo unas notas desafinadas. Y Calcifer se agitaba con más intensidad que nunca.
Michael puso la calavera en el fregadero para que no se cayera al suelo con tanto tembleque mientras abría la ventana y se asomaba. Y comprobó exasperado que la pelea quedaba fuera de su vista. La gente de las casas de enfrente se asomaba a las puertas y ventanas, señalando con el dedo hacia algo que estaba más o menos sobre sus cabezas. Sophie y Michael corrieron hacia el armario de las escobas, cogieron cada uno una capa de terciopelo y se la echaron por encima de los hombros. Sophie había cogido la que convertía a su portador en el hombre barbudo. Y entonces supo por qué se había reído tanto Calcifer cuando ella se puso la otra. Michael era un caballo. Pero no había tiempo para risas. Sophie abrió la puerta y salió a la calle, seguida por el perro-hombre, que, sorprendentemente, parecía muy tranquilo pese a todo. Michael trotó tras ella con un repiqueteo de cascos inexistentes, dejando a Calcifer ardiendo entre el blanco y el azul a su espalda.
La calle estaba llena de gente que miraba hacia arriba. Nadie tuvo tiempo de fijarse en un caballo que salía de una casa. Sophie y Michael también miraron y descubrieron una inmensa nube que ardía y se retorcía justo sobre los tejados. Era negra y giraba sobre sí misma violentamente. A través de su negrura brillaban relámpagos blancos que no eran realmente de luz. Pero casi en cuanto llegaron Michael y Sophie, el nudo de magia tomó la forma de una masa borrosa de serpientes enzarzadas en una lucha. Luego se separó en dos con un ruido parecido al de una enorme pelea entre gatos. Una parte se alejó maullando por los tejados hacia el mar y la segunda la persiguió gritando.
Algunos espectadores se retiraron al interior de sus casas. Sophie y Michael se unieron al grupo de los más valientes que se dirigían cuesta abajo hacia el puerto. La gente se arremolinaba a lo largo de la curva del malecón, para verlo mejor. Sophie se acercó cojeando para colocarse allí también, pero no le hizo falta pasar de la caseta del contramaestre del puerto. Se veían dos nubes suspendidas en el aire, mar adentro, al otro lado del malecón; eran las únicas dos nubes en el tranquilo cielo azul. Se las distinguía muy bien. También se veía perfectamente la mancha negra de la tormenta que sacudía el mar bajo las nubes, levantando enormes olas con crestas blancas. Un barco desafortunado estaba atrapado en la tempestad. Sus mástiles se sacudían de un lado a otro mientras enormes chorros de agua se estrellaban contra sus costados. La tripulación luchaba desesperadamente por arriar las velas, pero al menos una se había desgarrado y volaba al viento hecha jirones.
—¡Es que no les importa lo que le pase al barco! —exclamó alguien indignado.
En ese momento el viento y las olas de la tormenta alcanzaron el malecón. El agua espumosa saltó por encima y los valientes espectadores volvieron corriendo hacia el puerto, donde los barcos allí atracados rozaban unos con otro y se balanceaban contra sus amarres. En medio de todo aquello, se oyeron unas voces cantarinas que gritaban. Sophie asomó la cabeza por el otro lado de la caseta en dirección a las voces y descubrió que la tormenta de magia no solo había perturbado al mar y al barco: un grupo de señoras mojadas y de aspecto resbaladizo con melenas de pelo verdoso se arrastraba por el muro del malecón, gritando y echándole los brazos largos y húmedos a otras señoras que oscilaban entre las olas. Todas tenían una cola de pescado en lugar de piernas.