El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—¿Te refieres a lo de la estrella fugaz y no ser capaz de encontrar a una mujer hermosa y fiel? —dijo Sophie—. No me extraña, tal y como te comportas. La señora Pentstemmon me dijo que ibas por el mal camino. Tenía razón, ¿verdad?

—Tengo que ir a su funeral, aunque me mate —dijo Howl con tristeza—. La señora Pentstemmon siempre tuvo demasiada buena opinión de mí. La cegué con mi encanto.

Se le saltaron las lágrimas. Sophie no sabía si estaba llo­rando de verdad o si era el resfriado. Pero notó que otra vez estaba evitando su pregunta.

—Me refería a que siempre dejas a las chicas en cuanto consigues que se enamoren de ti —dijo Sophie—. ¿Por qué lo haces?

Howl levantó una mano temblorosa hacia el dosel de la cama.

—Por eso me gustan las arañas. Si al principio no lo con­siguen, lo vuelven a intentar. Yo lo intento —dijo con gran pesar—. Pero la culpa es mía, porque hice un trato hace años y ahora jamás seré capaz de amar a nadie de verdad.

El agua que salía de los ojos de Howl eran sin duda lágri­mas. Sophie estaba preocupada.

—No llores…

Se oyó un ruido fuera de la habitación. Sophie miró hacia atrás y vio al hombre-perro atravesando la puerta con precau­ción. Extendió la mano y le agarró por la pelambrera rojiza, pensando que venía a morder a Howl, pero lo único que hizo el perro fue inclinarse contra sus piernas, obligándola a apo­yarse contra la pared descascarillada para mantener el equi­librio.

—¿Qué es esto? —preguntó Howl.

—Mi nuevo perro —dijo Sophie, agarrada a la pelambrera rizada del perro. Ahora que estaba contra la pared pudo mirar a través de la ventana. Debía de haber dado al patio, pero en vez de eso mostraba la vista sobre un garaje impecable y cua­drado con un columpio de metal en el medio. El sol poniente pintaba de azul y rojo las gotas de lluvia que colgaban de él. Mientras Sophie miraba, la sobrina de Howl, Mari, apareció corriendo sobre la hierba mojada. La hermana de Howl, Me­gan, la siguió. Obviamente le estaba gritando a Mari que no se sentara en el columpio mojado, pero no se oía nada—. ¿Es este el sitio llamado Gales? —preguntó Sophie.

Howl se rió y golpeó la colcha con la mano. Se levantaron nubéculas de polvo.

—¡Maldito perro! —exclamó—. ¡Me había apostado conmigo mismo que podría evitar que cotillearas por la ventana du­rante todo el tiempo que estuvieras aquí!

—¿Ah, sí? —dijo Sophie, soltando el perro con la esperan­za de que le diera a Howl un buen mordisco. Pero el perro siguió apoyado contra ella, ahora empujándola hacia la puerta—. ¿Así que todo este espectáculo no ha sido más que un juego? ¡Tendría que haberme dado cuenta!

Howl se recostó sobre las almohadas, con aspecto ofendido y dolido.

—A veces —le reprochó—, eres igual que Megan.

—A veces —contestó Sophie, empujando al perro delante de ella fuera de la habitación—, comprendo que Megan se haya vuelto como es.

Y con un portazo dejó atrás las arañas, el polvo y el jardín.

CAPÍTULO 15.

“En el que Howl asiste a un funeral de incógnito”

El hombre-perro se acurrucó pesadamente sobre los pies de Sophie cuando esta retomó la costura. Tal vez esperaba que consiguiera quitarle el conjuro si permanecía cerca de ella. Cuando un hombre grande y con barba pelirroja irrumpió en la habitación con una gran caja llena de cosas, y se quitó la capa de terciopelo para convertirse en Michael, el perro-hombre se levantó y movió la cola. Dejó que Michael le acariciase y le rascara las orejas.

—Espero que se quede con nosotros —dijo Michael—. Siem­pre he querido tener un perro.

En cuanto Howl oyó la voz de Michael, bajó envuelto en la colcha marrón de su cama. Sophie dejó de coser y agarró con cuidado al perro. Pero el animal también se mostró cortés con Howl. Y tampoco puso objeciones cuando Howl sacó una mano por debajo de la colcha para acariciarle.

—¿Y bien? —dijo Howl, despidiendo nubes de polvo al conjurar más pañuelos.

—Lo tengo todo —dijo Michael—. Y estamos de suerte, Howl. Hay una vieja tienda a la venta en Market Chipping. Antes era una sombrerería. ¿Crees que podríamos trasladar allí el castillo?

Howl se sentó en un taburete alto, como un senador ro­mano con su túnica, y reflexionó.

—Depende de cuánto cueste —dijo—. Me tienta la idea de cambiar hasta allí la entrada de Porthaven. Pero no será fácil. Habría que mover a Calcifer, porque allí es donde está real­mente. ¿Qué dices tú, Calcifer?

—Hará falta una operación muy cuidadosa para trasla­darme —dijo Calcifer. Había palidecido varios tonos con solo pensarlo—. Creo que deberías dejarme donde estoy.

«Así que Fanny ha puesto en venta la tienda», pensó Sophie mientras los otros tres seguían hablando del traslado, ¡Ahí se veía la poca integridad que tenía Howl! Pero lo que más le preocupaba era el extraño comportamiento del perro. Aunque Sophie le había dicho muchas veces que no podía quitarle el conjuro, parecía que no quería irse. Tampoco que­ría morder a Howl, y dejó que Michael le sacara de paseo por Porthaven aquella noche y a la mañana siguiente. Al parecer, su objetivo era formar parte de la casa.

—Yo en tu lugar me volvería a Upper Folding para con­quistar a Lettie cuando se recupere de lo de Howl —le dijo Sophie.

Howl se pasó todo el día siguiente entrando y saliendo de la cama. Cuando estaba acostado, Michael no hacía más que subir y bajar escaleras. Cuando estaba levantado, Michael co­rría de acá para allá midiendo el castillo con él y colocando puntales de metal en las esquinas.

Mientras tanto, Howl no dejaba de aparecer, envuelto en su colcha y levantando una polvareda, para hacer preguntas y anunciar cosas, casi siempre para halagar a Sophie.

—Sophie, como has encalado todas las paredes y has cu­bierto las marcas que hicimos cuando inventamos el castillo, ¿serías tan amable de decirme dónde estaban las marcas de la habitación de Michael?

—No —dijo Sophie, cosiendo el septuagésimo triángulo azul—. No sé dónde estaban.

Howl estornudó pesarosamente y se retiró. Al poco volvió a aparecer.

—Sophie, si compramos esa tienda, ¿qué venderíamos?

A Sophie le pareció que ya estaba harta de sombreros.

—Nada de sombreros —dijo—. Ya sabes que se puede com­prar la tienda, pero no el negocio.

—Concentra tu malvada mente en este asunto —dijo Howl—. O piensa un poco, si es que sabes.

Y volvió a marcharse escaleras arriba. A los cinco minutos, volvió a bajar.

—Sophie, ¿tienes alguna preferencia sobre las otras entra­das? ¿Dónde te gustaría que viviéramos?

Sophie pensó inmediatamente en la casa de la señora Fairfax.

—Me gustaría una casa bonita con muchas flores —dijo.

—Ya veo —dijo Howl, y volvió a marcharse.

Cuando apareció ya se había vestido. Según los cálculos de Sophie, aquella era la tercera vez. No le dio importancia hasta que Howl se puso la capa de terciopelo que había usado Michael y se convirtió en un hombre barbudo, pelirrojo y pálido, que se llevaba un gran pañuelo rojo a la nariz y tosía. Se dio cuenta de que Howl iba a salir.

—Te vas a poner peor —le dijo.

—Me voy a morir y después lo sentiréis mucho —dijo el hombre barbudo, y salió con el pomo señalando hacia el verde.

Michael tuvo tiempo de trabajar en su conjuro durante una hora. Sophie llegó a su triángulo azul número ochenta y cuatro. Hasta que el hombre regresó, se quitó la capa de ter­ciopelo y se convirtió en Howl, que tosía con más fuerza que nunca y se compadecía de sí mismo todavía más.

—He comprado la tienda —le dijo a Michael—. Tiene un cobertizo muy útil en la parte de atrás y una casa al lado, y me he quedado con todo. Pero no tengo muy claro con qué lo voy a pagar.

—¿Por qué no con el dinero que conseguirás si encuentras al príncipe Justin? —preguntó Michael.

—Se te olvida —gimió Howl— que el propósito de esta operación es precisamente no buscar al príncipe Justin. Vamos a desaparecer.

Y subió por las escaleras tosiendo hacia la cama, donde al poco tiempo empezó a estornudar, haciendo temblar las vigas para llamar la atención.

Michael tuvo que dejar el conjuro y correr escaleras arriba.

Sophie hubiera ido, pero el perro-hombre se entrometía en su camino cada vez que lo intentaba. Aquello era otro aspecto de su extraño comportamiento: no le gustaba que Sophie hi­ciera nada por Howl. A ella le pareció muy razonable. Cogió el triángulo número ochenta y cinco.

Michael bajó de buen humor y se puso de nuevo con su conjuro. Estaba tan contento que mientras trabajaba se unió a Calcifer en su canción sobre la sartén y charlaba con la calavera igual que hacía Sophie.

—Vamos a vivir en Market Chipping —le dijo a la cala­vera—. Podré ir a ver a mi Lettie todos los días.

—¿Por eso le has dicho a Howl lo de la tienda? —le pre­guntó Sophie mientras enhebraba la aguja. Ya iba por el trián­gulo número ochenta y nueve.

—Sí —contestó Michael—. Lettie me habló de ella cuando pensábamos en cómo seguir viéndonos. Yo le dije…

Le interrumpió la llegada de Howl, que bajaba las esca­leras envuelto en su colcha.

—Esta es definitivamente mi última aparición —graznó Howl—. Se me ha olvidado deciros que mañana van a enterrar a la señora Pentstemmon en su finca cerca de Porthaven y que necesito que este traje esté limpio para entonces —Howl sacó el traje gris y escarlata de debajo de la colcha y lo dejó caer sobre el regazo de Sophie—. Te preocupas del traje equi­vocado —le dijo a Sophie—. El que me gusta a mí es este, pero no tengo fuerzas para limpiarlo yo mismo.

—No tienes que ir al funeral, ¿no? —le preguntó Michael preocupado.

—Ni se me ocurriría dejar de asistir —dijo Howl—. Fue la señora Pentstemmon quien me hizo el mago que soy. Tengo que presentarle mis respetos.

—Pero estás peor de la tos —dijo Michael.

—El mismo se lo ha buscado —dijo Sophie—, al levantarse y andar por ahí de paseo.

Howl adoptó inmediatamente su expresión más noble.

—Estaré bien —gimió—, siempre que me mantenga alejado de la brisa marina. La finca de Pentstemmon es un lugar inclemente. Los árboles están todos vencidos por el viento y no hay ni un refugio en millas a la redonda.

Sophie sabía que buscaba su compasión. Soltó un bufido.

—¿Y la bruja? —preguntó Michael.

Howl tosió penosamente.

—Iré disfrazado, probablemente de cadáver —dijo, arras­trándose hacia las escaleras.

—Entonces te hace falta una sábana blanca, en lugar de este traje —le dijo Sophie. Howl siguió subiendo las escaleras sin contestar y Sophie no protestó. Ahora que tenía el traje encantado en su poder no quería perder la oportunidad. Sacó las tijeras y cortó el traje gris y escarlata en siete piezas de distinto tamaño. Aquello bastaría para desanimar a Howl. Luego se puso a coser los últimos triángulos del traje azul y plateado, casi todos trocitos de alrededor del cuello. Se había quedado muy pequeño. Parecía que no le sentaría bien ni siquiera al paje de la señora Pentstemmon.

—Michael —le dijo—, date prisa con ese conjuro. Es urgente.

—Ya me falta poco —respondió Michael.

Media hora después fue tachando los ingredientes de la lista y dijo que creía que estaba listo. Se acercó a Sophie llevando en la mano un cuenco con una pequeña cantidad de polvo verde en el fondo.

—¿Dónde lo quieres?

—Aquí —dijo Sophie, cortando los últimos hilos. Echó a un lado al perro-hombre dormido y colocó el traje de talla infantil en el suelo. Michael, con el mismo cuidado, inclinó el cuenco y espolvoreó la sustancia sobre cada centí­metro de tela.

Los dos esperaron con ansiedad.

Pasó un momento. Michael suspiró aliviado. El traje co­menzaba a estirarse poco a poco. Lo contemplaron mientras crecía, hasta que por un lado se subió sobre la pelambrera del perro-hombre y Sophie tuvo que retirarlo un poco para ha­cerle sitio.

Al cabo de cinco minutos estuvieron de acuerdo en que el traje volvía a ser del tamaño de Howl. Michael lo recogió y con mucho cuidado sacudió el polvo restante sobre el fuego. Calcifer se alteró y protestó. El perro-hombre se estremeció en sueños.

—¡Cuidado! —exclamó Calcifer—. Era un conjuro muy fuerte.

Sophie cogió el traje y subió las escaleras de puntillas. Howl estaba dormido sobre las almohadas grises, mientras sus arañas se afanaban en construir nuevas telas a su alrededor. Dormido tenía un aspecto noble y triste. Sophie avanzó co­jeando para colocar el traje azul y plateado sobre el viejo arcón junto a la ventana, intentando convencerse de que el traje había dejado de crecer desde que lo cogió.