El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—Tú no sabes todo lo que yo hago, Doña Moralista —re­plicó Howl—. ¿Quieres que te escriba una lista antes de salir la próxima vez? He buscado al príncipe Justin. Cortejar no es mi única ocupación cuando salgo.

—¿Y cuándo lo has buscado? —dijo Sophie.

—¡Mira cómo se te mueven las orejas y se te arruga la nariz! —exclamó Howl con voz enronquecida—. Lo busqué en cuanto desapareció, por supuesto. Tenía curiosidad por saber qué estaba haciendo el príncipe Justin por aquí, cuando todo el mundo sabía que Suliman había ido al Páramo. Creo que alguien debió de haberle vendido un conjuro de búsqueda falso, porque fue inmediatamente al valle de Folding y com­pró otro de la señora Fairfax. Y ese también lo envió hacia aquí, naturalmente. Se detuvo en el castillo y Michael le ven­dió otro conjuro de búsqueda y uno de ocultamiento…

Michael se llevó la mano a la boca.

—¿Ese hombre con el uniforme verde era el príncipe Justin?

—Sí, pero no lo mencioné antes —dijo Howl— por si acaso el Rey pensaba que deberías haber tomado la precaución de venderle otro conjuro falso. Mi conciencia me impidió decir nada. Conciencia. Apunta esa palabra, Doña Metomentodo. Mi conciencia.

Howl conjuró otro montón de pañuelos y miró a Sophie echando chispas por encima de ellos con unos ojos que ahora estaban enrojecidos y acuosos. Luego se levantó.

—Me encuentro mal —anunció—. Me voy a la cama, donde puede que me muera. Y, por favor, enterradme junto a la señora Pentstemmon —y subió las escaleras penosamente mien­tras gemía.

Sophie se puso a coser con más empeño que nunca. Ahora era su oportunidad de quitarle a Howl el traje gris y escarlata antes de que causara más daño al corazón de la señorita Angorian. Claro, eso siempre que Howl no se acostara vestido, cosa que tampoco le extrañaría. Así pues Howl debía de ir buscando al príncipe Justin cuando fue a Upper Folding y conoció a Lettie. «¡Pobre Lettie!», pensó Sophie mientras cosía con puntadas diminutas y certeras su triángulo azul número cincuenta y siete. Solo le quedaban unos cuarenta triángulos.

—¡Socorro! ¡Ayuda! ¡Me voy a morir aquí abandonado!

Sophie rebufó. Michael dejó de trabajar en su nuevo con­juro y subió corriendo. El ambiente se volvió muy tenso. En el tiempo en que Sophie tardó en coser diez triángulos azules más, Michael subió corriendo con miel y limón, un libro, un mejunje para el catarro, una cuchara para tomarlo y luego con gotas para la nariz, pastillas para la garganta, una pluma, papel, tres libros más y una infusión de corteza de sauce. Además, no dejaban de llamar a la puerta, sobresaltando a Sophie y a Calcifer, que flameaba inquieto. Como nadie abría la puerta, algunos seguían golpeando durante unos cinco mi­nutos, adivinando que en realidad Howl los estaban ignorando.

Para entonces Sophie estaba muy preocupada por el traje plateado y azul. Cada vez se hacía más pequeño. Era impo­sible coser tantos triángulos sin comerse bastante material en las costuras.

—Michael —lo llamó cuando este bajó corriendo las es­caleras porque a Howl se le había antojado un sandwich de beicon para comer—. Michael, ¿hay alguna manera de agrandar la ropa pequeña?

—Sí —dijo Michael—. Precisamente ese es mi nuevo con­juro, si es que tengo un momento para trabajar en él. Quiere seis lonchas de beicon para el bocadillo. ¿Podrías pedírselo a Calcifer?

—Te daré los recortes si agachas la cabeza —le dijo Sophie, dejando la costura a un lado. Era más fácil sobornar a Calcifer que obligarle a hacer algo.

Comieron bocadillos de beicon, pero Michael tuvo que su­bir cuando se estaba comiendo el suyo. Bajó con la noticia de que Howl quería que fuese a Market Chipping para conseguir varios ingredientes que necesitaba para mover el castillo.

—Pero la bruja… ¿No hay peligro? —preguntó Sophie.

Michael se chupó la grasa del beicon de los dedos, se metió en el armario de las escobas y salió con una de las polvorientas capas de terciopelo sobre los hombros. En reali­dad, la persona que salió con el abrigo era un hombretón con barba pelirroja. Esa persona se chupó los dedos y dijo con la voz de Michael:

—Howl cree que estaré a salvo con esto. Además de un disfraz, lleva un conjuro para confundir. Me pregunto si Lettie me reconocerá.

El hombre fortachón abrió la puerta con el pomo apun­tando hacia el verde y saltó hacia la colina que se movía con lentitud.

Se hizo la paz. Calcifer se aposentó y chisporroteó. Al parecer, Howl se había dado cuenta de que Sophie no iba a correr de un lado a otro haciéndole recados. Arriba reinaba el silencio. Sophie se levantó y avanzó cojeando cautelosa­mente hacia el armario de las escobas. Aquella era su oportunidad para ir a ver a Lettie. Seguro que se sentía fatal. Sophie estaba segura de que Howl no la había vuelto a ver desde aquel día en el huerto. Tal vez se consolara al saber que sus sentimientos se debían al traje encantado. De todas formas, tenía que decírselo.

Las botas de siete leguas no estaban allí. Al principio no podía creerlo. Miró por todas partes, pero allí no había más que cubos, escobas y la otra capa de terciopelo.

—¡Qué tipo más insoportable! —exclamó Sophie. Era evi­dente que Howl había querido asegurarse de que no volvía a seguirlo.

Estaba colocando todo en su sitio cuando alguien llamó a la puerta. Sophie, como siempre, se sobresaltó y esperó a que se marcharan. Pero esta persona parecía más decidida que la mayoría. Quien quiera que fuese, siguió llamando, o tal vez lanzándose contra la puerta, porque el sonido se parecía más a un golpe que a una llamada con los nudillos. Al cabo de cinco minutos la puerta seguía sonando.

Sophie miró a las inquietas chispas verdes, que era lo úni­co que se veía de Calcifer.

—¿Es la bruja?

—No —dijo Calcifer desde debajo de sus troncos—. Es la puerta del castillo. Alguien debe de ir corriendo a nuestro lado. Vamos muy rápido.

—¿Es el espantapájaros? —peguntó Sophie, cuyo pecho tembló con solo pensarlo.

—Es de carne y hueso —dijo Calcifer. Su rostro azul vol­vió a asomarse por la chimenea con expresión desorientada—. No sé lo que es, pero tiene muchas ganas de entrar. Creo que no tiene malas intenciones.

Como los golpes no cesaban y Sophie se sentía cada vez más irritada, decidió abrir la puerta y terminar de una vez. Además, le picaba la curiosidad. Todavía tenía en la mano la segunda capa de terciopelo que había sacado del armario y se la echó sobre los hombros mientras se acercaba a la puerta. Calcifer la miró. Entonces, por primera vez desde que lo co­nocía, agachó la cabeza voluntariamente. Debajo de las llamas verdes y rizadas se oyeron grandes carcajadas secas. Pregun­tándose en qué la habría convertido la capa, Sophie abrió la puerta.

Un enorme perro de caza saltó ágilmente desde la colina y aterrizó en medio de la habitación. Sophie dejó caer el abri­go y se apartó a toda prisa. Los perros siempre la habían puesto nerviosa y los perros de caza no tienen una imagen muy tranquilizadora. Sophie miró con nostalgia a las rocas y los brezos que pasaban por la puerta y se preguntó si serviría de algo llamar a Howl.

El perro arqueó el lomo y de alguna forma consiguió al­zarse sobre sus delgadas patas traseras. Aquello lo hacía casi tan alto como Sophie. Con las patas delanteras extendidas rí­gidamente, intentó enderezarse de nuevo. Entonces, justo cuando Sophie abría la boca para gritar llamando a Howl, la criatura hizo un enorme esfuerzo y adoptó la forma de un hombre con un traje marrón arrugado. Era pelirrojo y tenía un rostro pálido e infeliz.

—¡Vengo de Upper Folding! —jadeó el perro-hombre—. Amo a Lettie… Lettie me envía… Lettie llora y muy triste… me mandó contigo… me dijo que me quedara… —empezó a doblarse y a encogerse antes de terminar de hablar. Lanzó un aullido canino de desesperación e irritación—. ¡No se lo digas al Mago! —lloriqueó y se encogió bajo el pelo rojizo hasta convertirse otra vez en perro. Esta parecía un setter. El setter agitó la cola peluda y miró a Sophie con seriedad bajo sus ojos acuosos y tristes.

—¡Ay, madre! —dijo Sophie mientras cerraba la puerta—. Tienes problemas, amigo mío. Eras el collie aquel, ¿verdad? Ahora me doy cuenta de a qué se refería la señora Fairfax. ¡Esa Bruja es tremenda! Pero, ¿por qué te ha mandado Lettie aquí? Si no quieres que se lo diga al mago Howl…

El perro gruñó ligeramente al oír el nombre. Pero también movió la cola y le dirigió una mirada suplicante.

—Está bien. No se lo diré —prometió Sophie. El perro pareció tranquilizarse. Se acercó trotando hasta la chimenea, donde le lanzó a Calcifer una mirada un tanto desconfiada y se tumbó junto a la pantalla de la chimenea formando un delgado bulto marrón—. Calcifer, ¿qué te parece a ti?

—Este perro es un humano hechizado —asintió Calcifer.

—Ya lo sé, pero ¿le puedes quitar el hechizo? —preguntó Sophie. Imaginó que Lettie debió de haber oído, como tanta gente, que Howl tenía una Bruja que trabajaba para él. Y parecía algo importante convertir al perro otra vez en hombre y enviarle de vuelta a Upper Folding antes de que Howl se levantara y lo encontrara allí.

—No. Tendría que estar unido a Howl para conseguirlo —dijo Calcifer.

—Entonces lo intentaré yo —dijo Sophie—. ¡Pobre Lettie! ¡Primero Howl le rompe el corazón y el otro pretendiente es un perro la mayor parte del tiempo! Sophie puso la mano sobre la cabeza suave y redonda del perro—. Conviértete en el hombre que deberías ser —le dijo. Lo repitió muchas veces, pero el único efecto era que el perro parecía dormirse. Ron­caba y se estremecía en sueños junto a las piernas de Sophie.

Mientras tanto, de la planta de arriba llegaban gemidos y quejas. Sophie siguió murmurándole cosas al perro y los ig­noró. Después llegaron golpes de tos fuertes y huecos, que se fueron convirtiendo en gemidos. Sophie también los ignoró. A las toses les siguieron estornudos escandalosos, que hacían estremecerse las puertas y ventanas. A Sophie le costó más no hacerles caso, pero lo consiguió. ¡Puuuuuut-puuuuuut!, se sonó la nariz, como una tuba en un túnel. Volvieron a empezar las toses, mezcladas con gemidos. Los estornudos alternaban con los quejas y las toses y todos aquellos sonidos se elevaron hasta alcanzar un punto en el que Howl se las arreglaba para toser, quejarse, sonarse la nariz, estornudar y lamentarse que­damente todo a la vez. Las puertas se estremecían, las vigas del techo temblaban y uno de los troncos de Calcifer rodó fuera del hogar.

—¡Está bien, está bien, mensaje recibido! —dijo Sophie, colocando el tronco de nuevo sobre la rejilla—. Lo siguiente será el lodo verde. Calcifer, asegúrate de que el tronco sigue en su sitio —y subió las escaleras murmurando en voz alta—. ¡Hay que ver con estos magos! ¡Como si fueran los únicos en pillar un resfriado! A ver, ¿qué te pasa? —preguntó, avanzando a tientas por la habitación hasta la alfombra mugrienta.

—Me muero de aburrimiento —dijo Howl con un tono patético—. O a lo mejor, simplemente, me muero.

Estaba recostado sobre unas sucias almohadas grises, con bastante mal aspecto, cubierto con lo que podía haber sido una colcha de retales, excepto que era de un solo color por culpa del polvo. Las arañas que tanto parecían gustarle tejían afanosamente en el dosel.

Sophie le tocó la frente.

—Tienes un poco de fiebre —admitió.

—Estoy delirando —dijo Howl—. Veo puntos delante de los ojos.

—Son arañas —dijo Sophie—. ¿Cómo es que no puedes cu­rarte con un conjuro?

—Porque no existe cura para el resfriado —dijo Howl con voz lastimera—. Las cosas dan vueltas a mi alrededor, o a lo mejor es la cabeza la que da vueltas. No dejo de pensar en la maldición de la bruja. No me había dado cuenta de que podía desarmarme de esa manera, aunque las cosas que se han cum­plido hasta ahora han sido todas por mi culpa. Estoy espe­rando a que ocurran las demás.

Sophie pensó en la desconcertante poesía.

—¿Qué cosas? ¿Dime dónde están los años pasados?

—No, eso ya lo sé —dijo Howl—. Los míos o los de cual­quier otro. Están todos allí, donde han estado siempre. Podría ir y jugar a ser el hada madrina de mi propio bautizo si quisiera. A lo mejor lo hice y de ahí vienen mis problemas. No, solo faltan tres cosas: las sirenas, la raíz de mandragora y el viento que impulsa una mente honesta. Y que me salgan canas, supongo, pero no pienso quitarme el conjuro para com­probarlo. Solo quedan unas tres semanas para que se hagan realidad y en cuanto se cumplan, la bruja me atrapará. Pero la reunión del Club de Rugby es la noche del solsticio de verano, así que al menos eso no me lo perderé. El resto ya pasó hace mucho tiempo.