El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—No —dijo Sophie—. ¿Está debajo del mar?

A la bruja le pareció todavía más divertido.

—Por el momento no. Es de donde viene el mago Howl. Le conoces, ¿verdad?

—Solo de oídas —mintió Sophie—. Se come a las niñas. Es tan malo como tú —pero sintió frío por dentro, y no parecía ser por la fuente junto a la que pasaban en ese momento. Más allá de la fuente, al otro lado de una plaza de mármol rosa, estaba la escalinata de piedra que conducía al Palacio.

—Ya hemos llegado, ahí está el Palacio —dijo la bruja—. ¿Estás segura de que puedes subir todas esas escaleras?

—Gracias a ti, no —dijo Sophie—. Hazme joven otra vez y las subiré corriendo, incluso con este calor.

—Eso no sería ni la mitad de divertido —dijo la bruja—. Hala, arriba. Y si consigues convencer al Rey de que te reciba, recuérdale que su abuelo me mandó al Páramo y que se la tengo guardada por ello.

Sophie miró desconsolada el largo tramo de escalones. Al menos no había nadie más que los soldados. Con la suerte que estaba teniendo hoy, no le hubiera sorprendido toparse con Michael y Howl que venían hacia abajo. Como era evidente que la bruja se iba a quedar allí para asegurarse de que subía, no le quedó más remedio que hacerlo. Se puso en ca­mino cojeando, pasando junto a los soldados sudorosos, hasta llegar a la entrada del Palacio, odiando a la bruja con cada paso que daba. Dio media vuelta en la cima, jadeante. La bruja seguía allí, como una forma flotante de color cobre con dos figuras anaranjadas a su lado, esperando a ver cómo la echa­ban de Palacio.

—¡Maldita sea! —protestó Sophie. Se acercó a los guardias de la entrada. Su mala suerte seguía acompañándola. No había ni rastro de Michael ni de Howl hasta donde alcanzaba la vista. Se vio obligada a decirles a los guardias:

—Hay una cosa que se me ha olvidado mencionar al Rey.

Se acordaban de ella. La dejaron pasar y la recibió un personaje de guantes blancos. Y antes de que Sophie se hubiera recuperado, la maquinaria del Palacio se había puesto de nue­vo en movimiento y se la fueron pasando de un criado a otro, igual que la primera vez, hasta que llegó a las mismas puertas y la misma persona vestida de azul anunció:

—La señora Pendragon para verle de nuevo, Su Majestad.

Mientras entraba otra vez en el salón Sophie pensó que era como una pesadilla. Parecía que no le quedaba más re­medio que volver a ensuciar el nombre de Howl. El problema era que, con todo lo que había pasado, y con el miedo escé­nico, volvió a quedarse en blanco, más en blanco que nunca.

Esta vez el Rey estaba de pie junto a un gran escritorio que había en un rincón, moviendo con nerviosismo unas ban­deras sobre un mapa. Levantó la vista y dijo amablemente:

—Me comunican que se le ha olvidado decirme algo.

—Sí —respondió Sophie—. Howl dice que solo buscará al príncipe Justin si le promete la mano de su hija en matri­monio.

«¿Cómo se me habrá ocurrido eso?», pensó Sophie. «¡Nos va a ejecutar a los dos!».

El Rey la miró preocupado.

—Señora Pendragon, debe saber que eso está fuera de cuestión —dijo—. Me doy cuenta de que debe estar muy preo­cupada por su hijo para sugerirlo, pero no puede llevarlo ata­do al delantal toda la vida, ¿sabe? Además ya he tomado la decisión. Por favor, siéntese aquí un momento. Parece cansada.

Sophie avanzó a trompicones hasta la silla que le indicaba el Rey y se dejó caer en ella, preguntándose cuándo llegarían los guardias a arrestarla.

El Rey miró a su alrededor vagamente.

—Mi hija estaba aquí hace un momento —dijo. Con con­siderable sorpresa para Sophie, se inclinó y miró debajo del escritorio—. Valeria —llamó—. Vali, sal de ahí. Por aquí, muy bien.

Se oyeron unos roces y al cabo de un segundo la princesa Valeria salió gateando de debajo del escritorio con una sonrisa bondadosa. Tenía cuatro dientes. Pero no era lo bastante ma­yor para que le hubiera crecido el pelo. Lo único que tenía era una corona de mechones blancos sobre las orejas. Al ver a Sophie, sonrió aún más y alargó la mano que se había estado chupando para agarrar su vestido. En el vestido de Sophie apareció una mancha de humedad cada vez mayor mientras la princesa se ponía de pie. Al mirar al rostro de Sophie, Valeria hizo un comentario amistoso en una lengua que So­phie no conocía.

—¡Oh! —exclamó Sophie, sintiéndose ridícula.

—Entiendo perfectamente su preocupación de madre, se­ñora Pendragon —dijo el Rey.

CAPÍTULO 14.

“En el que un Mago Real pilla un resfriado”

Sophie volvió a la entrada del Castillo que daba a Kingsbury en uno de los carruajes del Rey, tirado por cuatro caballos. También iban en él un cochero, un paje y un criado. Un sargento y seis soldados reales lo custodiaban. Y todo porque la princesa Valeria se había subido al regazo de Sophie. Durante el corto trayecto de vuelta a casa, su ves­tido todavía mostraba las húmedas marcas de la aprobación real de Valeria. Sophie esbozó una sonrisa. Pensó que tal vez Martha tenía algo de razón al querer tener niños, aunque diez Valerias se le antojaron un número excesivo. Cuando la niña se le subió encima, Sophie recordó haber escuchado que la bruja había amenazado a Valeria de alguna forma, y se des­cubrió diciéndole a la niña:

—La bruja no te hará daño. ¡No lo permitiré!

El Rey no había hecho ningún comentario. Pero había ordenado un carruaje real para Sophie.

La caravana se detuvo con mucho ruido frente a la puerta del falso establo. Michael salió disparado y se interpuso en el camino del criado que estaba ayudando a Sophie a bajar.

—¿Dónde te habías metido? —quiso saber—. ¡Estaba tan preocupado! Y Howl está muy disgustado…

—No me extraña —replicó Sophie aprensivamente.

—Porque la señora Pentstemmon ha muerto —dijo Michael.

Howl se asomó a la puerta. Se le veía pálido y deprimido.

Tenía un pergamino del que colgaban los sellos reales rojo y azul, que Sophie observó sintiéndose culpable. Howl le dio al sargento una pieza de oro y no pronunció ni una palabra hasta que el carruaje y los soldados se alejaron repiqueteando. Luego dijo:

—He contado cuatro caballos y diez hombres solo para librarse de una anciana. ¿Se puede saber qué le has hecho al Rey?

Sophie siguió a Howl y a Michael al interior, esperando encontrase la sala cubierta de lodo verde. Pero lo único que vio fue a Calcifer ardiendo en la chimenea con su sonrisa violeta. Sophie se dejó caer en la silla.

—Creo que al Rey no le ha gustado que apareciera para ensuciar tu nombre. He ido dos veces y todo ha salido mal. Y me he encontrado con la bruja del Páramo que venía de matar a la señora Pentsemmon. ¡Menudo día!

Mientras Sophie contaba lo que le había pasado, Howl se apoyó en la repisa de la chimenea con el pergamino en la mano, como si estuviera pensando en echárselo de comer a Calcifer.

—Contemplad al nuevo Mago Real —dijo—. Mi nombre está sucio —luego se echó a reír, lo que sorprendió muchísimo a Sophie y a Michael—. ¿Y qué le has hecho al conde de Catterack? —rió—. ¡Nunca debí dejar que te acercaras al Rey!

—¡Pero sí que ensucié tu nombre! —protestó Sophie.

—Ya lo sé. Calculé mal —dijo Howl—. ¿Y ahora cómo voy a ir al funeral de la señora Pentstemmon sin que se entere la bruja? ¿Alguna idea, Calcifer?

Saltaba a la vista que Howl estaba más afectado por la muerte de la señora Pentstemmon que por todo lo demás.

Michael era el que estaba preocupado por la bruja. A la mañana siguiente confesó que había tenido pesadillas durante toda la noche. Soñó que entraba por todas las puertas del castillo a la vez.

—¿Dónde está Howl? —preguntó nervioso.

Howl había salido muy temprano, dejando el cuarto de baño cargado del vaho perfumado, como siempre. No se había llevado la guitarra y el taco de madera estaba girado hacia el verde. Ni siquiera Calcifer lo sabía.

—No le abráis la puerta a nadie —dijo Calcifer—. La bruja conoce todas las entradas, excepto la de Porthaven.

Aquello alarmó tanto a Michael que cogió unos tablones del patio y los apuntaló formando una cruz sobre la puerta. Luego se puso a trabajar por fin en el conjuro que le había devuelto a la señorita Angorian.

Media hora más tarde el pomo se giró solo con el negro hacia abajo. La puerta se puso a temblar. Michael se agarró a Sophie.

—No tengas miedo —le dijo tembloroso—. Yo te protegeré.

La puerta se sacudió violentamente durante unos minutos. Y luego se detuvo. Michael soltó a Sophie con gran alivio cuando se oyó una violenta explosión. Los tablones cayeron al suelo. Calcifer se retiró hacia el fondo del hogar y Michael se escondió en el armario de la limpieza, dejando a Sophie sola cuando se abrió la puerta y Howl entró hecho una furia.

—¡Esto es demasiado, Sophie! —dijo—. Yo también vivo aquí.

Estaba empapado. El traje gris y escarlata estaba blanco y marrón. Las mangas y las puntas de su cabello goteaban agua.

Sophie miró el taco, que seguía apuntando hacia el negro. «La señorita Angorian», pensó. «Y ha ido a verla con el traje encantado.»

—¿Dónde has estado? —preguntó.

Howl estornudó.

—Plantado en la lluvia. No es asunto tuyo —dijo con voz ronca—. ¿Para qué eran esos tablones?

—Los he puesto yo —dijo Michael, mientras se deslizaba fuera del armario—. La bruja…

—Ya veo que crees que no sé lo que me hago —dijo Howl irritado—. Tengo puestos tantos conjuros de pérdida que la ma­yoría de la gente no nos encontraría nunca. Incluso a la bruja le calculo tres días. Calcifer, necesito beber algo caliente.

Calcifer estaba otra vez muy alto entre sus troncos, pero en cuanto Howl se acercó a la chimenea, se escondió de nuevo.

—¡No te acerques así! ¡Estás mojado! —siseó.

—Sophie —suplicó Howl.

Sophie se cruzó de brazos sin piedad.

—¿Y qué pasa con Lettie? —preguntó.

—Estoy calado hasta los huesos —dijo Howl—. Tengo que beber algo caliente.

—Y yo he dicho, ¿qué pasa con Lettie Hatter? —insistió Sophie.

—¡Olvídalo! —dijo Howl. Se sacudió. El agua cayó for­mando un perfecto círculo a su alrededor. Howl salió de él con el pelo perfectamente seco y el traje gris y escarlata sin rastro de humedad, y fue a buscar la sartén—. El mundo está lleno de mujeres sin corazón, Michael. Puedo nombrar a tres sin tener que pensar ni un segundo.

—¿Y una de ellas es la señorita Angorian? —preguntó Sophie.

Howl no contestó. Ignoró a Sophie majestuosamente du­rante el resto de la mañana mientras discutía con Michael y Calcifer sobre cómo mover el castillo. Howl iba a huir de verdad, justo como ella le había advertido al Rey; o al menos eso pensaba Sophie mientras cosía más triángulos del traje azul y plateado. Sabía que tenía que hacer que Howl se qui­tara el gris y escarlata lo antes posible.

—No creo que haga falta mover la entrada de Porthaven —dijo Howl. Conjuró un pañuelo de la nada y se sonó la nariz con un berrido tal que Calcifer flameó incómodo—. Pero quiero que el castillo viajero esté bien lejos de cualquier sito donde haya estado antes y hay que cerrar la entrada de Kingsbury.

En ese momento alguien llamó a la puerta. Sophie notó que Howl se sobresaltaba y miraba alrededor tan preocupado como Michael. Ninguno de los dos respondió. «¡Cobarde!», pensó Sophie con desprecio. Se preguntó por qué se habría tomado tantas molestias por él el día anterior. «¡Debo de ha­berme vuelto loca!», murmuró dirigiéndose al traje azul y plateado.

—¿Y qué hay de la entrada del negro? —preguntó Michael cuando la persona que llamaba pareció haberse ido.

—Esa se queda —dijo Howl, y se conjuró otro pañuelo con una fioritura final.

«¡Claro!», pensó Sophie, «porque ese color lleva a la se­ñorita Angorian. ¡Pobre Lettie!».

A media mañana Howl conjuraba los pañuelos de dos en dos y de tres en tres. En realidad Sophie vio que eran cua­drados de papel esponjoso. No paraba de estornudar. La voz se le iba volviendo cada vez más ronca. Al poco tiempo con­juraba los pañuelos de dos en dos y de tres en tres. Las cenizas de los que ya estaban usados se amontonaban alrededor de Calcifer.

—¡Por qué será que siempre que voy a Gales vuelvo con un resfriado! —gimió Howl, y se conjuró un montón de pa­ñuelos a la vez.

Sophie rebufó.

—¿Has dicho algo? —preguntó Howl con voz cascada.

—No, pero estoy pensando que la gente que huye de todo se merece todos los catarros que pueda pillar —contestó So­phie—. La gente que ha sido nombrada por el Rey para hacer algo y sale a cortejar bajo la lluvia en vez de cumplir con su misión es la única culpable de sus males.