—Es una idea inusual —concedió el Rey con gravedad—. Pero le dije que le recompensaría con creces si aceptaba.
—Ah, el dinero no le importa —dijo Sophie—. Pero la bruja del Páramo le causa terror. Le ha puesto una maldición.
—Entonces tiene motivos para estar asustado —dijo el Rey con un ligero escalofrío—. Pero cuénteme más sobre el Mago, por favor.
«¿Más sobre Howl?», pensó Sophie desesperadamente. «¡Tengo que ensuciar su nombre!». Tenía la mente tan vacía que por un momento le pareció que Howl no tenía ningún defecto. «¡Qué estupidez!».
—Pues es inconstante, atolondrado, egoísta e histérico —dijo—. La mitad de las veces me parece que no le importa qué les pase a los demás, siempre que no le afecta a él, pero luego descubro que ha sido de lo más considerado con alguien. Después me da la impresión de que solo se porta bien cuando le conviene, pero entonces me entero de que cobra de menos a los pobres. No sé, Su Majestad, es un lío.
—A mí me da la impresión —dijo el Rey— de que Howl es un truhán sin principios, escurridizo, con un pico de oro y muy listo. ¿Está de acuerdo?
—¡Qué bien lo ha dicho! —dijo Sophie de corazón—. Pero se le ha olvidado mencionar lo presumido que es y…
Miró con desconfianza al Rey a través de los metros de alfombra. Parecía sorprendentemente dispuesto a ayudarle a ensuciar el nombre de Howl.
El Rey sonreía. Era la sonrisa ligeramente insegura que iba con la persona que era, más que con el Rey que debía ser.
—Gracias, señora Pendragon —dijo—. Su franqueza me ha quitado un peso de encima. El Mago accedió a buscar a mi hermano con tanta presteza que pensé que había elegido a la persona equivocada después de todo. Temí que fuera una persona incapaz de resistirse a alardear o que haría cualquier cosa por dinero. Pero usted me ha demostrado que es justamente el hombre que necesito.
—¡Ay, señor! —exclamó Sophie—. ¡Y él que me ha enviado a decirle justo lo contrario!
—Y eso es lo que ha hecho usted —dijo el Rey, acercando su silla un dedo hacia Sophie—. Permítame que sea igual de franco que usted. Señora Pendragon, necesito urgentemente que vuelva mi hermano. No es solo que le tenga cariño y que lamente la discusión que tuvimos. Ni siquiera es por que haya ciertas personas que murmuran que yo mismo lo despaché, lo cual cualquiera que nos conozca sabe que es una auténtica estupidez. No, señora Pendragon. La verdad es que mi hermano Justin es un general brillante y ahora que Alta Norlandia y Estrangia están a punto de declararnos la guerra, no puedo prescindir de él. Y además, la bruja también me ha amenazado a mí. Ahora que todos los informes confirman que Justin se dirigió al Páramo, estoy seguro de que la bruja tenía intención de privarme de él cuando más lo necesitaba. Creo que se llevó al mago Suliman como cebo para capturar a Justin. De lo que se deduce que necesito a un mago inteligente y sin escrúpulos para recuperarlo.
—Howl saldrá corriendo —le advirtió Sophie al Rey.
—No —dijo el Rey—. No creo. Me lo dice el hecho de que la haya enviado a usted. Lo hizo para mostrarme que era demasiado cobarde como para que le importe lo que yo piense de él, ¿no es cierto, señora Pendragon?
Sophie asintió. Deseó poder recordar los sutiles comentarios de Howl. El Rey los hubiera entendido.
—No es una acción propia de un hombre vanidoso —dijo el Rey—. Pero nadie lo haría a no ser que fuese el último recurso, lo que me demuestra que el mago Howl hará lo que le pido si le dejo claro que su último recurso ha fallado.
—Yo creo que podría estar interpretando… esto… débiles insinuaciones donde no las hay, Su Majestad —dijo Sophie.
—A mí me parece que no —dijo el Rey con una sonrisa. Sus facciones ligeramente vagas se habían reafirmado. Estaba seguro de tener razón—. Señora Pendragon, dígale al mago Howl que a partir de ahora le nombro Mago Real, y es Nuestro Real Mandato que encuentre al príncipe Justin, vivo o muerto, antes de que termine el año. Ahora tiene permiso para irse.
Extendió la mano hacia Sophie, igual que había hecho la señora Pentstemmon, pero no tan majestuosamente. Sophie se levantó, sin saber si debía besarle la mano o no. Pero como de lo que de verdad tenía ganas era de levantar su bastón y pegarle al Rey con él en la cabeza, decidió estrecharle la mano y hacer una pequeña reverencia. Pareció ser lo correcto. El Rey le dirigió una sonrisa amistosa mientras ella se alejaba cojeando hacia las puertas.
—¡Maldición! —murmuró para sí. No solo había logrado exactamente lo que Howl quería evitar, sino que ahora trasladaría el castillo a mil millas de distancia. Lettie, Martha y Michael serían todos desgraciados y para colmo de males sin duda habría torrentes de fango verde—. Eso me pasa por ser la mayor —murmuró mientras empujaba las pesadas puertas—. ¡Así es imposible hacer nada bien!
Y además había otra cosa que había salido mal. Debido a su enfado y contrariedad, de alguna manera Sophie había salido por la puerta que no era. Esta antesala estaba cubierta de espejos. En ellos vio su propia figura pequeña inclinada y renqueante vestida de gris, a mucha gente con el uniforme azul de la corte y otros con trajes tan finos como el de Gol; pero no vio a Michael, quien, naturalmente estaba esperando en la antesala recubierta de paneles de madera de cien tipos distintos.
—¡Maldita sea!
Uno de los cortesanos se acercó a toda prisa y se inclinó ante ella.
—¡Señora Hechicera! ¿En qué puedo servirla?
Era un joven muy bajito, con los ojos enrojecidos. Sophie lo miró fijamente.
—¡Cielo santo! —exclamó Sophie—. ¡Así que el conjuro funcionó!
—Pues sí —dijo el pequeño cortesano ligeramente avergonzado—. Le desarmé mientras estornudaba y ahora me ha puesto un pleito. Pero lo más importante es que… —su rostro se iluminó con una gran sonrisa— … es que ¡mi querida Jane ha regresado conmigo! Ahora, ¿en qué puedo servirle? Me siento responsable de su felicidad.
—No estoy segura de que no sea al revés —dijo Sophie—. ¿No serás por casualidad el Conde de Catterack?
—A su servicio —dijo el pequeño cortesano, con una reverencia.
¡Jane Farrier debía de sacarle una cabeza!, pensó Sophie. Es culpa mía, está claro.
—Sí, puedes ayudarme —dijo, y le contó lo de Michael.
El Conde de Catterack le aseguró que irían a buscar a Michael y lo llevarían al vestíbulo para encontrarse allí con ella. No era ningún problema. Él mismo la condujo hasta un ayudante enguantado y se la pasó con muchas sonrisas y reverencias. Sophie fue pasando de ayudante en ayudante, igual que antes, y al final bajó cojeando las escaleras custodiadas por los soldados.
Michael no estaba allí. Ni tampoco Howl, pero aquello no alivió a Sophie. ¡Debería haberlo sabido! Obviamente el Conde de Catterack era una persona que nunca hacía nada a derechas, igual que ella. Probablemente había sido una suerte que hubiera encontrado la salida. Se sentía tan cansada, acalorada y derrotada que decidió no esperar a Michael. Quería sentarse en la silla junto al fuego y contarle a Calcifer cómo lo había estropeado todo.
Bajó renqueante por la escalinata y continuó avanzando con dificultad por una gran avenida. Siguió cojeando por otra, donde las torres, capiteles y tejados dorados giraban a su alrededor en una mareante profusión. Y se dio cuenta de que la situación era peor de lo que pensaba: se había perdido. No tenía ni idea de cómo encontrar el establo donde estaba la entrada del castillo. Tomó otra hermosa avenida al azar, pero tampoco la reconoció.
Para entonces ni siquiera sabía cómo volver a Palacio. Intentó preguntar a la gente con la que se cruzaba. Pero la mayoría parecían tan acalorados y cansados como ella.
—¿El mago Pendragon? —decían—. ¿Quién es ese?
Sophie siguió avanzando penosamente sin esperanza. Estaba a punto de rendirse y sentarse en el siguiente portal a pasar la noche, cuando se topó con el estrecho callejón donde estaba la casa de la señora Pentstemmon. Pensó entonces que podía preguntarle al mayordomo. Howl y él parecían tan amigos que seguro que sabía dónde vivía. Así pues, tomó esa calle.
La bruja del Páramo venía hacia ella.
Es difícil saber cómo reconoció Sophie a la bruja. Tenía una cara distinta. En lugar de sus ordenados rizos castaños, lucía una cascada pelirroja que le llegaba casi a la cintura, y vestía una gasas vaporosas cobrizas y amarillo pálido. Estaba muy lozana y hermosa. Sophie la reconoció de inmediato. Estuvo a punto de detenerse, pero no del todo.
«No tiene por qué acordarse de mí», pensó Sophie. Seguro que no soy más que una de las cientos de personas que ha encantado. Y siguió avanzando con valentía, golpeando con el bastón sobre los adoquines y recordando que, en caso de peligro, la señora Pentstemmon había dicho que aquel bastón se había convertido en un objeto poderoso.
Aquello fue otro error. La bruja se acercó flotando por la callejuela, sonriendo, haciendo girar su sombrilla, seguida por dos pajes enfurruñados vestidos de terciopelo anaranjado. Cuando estuvo a su altura, se detuvo y Sophie distinguió un perfume tostado.
—¡Anda, pero si es la señorita Hatter! —dijo la bruja, riéndose—. ¡Nunca olvido una cara, particularmente si la he creado yo misma! ¿Qué estás haciendo aquí con ese traje tan elegante? Si venías a visitar a esa señora Pentstemmon, ahórrate el esfuerzo. La vieja está muerta.
—¿Muerta? —preguntó Sophie. Tuvo el impulso insensato de añadir: «¡Pero si hace una hora estaba viva!». Pero no lo dijo, porque la muerte es así, uno está vivo hasta que se muere.
—Sí. Muerta —dijo la bruja—. Se negó a revelarme dónde está cierta persona que yo quería encontrar. Me dijo: «Por encima de mi cadáver», así que le tomé la palabra.
«¡Está buscando a Howl!», pensó Sophie. «¿Y ahora qué hago?». Si no hubiera estando tan cansada y acalorada, Sophie habría tenido miedo hasta de pensar. Porque una Bruja capaz de matar a la señora Pentstemmon no tendría ningún problema con Sophie, con bastón o sin él. Y si por un momento sospechaba que Sophie sabía dónde estaba Howl, aquel podría ser su final. Tal vez era mejor que no recordara dónde estaba la entrada del castillo.
—No sé quién es esta persona a la que has matado —dijo—, pero eso te convierte en una malvada asesina.
De todas formas, la bruja pareció desconfiar.
—¿No habías dicho que ibas a visitar a la señora Pentstemmon?
—No —respondió Sophie—. Eso lo has dicho tú. Y no tengo que conocerla para llamarte malvada por haberla matado.
—¿Entonces adonde vas? —dijo la bruja.
Sophie sintió la tentación de decirle a la bruja que se ocupara de sus asuntos. Pero aquello era buscarse problemas, así que dijo lo único que se le ocurrió:
—Voy a ver al Rey.
La bruja se echó a reír incrédula.
—¿Y el Rey te querrá ver a ti?
—Sí, claro —declaró Sophie, temblando de terror e ira—. Tengo una cita. Voy a… a pedirle mejores condiciones para los sombrereros. Y voy de todas formas, incluso después de lo que me has hecho.
—Entonces vas en la dirección equivocada —le dijo la bruja—. El Palacio está detrás de ti.
—¡Ah! ¿Sí? —exclamó Sophie, con una sorpresa que no tuvo que fingir—. Entonces debo de haberme confundido. Desde que me dejaste así he perdido el sentido de la orientación.
La bruja se rió con ganas sin creerse una palabra de todo aquello.
—Entonces ven conmigo —dijo—, y te mostraré el camino a Palacio.
No parecía haber nada que Sophie pudiera hacer excepto dar media vuelta y caminar con dificultad junto a la bruja, con los dos pajes siguiéndolas a regañadientes. Sophie se sumió en la rabia y la desesperación. Miró a la bruja, que flotaba a su lado con elegancia, y recordó que la señora Pentstemmon le había dicho que en realidad era una anciana. «¡No es justo!», pensó Sophie, pero no podía hacer nada al respecto.
—¿Por qué me convertiste en esto? —le preguntó mientras avanzaban por una gran avenida con una fuente en su extremo.
—Porque estabas impidiéndome obtener cierta información que me hacía falta —dijo la bruja—. Al final la conseguí, por supuesto.
Sophie se quedó totalmente confundida. Estaba preguntándose si serviría de algo decir que aquello debía de ser un error, cuando la bruja añadió:
—Aunque me parece que no sabías lo que estabas haciendo —dijo riéndose, como si eso fuera lo más gracioso de todo—. ¿Has oído hablar de un país llamado Gales? —preguntó.