El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—Me gustaba más con el pelo moreno —anunció la señora Pentstemmon—. Este muchacho va a ir por mal camino.

—¿Quién? ¿Michael? —preguntó Sophie, confundida.

—No —dijo la señora Pentstemmon—. No creo que el cria­do sea lo bastante listo como para preocuparme. Me refiero a Howell, señora Pendragon.

—Ah —dijo Sophie, preguntándose por qué la señora Pentstemmon habría usado la expresión «va a ir». Evidente­mente, Howl iba por el mal camino desde hacía mucho tiempo.

—Por ejemplo, su apariencia —dijo generalizando la señora Pentstemmon—. Fíjese en la ropa.

—Sí, es muy cuidadoso con su apariencia —comentó So­phie, preguntándose por qué lo estaría expresando con tanto cuidado.

—Siempre lo fue. Yo también cuido mi apariencia, y no me parece nada mal —dijo la señora Pentstemmon—. ¿Pero a qué viene eso de ir por ahí con un traje encantado? Es un conjuro de atracción espectacular, dirigido a las mujeres. Muy bien hecho, lo admito, casi imposible de detectar, incluso para mis ojos expertos, pues parece que va hilvanado en las cos­turas, y desde luego le volverá prácticamente irresistible ante cualquier mujer. Esto representa un paso hacia las artes negras que, como madre, seguro que le preocupa, señora Pendragon.

Sophie pensó incómoda en el traje gris y escarlata. Ella había remendado las costuras sin percatarse de que hubiera nada de particular. Pero la señora Pentstemmon era una ex­perta en magia y Sophie tan solo una experta en costura.

La señora Pentstemmon puso los dos mitones sobre el bas­tón e inclinó su cuerpo agarrotado, de forma que sus ojos expertos y penetrantes se clavaron en los de Sophie, que se sintió cada vez más nerviosa e incómoda.

—Mi vida está llegando a su fin —anunció la señora Pents­temmon—. Hace tiempo que oigo a la muerte acercarse de puntillas.

—Estoy segura de que no es así —dijo Sophie, intentando sonar tranquilizadora. Era difícil conseguirlo con la señora Pentstemmon mirándola de aquella manera.

—Le aseguro que sí —dijo la señora Pentstemmon—. Por eso estaba impaciente por verla, señora Pendragon. Verá, Howell fue mi último alumno y sin duda el mejor. Estaba a punto de retirarme cuando llegó él de tierras extrañas. Pensé que mi labor estaba hecha cuando entrené a Benjamín Sullivan, a quien probablemente conoce como el mago Suliman, descanse en paz, y le conseguí el puesto de Mago Real. Cu­riosamente, vino del mismo país que Howell. Luego llegó Howell y a primera vista supe que poseía el doble de imaginación y el doble de capacidad y, aunque admito que tenía algunos defectos de carácter, sabía que era una fuerza del bien. Para hacer el bien, señora Pendragon. Y ahora, ¿qué es?

—Eso mismo me pregunto yo —dijo Sophie.

—Le ha ocurrido algo —dijo la señora Pentstemmon, sin dejar de mirar fijamente a Sophie—. Y estoy decidida a arre­glarlo antes de morir.

—¿Qué cree que le ha pasado? —preguntó Sophie incó­moda.

—Confiaba en que usted me lo dijera —replicó la señora Pentstemmon—. Mi instinto me dice que ha ido por el mismo camino que la bruja del Páramo. Me han dicho que en tiempos no era malvada, aunque no son más que rumores, ya que es más vieja que nosotras dos, y se mantiene joven con sus malas artes. Howell tiene un talento del mismo calibre que el suyo. Parece que los que tienen una capacidad tan grande no pueden resistirse a procurarse un poco más de inteligencia, aunque sea peligroso, lo que resulta en un defecto fatal que les empuja a un lento descenso hacia el mal. ¿Por casualidad no tendría una pista sobre qué puede ser?

Sophie oyó en su cabeza la voz de Calcifer diciendo: «A la larga, este contrato no nos conviene a ninguno de los dos». Sintió un escalofrío, pese al calor que entraba por las ventanas abiertas de la sala elegante en penumbra.

—Sí —dijo—. Ha firmado algún tipo de contrato con su demonio del fuego.

Las manos de la señora Pentstemmon temblaron un poco sobre el bastón.

—Eso debe de ser. Debe romper ese contrato, señora Pendragon.

—Lo haría, si supiera cómo —dijo Sophie.

—Seguro que sus sentimientos maternales y su poderosa magia le dirán cómo hacerlo. La he estado observando, señora Pendragon, aunque no se haya dado cuenta…

—Sí que me he dado cuenta, señora Pentstemmon —dijo Sophie.

—… y me gusta su talento —terminó la señora Pentstem­mon—. Le da vida a las cosas, como a ese bastón que lleva, con el que evidentemente ha estado hablando hasta que se ha convertido en lo que el hombre de la calle llamaría una varita mágica. Creo que no le costará demasiado romper el contrato.

—Sí, pero necesito saber cuáles son los términos —dijo Sophie—. ¿Le ha dicho Howl que soy bruja? Porque si se lo ha dicho…

—No. No hay por qué ser modesta. Puede confiar en mi experiencia para saber estas cosas —dijo la señora Pentstem­mon. Después, para alivio de Sophie, cerró los ojos. Era como si hubieran apagado una potente lámpara—. Yo no sé nada de semejantes contratos, ni quiero saberlo —su bastón tembló de nuevo, como si estuviera tiritando. Sus labios se contrajeron de repente, como si hubiera mordido inesperadamente un gra­no de pimienta—. Ahora entiendo lo que le ha pasado a la bruja —dijo—. Hizo un contrato con el demonio del fuego y al cabo de los años el demonio ha ido tomando control sobre ella. Los demonios no entienden la diferencia entre el bien y el mal. Pero se les puede engañar para que firmen un contrato, siempre que el humano les ofrezca algo valioso, algo que solo los humanos tienen. Esto prolonga la vida de ambos y el humano obtiene el poder mágico del demonio para aumentar el suyo propio —la señora Pentstemmon abrió de nuevo los ojos—. Ya no puedo decir más sobre el asunto, excepto aconsejarle que encuentre qué consiguió el demonio a cambio. Ahora debo despedirme. Tengo que descansar un poco.

Y como por arte de magia, lo que probablemente era el caso, se abrió la puerta y apareció el paje para acompañar a Sophie fuera de la sala. Sintió un gran alivio al marcharse. Para entonces estaba prácticamente retorciéndose de vergüen­za. Volvió la vista hacia la forma rígida de la señora Pents­temmon mientras se cerraba la puerta y se preguntó si se hubiera sentido igual de mal si realmente hubiera sido la madre de Howl. Sophie pensó que sí.

—¡Me quito el sombrero ante Howl por aguantarla como profesora más de un día! —murmuró para sí.

—¿Perdón, señora? —le preguntó el paje, pensando que Sophie le estaba hablando a él.

—He dicho que bajes despacio las escaleras o no podré seguirte —le dijo Sophie. Las rodillas le temblaban—. Los jó­venes vais como locos —añadió.

El joven la llevó más despacio y con más consideración por las escaleras relucientes. A mitad de camino, Sophie se había recuperado lo suficiente de la personalidad de la señora Pentstemmon como para poder pensar en algunas de las cosas que le había dicho. Le había dicho que era Bruja. Curiosa­mente, Sophie lo aceptó sin ningún problema. Le pareció que aquello explicaba la popularidad de ciertos sombreros. Expli­caba lo de Jane Farrier y el Conde Fulanito. Y probablemente

explicaba los celos de la bruja del Páramo. Era como si Sophie siempre lo hubiera sabido, pero le hubiera parecido que no era apropiado tener talento para la magia porque era la mayor de tres hermanas. Lettie había sido mucho más sensata para esas cosas.

Luego pensó en el traje gris y escarlata y estuvo a punto de caerse por las escaleras de la impresión. El encantamiento se lo había puesto ella. Se recordaba murmurándole al traje: «¡Hecho para atraer a las jovencitas!». Y por su puesto así había sido. Había encantado a Lettie aquel día en el huerto. El día anterior, aunque un poco disimulado, debía de haber hecho efecto también sobre la señorita Angorian.

«¡Ay, madre mía!», pensó Sophie. «¡Por mi culpa se han multiplicado el número de corazones rotos! ¡Tengo que qui­tarle el traje como sea!».

Howl, con aquel mismo traje, estaba esperando en el re­cibidor blanco y negro con Michael, que le dio un golpecito a su maestro con expresión preocupada cuando la vio bajar las escaleras tan despacio detrás del paje.

Howl parecía triste.

—Pareces un poco cansada —le dijo—. Creo que será mejor que te saltes la visita al Rey. Iré a ensuciar mi propio nombre y me disculparé por tu ausencia. Diré que te has puesto en­ferma por mis maldades. Y por el aspecto que tienes, podría ser cierto.

Sophie desde luego no tenía ninguna gana de ver al Rey. Pero pensó en lo que le había dicho Calcifer. Si el Rey or­denaba a Howl ir al Páramo y la bruja lo atrapaba, las pro­babilidades de que Sophie volviera a ser joven otra vez se esfumarían.

Negó con la cabeza.

—Después de la señora Pentstemmon —dijo—, el Rey de Ingary me va a parecer una persona normal y corriente.

CAPÍTULO 13.

“En el que Sophie ensucia el nombre de Howl”

Cuando llegó al Palacio, Sophie volvió a sentirse mal. Sus muchas cúpulas doradas la cegaban. Para llegar a la entrada principal había que subir una enorme es­calinata, donde un soldado con uniforme escarlata montaba guardia cada seis escalones. Los pobres muchachos debían es­tar a punto de desmayarse con el calor, pensó Sophie mientras pasaba resoplando junto a ellos.

Al final de los escalones había arcos, salones, corredores, vestíbulos, uno detrás de otro. Sophie perdió la cuenta. En cada arcada una persona espléndidamente vestida, con guantes, que de algún modo seguían blancos a pesar del calor, le pre­guntaba qué la traía por allí y luego la conducían hasta la siguiente persona en la siguiente arcada.

—¡La señora Pendragon para ver al Rey! —resonaba la voz de cada uno por los pasillos.

Aproximadamente a mitad de camino separaron a Howl educadamente y le pidieron que esperara. A Michael y a So­phie los siguieron escoltando de una puerta a otra. Los lle­varon al piso superior, donde los lacayos pasaron a estar es­pléndidamente vestidos de azul en lugar de rojo, y fueron escoltados hasta llegar a una antesala recubierta de paneles de madera de cien colores distintos. Allí apartaron también a Michael y le pidieron que esperara. Sophie, que para entonces no estaba segura de si estaba inmersa en un sueño extraño, fue conducida a través de unas puertas enormes, y esta vez la voz resonante anunció:

—Su Majestad, la señora Pendragon ha venido a verle.

Y allí estaba el Rey, no en un trono sino sentado en una silla cuadrada que tenía como único adorno una hoja dorada, en el medio de una gran sala, vestido con mucha más mo­destia que sus sirvientes. Estaba totalmente solo, como una
persona normal. Es cierto que estaba sentado con una pierna extendida en un ademán más bien real, y que era atractivo de una forma regordeta y un tanto vaga, pero a Sophie le pareció demasiado joven y un poco demasiado orgulloso para
ser el Rey. Sentía que, con aquella cara, debía de sentirse menos seguro de sí mismo. El Rey le dijo:

—Y bien, ¿para qué quiere verme la madre del mago Howl?

Y Sophie se sintió de repente sobrecogida de estar hablan­ do con el Rey. Era como si el hombre que estaba allí sentado y el cargo tan importante que suponía reinar fueran dos cosas distintas que por casualidad ocuparan la misma silla. Y se dio cuenta de que no recordaba ni una sola palabra de todas las cosas estudiadas que Howl le había encargado decir. Pero tenía que decir algo.

—Me ha enviado para anunciarle que no va a ir a buscar a su hermano, Su Majestad.

Miró al Rey fijamente. El monarca le devolvió la mirada. Aquello era un desastre.

—¿Está segura? —preguntó el Rey—. El Mago parecía muy dispuesto cuando hablé con él.

Lo único que Sophie tenía en la cabeza era que había venido a ensuciar el hombre de Howl, así que añadió:

—Mintió. No quería molestarle. Es tan escurridizo como una anguila, si sabe a lo que me refiero, Su Majestad.

—Y espera escabullirse sin tener que buscar a mi hermano Justin —dijo el Rey—. Comprendo. ¿Por qué no se sienta, ya que veo que no es tan joven, y me cuenta las razones del Mago?

Bastante lejos del Rey había otra silla corriente. Sophie se acercó hasta ella renqueante y se sentó con las manos apoyadas en su bastón, como la señora Pentstemmon, esperando sentirse mejor así. Pero su mente seguía completamente en blanco por los nervios. Lo único que se le ocurrió fue:

—Solo un cobarde enviaría a su anciana madre a suplicar en su lugar. Con eso Su Majestad se puede dar cuenta del tipo de persona que es.