El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—Bueno, pues ya lo tiene —dijo la tajante señorita An­gorian—. Antes de que se vaya, ¿le importaría devolverme la hoja de los deberes? Las fotocopias cuestan dinero.

Howl sacó el papel enseguida y lo levantó justo fuera de su alcance.

—Y ahora este poema —dijo—, me tiene intrigado. Es una tontería, en realidad, pero no me acuerdo de cómo termina. Es de Walter Raleigh, ¿no?

La señorita Angorian lo miró con desprecio.

—Por supuesto que no. Es de John Donne y es muy co­nocido. Aquí tengo el libro en el que aparece, si quiere refrescarse la memoria.

—Por favor —y por cómo siguió con la vista a la señorita Angorian hacia la estantería, Sophie se dio cuenta de que aquella era la verdadera razón por la Howl había venido a esta tierra extraña donde vivía su familia.

Pero a Howl no le importaría matar dos pájaros de un tiro.

—Señorita Angorian —dijo suplicante, observando su si­lueta cuando ella se estiraba para coger el libro—, ¿consideraría usted la posibilidad de salir a cenar conmigo esta noche?

La señorita Angorian se dio la vuelta con un gran libro en la mano, con una expresión más severa que nunca.

—No —dijo—. Señor Jenkins, no sé qué habrá oído sobre mí, pero debe saber que todavía me considero comprometida con Ben Sullivan…

—No sé quién es —dijo Howl.

—Mi prometido —dijo la señorita Angorian—. Desapareció hace años. Y ahora, ¿quiere que le lea en voz alta el poema?

—Por favor —dijo Howl, sin arredrarse—. Tiene usted una voz tan hermosa.

—Entonces empezaré con la segunda estrofa —dijo la se­ñorita Angorian—, ya que tiene la primera en la mano.

Leía muy bien, no solo melodiosamente sino en una forma en la que la segunda estrofa parecía encajar con el ritmo de la primera, cosa que en opinión de Sophie no ocurría en ab­soluto sobre el papel:

Si has nacido con visiones extrañas,

cosas invisibles a los ojos,

cabalga diez mil días con sus noches

hasta que la edad nieve de blanco tus cabellos.

Cuando regreses, me contarás

todas las extrañas maravillas que te han ocurrido,

y jurarás

que en ningún lugar

existe ninguna mujer hermosa y fiel.

Si encontrases…

Howl se había puesto terriblemente pálido. Sophie perci­bió el sudor en su rostro.

—Gracias —dijo—. Ya puede parar. No la molestaré con el resto. Incluso la buena mujer es infiel en el último verso, ¿no es así? Ahora me acuerdo. Qué tonto he sido. John Donne, naturalmente —la señorita Angorian bajó el libro y lo miró. Howl forzó una sonrisa—. Ahora tenemos que irnos. ¿No cam­biará de opinión sobre la cena?

—No —dijo la señorita Angorian—. ¿Se encuentra bien, señor Jenkins?

—Estupendamente —dijo Howl, mientras empujaba a Michael y Sophie escaleras abajo y hacia el horrible carruaje sin caballos. Los observadores invisibles en las casas de alrededor debieron de pensar que la señorita Angorian los perseguía con un sable, a juzgar por la velocidad con la que Howl los metió en el coche y se marchó.

—¿Qué pasa? —preguntó Michael mientras el carruaje avanzaba rugiendo colina arriba y Sophie se agarraba a los pedazos del asiento con todas sus fuerzas. Howl fingió no haberlo oído. Así que Michael esperó hasta que Howl guardó el carro en la caseta y volvió a preguntar.

—Ah, nada —dijo Howl con arrogancia, dirigiendo el ca­mino hacia la casa amarilla llamada Rivendell—. La bruja del Páramo me ha pillado con su maldición, nada más. Tenía que pasar, antes o después —parecía estar calculando o haciendo sumas de memoria mientras abría la puerta del garaje—. Diez mil —le oyó murmurar Sophie—. Eso será sobre el día del solsticio de verano.

—¿Qué pasa el 21 de junio? —preguntó Sophie.

—Que cumpliré diez mil días de vida —dijo Howl—. Y ese día, doña Metomentodo —dijo, entrando en el jardín de RIVENDELL—, será el día en que tendré que enfrentarme a la bruja del Páramo —Sophie y Michael se quedaron parados en el camino, con los ojos clavados en la espalda de Howl, donde se leían las misteriosas palabras RUGBY de GALES—. Si me man­tengo alejado de las sirenas —le oyeron murmurar— y no toco una raíz de mandrágora…

Michael lo llamó.

—¿Tenemos que volver a entrar en esa casa?

Y Sophie añadió:

—¿Y qué hará la bruja?

—Me dan escalofríos solo de pensarlo —apuntó Howl—. Tú no tienes que volver a entrar allí, Michael.

Abrió la puerta de cristal. Dentro estaba la sala del cas­tillo. Las grandes llamas de Calcifer coloreaban las paredes de azul y verde a la luz del atardecer. Howl apartó hacia atrás sus largas mangas y le echó un tronco.

—Nos ha cogido, viejo amigo azul —dijo.

—Ya lo sé —dijo Calcifer—. Noté cómo se agarraba.

CAPÍTULO 12

“En el que Sophie se convierte en la madre de Howl”

Sophie no entendía para qué iba a servir en­suciar el nombre de Howl ante el Rey, ahora que la bruja lo había encontrado. Pero el mago le dijo que era más impor­tante que nunca.

—Necesitaré toda mis energías para poder escapar de la bruja. Y si tengo al Rey encima, no seré capaz de hacerlo.

Así pues, la tarde siguiente Sophie se puso la ropa nueva y se sentó, sintiéndose bien aunque un poco agarrotada, mien­tras esperaba a que Michael se arreglara y a que Howl ter­minara en el cuarto de baño. En ese tiempo le contó a Calcifer cómo era el extraño país donde vivía la familia de Howl. Era una forma de no pensar en el Rey.

Calcifer estaba muy interesado.

—Sabía que venía del extranjero —dijo—. Pero esto parece ser otro mundo. La bruja ha sido muy lista al mandarle la maldición desde allí. Muy lista, sí, señor. Admiro ese tipo de magia, la que usa algo que ya existe y lo convierte en una maldición. Me pareció algo curioso cuando lo estabais leyendo el otro día. El bobo de Howl le contó demasiado sobre sí mismo.

Sophie observó el rostro delgado y azul de Calcifer. No le sorprendió descubrir que Calcifer admiraba la maldición, ni que llamara bobo a Howl. Siempre lo estaba insultando. Pero lo que no conseguía decidir era si Calcifer odiaba a Howl de verdad. Tenía siempre una expresión tan malvada que era difícil saberlo. El demonio del fuego movió sus ojos anaran­jados para mirar a los de Sophie.

—Yo también estoy asustado —dijo—. Sufriré con Howl si la bruja le atrapa. Si no rompes el contrato antes de que lo haga ella, no podré ayudarte.

Antes de que Sophie pudiera hacer más preguntas, Howl salió del cuarto de baño más elegante que nunca, inundando la habitación con perfume de rosas y llamando a Michael a gritos. El muchacho bajó corriendo las escaleras con su nuevo traje de terciopelo azul. Sophie se levantó y cogió su fiel bas­tón. Había que irse.

—¡Qué aspecto tan elegante y majestuoso! —le dijo Michael.

—Me deja en buen lugar —dijo Howl—, excepto por ese horrible bastón viejo.

—Hay gente de lo más egocéntrica —intervino Sophie—. Este bastón va conmigo. Lo necesito como apoyo moral.

Howl levantó la vista al techo, pero no discutió.

Salieron majestuosamente a las calles de Kingsbury. So­phie, naturalmente, miró hacia atrás para ver cómo era el castillo desde fuera. Y vio un dintel grande y curvo sobre una puerta negra y pequeña. El resto del castillo parecía ser un trozo de pared entre dos casas de piedra labrada.

—Antes de que preguntes —dijo Howl—, en realidad no es más que un establo vacío. Por aquí.

Recorrieron las calles con un aspecto tan elegante como cualquiera de los moradores de la ciudad. La verdad es que no había mucha gente. Kinsgbury estaba muy al sur y hacía un día terriblemente caluroso. El empedrado brillaba al sol. Sophie descubrió otro inconveniente de la vejez: uno se siente muy extraño cuando hace mucho calor. Los grandiosos edi­ficios temblaban ante sus ojos. Eso le molestaba porque quería verlo todo, pero lo único que consiguió distinguir fue una impresión borrosa de cúpulas doradas y casas altas.

—Por cierto —dijo Howl—, la señora Pentstemmon te lla­mará señora Pendragon. Con ese apellido me conocen aquí.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sophie.

—Para disimular —dijo Howl—. Pendragon es un apellido precioso, mucho mejor que Jenkins.

—Pues a mí me va muy bien con un nombre sencillo —dijo Sophie mientras tomaban una calle estrecha y agrada­blemente fresca.

—No lo dudo —dijo Howl.

La casa de la señora Pentstemmon era alta y elegante y estaba hacia el final de la calleja. A los lados de la hermosa puerta principal había dos naranjos plantados en tiestos. Les abrió un anciano mayordomo vestido de terciopelo negro, que les condujo a un recibidor fresco con suelo de mármol blanco y negro, donde Michael intentó limpiarse el sudor de la cara discretamente. Howl, que siempre parecía estar fresco, trató a aquel hombre como si fueran viejos amigos y bromeó con él.

El mayordomo los dejó con un paje vestido de terciopelo rojo. Mientras los conducían ceremoniosamente por una es­calera lustrosa, Sophie comenzó a entender por qué aquello era una buena práctica antes de reunirse con el Rey. Ya se sentía como si estuviera en un palacio. Cuando el joven les hizo pasar a una salita en penumbra, le pareció que ni siquiera un palacio podría ser tan elegante. Todo era azul, dorado y blanco, pequeño y elegante. La señora Pentstemmon era lo más elegante de todo. Era alta y delgada y estaba sentada muy derecha en una silla tapizada de azul y dorado. Una mano estaba cubierta por un mitón calado de seda dorada, y la apoyaba sobre un bastón con empuñadura de oro. Vestía sedas doradas, de estilo muy formal y pasado de moda, y portaba un tocado de oro viejo que parecía una corona, atado con un gran lazo bajo el rostro demacrado y aguileno. Era la señora más elegante e imponente que Sophie había visto en su vida.

—Ah, mi querido Howell —dijo, ofreciéndole la mano con el mitón dorado.

Howl se inclinó y la besó, como obviamente se esperaba de él. Aunque su gesto fue de lo más elegante, lo estropeó por la espalda, desde donde se veía cómo agitaba furiosamente la otra mano. Michael, un poco tarde, se dio cuenta de que debía colocarse en la puerta junto al paje. Se retiró hacia allá a toda prisa, feliz de encontrarse tan lejos de la señora Pentstemmon como le fuera posible.

—Señora Pentstemmon, permítame que le presente a mi anciana madre —intervino Howl, señalando en dirección a Sophie. Como Sophie se sentía igual que Michael, Howl tuvo que hacerle un gesto también a ella.

—Encantada. Es un placer —dijo la señora Pentstemmon, y le ofreció su mitón dorado. Sophie no estaba segura si quería que le besara la mano también, pero no se atrevió a intentarlo. En lugar de eso, puso su mano sobre el mitón y sintió la mano bajo la suya como una zarpa vieja y fría. Después de eso, Sophie se sintió sorprendida de que la señora Pentstem­mon estuviera viva—. Perdone que no me levante, señora Pendragon —dijo la señora Pentstemmon—. Mi salud no es buena. Me obligó a dejar las clases hace tres años. Les ruego que se sienten los dos.

Intentando no temblar debido a los nervios, Sophie se sen­tó dignamente en una silla tapizada frente a la señora Pents­temmon, apoyándose en su bastón con la esperanza de estar igual de elegante que ella.

Howl se aposentó con elegancia en la silla de al lado. Parecía estar muy a gusto y Sophie lo envidió.

—Tengo ochenta y seis años —anunció la señora Pentstem­mon—. ¿Cuántos años tiene usted, señora Pendragon?

—Noventa —dijo Sophie, soltando el primer número que le vino a la cabeza.

—¿Tanto? —preguntó la señora Pentstemmon con un tono de lo que podría haber sido una ligera y señorial envidia—. Qué afortunada es usted, que todavía puede moverse con tanta agilidad.

—Ay, sí, está tan ágil —dijo Howl—, que a veces no hay manera de hacerla parar.

La señora Pentstemmon le lanzó una mirada que hizo comprender a Sophie que había sido una profesora al menos tan temible como la señorita Angorian

—Estoy hablando con tu madre —dijo—. Me atrevo a decir que está tan orgullosa de ti como yo. Somos dos ancianas que hemos participado en tu formación. Podría decirse que eres nuestra creación.

—¿No crees que yo haya hecho nada por mí mismo? —preguntó Howl—. ¿Algunos toquecitos propios?

—Unos pocos, y no todos de mi gusto —replicó la señora Pentstemmon—. Pero no querrás quedarte aquí sentado mien­tras hablamos de ti. Ve abajo y siéntate en la terraza con tu paje. El mayordomo os traerá un refresco. Vamos.

Si Sophie no hubiera estado tan nerviosa, se habría reído al ver la expresión del rostro de Howl. Obviamente no es­peraba esto en absoluto. Pero se levantó, encogiendo ligera­mente los hombros, le hizo un gesto de advertencia a Sophie y se marchó de la sala con Michael. La señora Pentstemmon se giró ligeramente para verlos salir y con una inclinación de cabeza le indicó a su paje que las dejara solas. Entonces se volvió hacia Sophie, que se puso más nerviosa que nunca.