El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Michael y Sophie se quedaron quietos, cada uno con una bota preparada en el suelo, esperando a que alguna estrella se moviera.

Al cabo de una hora más o menos Sophie tuvo que fingir que no estaba tiritando por temor a asustar a Michael. Media hora más tarde, Michael dijo:

—Mayo no es una buena época. Agosto o noviembre hu­biera sido mejor.

Media hora después, dijo con preocupación:

—¿Y qué hacemos con la raíz de mandrágora?

—Vamos a terminar con esta parte antes de preocuparnos de la siguiente —dijo Sophie, apretando los dientes al hablar, para evitar que castañearan.

Un poco después Michael dijo:

—Vete a casa, Sophie. Al fin y al cabo es mi conjuro.

Sophie abrió la boca para decir que era una buena idea, cuando una de las estrellas se despegó del firmamento y cayó como un relámpago blanco desde el cielo.

—¡Ahí hay una! —gritó.

Michael metió el pie en la bota y salió disparado. Sophie se equilibró con el bastón y salió un segundo después. ¡Zap! jChof! Estaba en medio de los pantanos, inmersa en la neblina y el vacío, con charcos de reflejos opacos en todas direcciones. Sophie clavó su bastón en el suelo y consiguió detenerse.

La bota de Michael era una mancha oscura junto a la suya. Del propio Michael no oyó más que un chapoteo y los pasos de unos pies corriendo alocadamente un poco más adelante.

Y allí estaba la estrella fugaz. Sophie la vio. Era una llamita blanca que descendía unos pocos metros por delante de Michael. La forma brillante bajaba muy despacio, y parecía que Michael la iba a atrapar.

Sophie sacó el pie de la bota.

—¡Venga, bastón! —gritó—. ¡Llévame hasta allí!

Y salió a toda velocidad, cojeando entre los hierbajos y tropezándose en los charcos, con los ojos puestos en aquella lucecita blanca.

Para cuando llegó, Michael estaba acechando a la estrella con pasos cuidadosos y los dos brazos extendidos para alcan­zarla. Sophie veía su silueta recortada contra la luz de la es­trella, que estaba flotando a la altura de las manos de Michael, más o menos a un paso de distancia. Miraba hacia él nerviosa. «¡Qué extraño!», pensó Sophie. Estaba hecha de luz e ilumi­naba una circunferencia de hierba y juncos y charcos oscuros alrededor de Michael. Pero además tenía unos ojos grandes y nerviosos que miraban hacia el joven y una cara pequeña y puntiaguda.

La llegada de Sophie la asustó. Describió un arco errático y gritó con la voz aguda y rota.

—¿Qué pasa? ¿Qué queréis?

Sophie intentó decirle a Michael que parara, que estaba aterrorizada. Pero no tuvo aliento para pronunciar palabra.

—Solo quiero atraparte —dijo Michael—. No te dolerá.

—¡No! ¡No! —exclamó la estrella desesperada—. ¡Eso está mal! ¡Se supone que debo morir!

—Pero si me dejas atraparte podría salvarte —le dijo Mi­chael con dulzura.

—¡No! —gritó la estrella—. ¡Prefiero morir!

Se alejó de los dedos de Michael, que se lanzó tras ella. Pero era demasiado rápida para él. Trazó un arco hasta el siguiente charco y el agua negra saltó un instante envuelta en la llama blanca. Luego se vio un pequeño chisporroteo mo­ribundo. Cuando Sophie se acercó cojeando, Michael observó cómo desaparecía la última luz bajo las aguas oscuras.

—¡Qué triste! —dijo Sophie.

Michael suspiró.

—Sí —dijo Michael—. Sentí casi cómo se me iba el corazón con ella. Vámonos a casa. Estoy harto de este conjuro.

Tardaron veinte minutos en localizar las botas. A Sophie le pareció un milagro que lograran encontrarlas.

—Sabes —dijo Michael, mientras avanzaban derrotados por las calles de Porthaven—, nunca seré capaz de hacer este con­juro. Es demasiado avanzando para mí. Tendré que pregun­tarle a Howl. Odio rendirme, pero al menos podré tener una conversación normal con él, ahora que esta Lettie Hatter se le ha rendido.

Aquello no animó a Sophie.

CAPÍTULO 10.

“En el que Calcifer le promete una pista a Sophie”

Howl debió de llegar mientras Sophie y Michael estaban fuera. Salió del baño cuando Sophie estaba ha­ciendo el desayuno con Calcifer y se sentó con elegancia en la silla, limpio y reluciente y oliendo a madreselva.

—Querida Sophie —le dijo—. Siempre tan ocupada. Ayer trabajaste duro a pesar de mi recomendación, ¿verdad? ¿Por qué has hecho un rompecabezas con mi mejor traje? Es una pregunta amistosa, nada más.

—Porque lo destrozaste el otro día —dijo Sophie—. Lo estoy reconstruyendo.

—Eso lo puedo hacer yo —dijo Howl—. Creí que ya te lo había demostrado. También te puedo hacer un par de botas de siete leguas para ti sola si me dices cuál es tu talla. Algo práctico en piel marrón, tal vez. Es increíble cómo uno puede dar un paso de diez millas y media y aún así aterrizar en una boñiga de vaca.

—Puede haber sido de toro —dijo Sophie—. Supongo que también encontrarías en ellas lodo de los pantanos. Una per­sona de mi edad necesita hacer ejercicio.

—Entonces has estado más ocupada de lo que creía —dijo Howl—. Porque resulta que ayer, cuando aparté los ojos del hermoso rostro de Lettie por un instante, creí ver tu larga nariz asomándose por la esquina de la casa.

—La señora Fairfax es una amiga de la familia —dijo So­phie—. ¿Cómo iba yo a saber que tú también estarías allí?

—Tienes un instinto especial, Sophie —continuó Howl—. Contigo nada está a salvo. Si decidiera cortejar a una doncella que viviera en un iceberg en el medio del océano, antes o después, probablemente antes, levantaría la vista y te vería volando por allí en una escoba. De hecho, me llevaría una decepción si no fuera así.

—¿Vas a ir hoy al iceberg? —replicó Sophie—. ¡Por la cara que tenía Lettie ayer, no hay razón para volver a verla!

—Qué mal me tratas, Sophie —dijo Howl. Sonaba dolido de verdad. Sophie le miró de soslayo con desconfianza. Detrás de la joya roja que le brillaba en la oreja, el perfil de Howl se veía triste y noble—. Habrán de pasar largos años antes de que deje a Lettie —dijo—. Y de hecho, hoy voy a ver al Rey otra vez. ¿Satisfecha, doña Metomentodo?

Sophie no sabía si debía creerse todo aquello, aunque des­pués de desayunar, salió hacia Kingsbury de verdad, con el taco con la mancha roja hacia abajo, tras apartar a Michael que intentaba consultarle sobre el difícil conjuro. El joven, como no tenía otra cosa que hacer, también se marchó. Dijo que podía aprovechar para ir a Cesari.

Sophie se quedó sola. Seguía sin creerse del todo lo que Howl había dicho sobre Lettie, pero en otras ocasiones se había equivocado sobre él y, al fin y al cabo, solo tenía la palabra de Michael y Calcifer como guía de su comporta­miento. Sintiéndose culpable, cogió los triángulos de tela azul y empezó a coserlos en la red plateada que era lo único que quedaba del traje. Cuando alguien llamó a la puerta, se so­bresaltó, pensando que era otra vez el espantapájaros.

—Puerta de Porthaven —dijo Calcifer, dedicándole una sonrisa color púrpura.

«Entonces no hay problema», pensó Sophie. Se acercó co­jeando hacia la puerta y la abrió con el azul hacia abajo. Fuera había un caballo de tiro. El joven de unos cincuenta años que lo conducía le preguntó si la señora Bruja tendría algo para evitar que dejara de perder herraduras todo el tiempo.

—Voy a ver —dijo Sophie inclinándose hacia el hogar—. ¿Qué hago?—murmuró.

—Polvo amarillo, en la cuarta jarra del segundo estante —susurró Calcifer como respuesta—. Esos conjuros son más que nada cuestión de fe. Oculta tus dudas cuando se lo des.

Así que Sophie vertió un poco de polvo amarillo en un cuadrado de papel como había visto hacer a Michael, lo cerró con elegancia y se acercó cojeando a la puerta.

—Ahí tienes, hijo —le dijo—. Esto le pegará las herraduras mejor que cien clavos. ¿Me oyes, caballo? No te hará falta visitar al herrero durante todo el año. Es un penique, gracias.

Fue un día muy ajetreado. Sophie tuvo que dejar la cos­tura y vender, con ayuda de Calcifer, un conjuro para desa­tascar desagües, otro para llamar a las cabras, y algo para hacer buena cerveza. El único que le dio problemas fue un cliente que llamó a la puerta a golpes en Kingsbury. Sophie la abrió con el rojo hacia abajo y se encontró con un muchacho no mucho mayor que Michael vestido con ricos ropajes, pálido y sudoroso, que se retorcía las manos en el umbral.

—Señora Hechicera, por favor —dijo—. Tengo un duelo mañana al amanecer. Déme algo para asegurarme la victoria. ¡Le pagaré lo que quiera!

Sophie miró por encima del hombro a Calcifer y el de­monio le devolvió una mueca, para indicar que no existía un remedio ya preparado para aquel caso.

—Eso sería jugar sucio —le dijo Sophie al joven con se­veridad—. Además, los duelos están muy mal.

—¡Entonces dame algo que me permita tener una opor­tunidad! —dijo el muchacho desesperadamente.

Sophie le miró. Era muy menudo para su edad y estaba aterrorizado. Tenía el aspecto desesperado de los que siempre pierden a todo.

—Veré lo que puedo hacer —le dijo. Se acercó a las estan­terías y leyó lo que decía en los tarros. El rojo que decía CAYENA parecía el más indicado. Sophie puso una buena can­tidad en un papel. Colocó la calavera a su lado—. Porque se­guro que tú sabes más de esto que yo —le susurró. El joven estaba nervioso, observándola apoyado en el quicio de la puer­ta. Sophie cogió un cuchillo e hizo lo que esperaba que parecieran pases místicos sobre el montón de pimienta—. Haz que sea una pelea justa —musitó—. Una pelea justa, ¿entendido? —dobló el papel y se acercó a la puerta—. Cuando comience el duelo, esparce este polvo en el aire y te dará las mismas opor­tunidades que a tu oponente. Después de eso, que ganes o pierdas dependerá de ti.

El muchacho quedó tan agradecido que intentó darle una moneda de oro. Sophie se negó a aceptarla, así que le entregó en su lugar una de dos peniques y se marchó silbando tan contento.

—Me siento como una charlatana —dijo Sophie mientras guardaba el dinero bajo la piedra del hogar—. ¡Pero me gus­taría estar presente en ese duelo!

—¡Y a mí también! —rugió Calcifer—. ¿Cuándo me vas a liberar para que pueda ir a ver esas cosas?

—Cuando tenga al menos una pista sobre el contrato —dijo Sophie.

—Puede que luego te dé una —dijo Calcifer.

Michael entró a media tarde. Miró alrededor con nervio­sismo para asegurarse de que Howl no había llegado a casa y fue a la mesa, donde se puso a sacar cosas para fingir que había estado ocupado, mientras canturreaba alegremente.

—Te envidio, por ser capaz de caminar hasta el pueblo con tanta facilidad —dijo Sophie, cosiendo un triángulo azul a un bordado de plata—. ¿Cómo estaba Ma… mi sobrina?

Michael dejó la mesa encantado y se sentó en el taburete junto a la chimenea para contarle cómo le había ido. Luego le preguntó a Sophie cómo había sido su día. El resultado fue que cuando Howl abrió la puerta empujándola con el hombro y los brazos llenos de paquetes, Michael ni siquiera fingía estar ocupado. Estaba en el taburete retorciéndose de risa con lo del conjuro para el duelo.

Howl retrocedió hacia la puerta para cerrarla y quedó apo­yado en ella con actitud trágica.

—¡Míralos a todos! —exclamó—. Es la ruina. Trabajo como un esclavo para vosotros. Y ninguno, ni siquiera Calcifer, de­dica un momento de su tiempo a decirme hola.

Michael se puso de pie, sintiéndose culpable y Calcifer respondió:

—Yo nunca digo hola.

—¿Pasa algo? —preguntó Sophie.

—Eso está mejor —dijo Howl—. Algunos al menos se mo lestan en fingir que me han visto. Qué agradable de tu parte hacerme esa pregunta, Sophie. Sí, pasa algo. El Rey me ha pedido oficialmente que encuentre a su hermano, insinuán­dome claramente que destruir a la bruja del Páramo no estaría mal. ¡Y vosotros aquí sentados tranquilamente muertos de risa!

Para entonces era evidente que Howl estaba de un humor como para producir lodo verde en cualquier segundo. Sophie dejó la costura a toda prisa.

—Te prepararé tostadas con mantequilla —dijo.

—¿Es eso lo único que se te ocurre frente a la tragedia? —preguntó Howl—. ¡Tostadas! No, no te levantes. He venido cargado de cosas para vosotros, así que lo mínimo que podéis hacer es ser educados y mostrar un poco de interés. Tomad —dijo, descargando una lluvia de paquetes sobre el regazo de Sophie y pasándole otro a Michael.

Sorprendida, Sophie los desenvolvió: varios pares de me­dias de seda; dos paquetes de las enaguas de batista más ele­gantes, con volantes, encajes y adornos de satén; un par de botas de ante gris con los laterales elásticos; un chal de pun­tilla; y un vestido de seda gris perla adornado con lazos que hacían juego con el chal. Sophie los examinó con ojos de profesional y contuvo el aliento. Solamente el encaje valía una fortuna. Impresionada, acarició la seda del vestido.