El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

¡Zas! Mancha.

—¡Qué fastidio! —se quejó Sophie. Otra vez estaba en las colinas. La silueta torcida del castillo se paseaba pacíficamente por allí cerca. Calcifer se estaba entreteniendo soplando anillos de humo por una de las torres. Fue lo único que vio Sophie antes de que se le enredara el zapato entre el brezo y tropezara una vez más.

¡Zas! ¡Zas! Esta vez Sophie visitó rápidamente la plaza del mercado en Market Chipping y el jardín principal de una gran mansión.

—¡Caramba! —gritó—. ¡Maldición!

Solo le dio tiempo para pronunciar una palabra en cada sitio, y de nuevo se encontró viajando por su propio impulso. Con otro ¡zas!, aterrizó en un prado, en algún lugar del fondo del valle. Un gran toro castaño levantó su nariz anillada de la hierba y bajó los cuernos con claras intenciones.

—¡Si ya me iba, querido animal! —gritó Sophie, saltando frenéticamente a la pata coja para dar media vuelta.

¡Zas!, de vuelta en la mansión. ¡Zas!, en la plaza del mer­cado. ¡Zas! y allí estaba otra vez el castillo. Le estaba cogiendo el tranquillo. ¡Zas! Y ahora estaba Upper Folding, pero, ¿cómo se para esto? ¡Zip!

—¡Demonios! —gritó Sophie, que había llegado otra vez casi hasta los pantanos de Folding.

Esta vez se dio la vuelta con mucho cuidado y puso el pie en el suelo con gran precisión. ¡Zíp! Afortunadamente la bota aterrizó en una boñiga de vaca y Sophie cayó al suelo de golpe. Michael corrió hacia ella y antes de que Sophie pudiera moverse, le quitó la bota.

—¡Gracias! —dijo Sophie sin aliento—. ¡No podía parar!

El corazón de Sophie iba un poco acelerado mientras caminaban por el prado hasta la casa de la señora Fairfax, pero solamente como les pasa a los corazones cuando han hecho muchas cosas muy deprisa. Se sentía muy agradecida por lo que habían hecho Howl y Calcifer con su corazón, fuera lo que fuese.

—Bonita casa —comentó Michael mientras escondía las bo­tas en el seto de la señora Fairfax.

Sophie estuvo de acuerdo. La casa era la más grande del pueblo. Tenía la techumbre de paja y las paredes blancas entre las vigas negras y, como recordaba Sophie de las visitas de su infancia, se llegaba hasta el porche a través de un jardín lleno de flores y zumbidos de abejas. Sobre el porche, las madre­selvas y las rosas blancas trepadoras competían por ver cuál daba más trabajo a las abejas. Era una mañana perfecta y calurosa de verano en Upper Folding.

La señora Fairfax abrió la puerta ella misma. Era una de esas señoras gorditas y afables, con el pelo color mantequilla recogido en trenzas sujetas alrededor de la cabeza, que inspi­raba felicidad con solo mirarla. Sophie sintió un poquito de envidia de su hermana. La señora Fairfax miró primero a Sophie y luego a Michael. Había visto a Sophie el año anterior cuando era una joven de diecisiete años, y no tenía por qué reconocerla como una anciana de noventa.

—Buenos días —dijo educadamente.

Sophie suspiró. Michael dijo:

—Esta es la tía abuela de Lettie Hatter. La he traído a ver a Lettie.

—¡Ah, ya me parecía a mí que la cara me resultaba fa­miliar! —exclamó la señora Fairfax—. Tiene un aire de familia. Entrad. Lettie está ocupada ahora mismo, pero tomad unos dulces con miel mientras esperáis.

Abrió la puerta principal. Inmediatamente, un perro collie se escabulló entre las faldas de la señora Fairfax, se abrió paso entre Sophie y Michael y corrió por el primer seto de flores, pisoteándolas a diestro y siniestro.

—jDetenedlo! —exclamó la señora Fairfax corriendo de­trás—. ¡No quiero que salga ahora!

Durante un minuto o así hubo una persecución alocada. El perro corría de un lado a otro, lloriqueando de forma in­quietante, y la señora Fairfax y Sophie lo perseguían saltando por encima de las flores y chocándose una con la otra, mien­tras Michael corría detrás de Sophie gritando: «¡Estáte quieta! ¡Te vas a poner mala!». Entonces el perro salió disparado hacia una esquina de la casa. Michael se dio cuenta de que la única manera de hacer parar a Sophie era atrapar al perro. Se lanzó en diagonal sobre las flores y torció la esquina detrás del animal, al que agarró por su denso pelaje, justo cuando llegaba al huerto en la parte trasera de la casa.

Sophie caminaba despacio y se encontró con Michael que tiraba del perro hacia atrás, haciéndole unas muecas tan ex­trañas que al principio pensó que estaba enfermo. Pero sacudió la cabeza tantas veces en dirección al manzanal que se dio cuenta de que estaba intentando decirle algo. Sophie asomó la cabeza, esperando ver una nube de abejas.

Allí se encontraba Howl con Lettie. Estaban entre un gru­po de manzanos musgosos en flor, y a lo lejos se distinguía una hilera de colmenas. Lettie estaba sentada en una silla blanca de jardín y Howl se inclinaba sobre una rodilla a sus pies, cogiéndole la mano con expresión noble y apasionada. Lettie le sonreía amorosamente. Pero, para Sophie, lo peor de todo era que Lettie no tenía en absoluto la cara de Martha. Era ella misma con toda su belleza. Llevaba un vestido con los mismos rosas y blancos de las flores de los manzanos, su pelo oscuro caía en una cascada de rizos resplandecientes sobre un hombro y sus ojos brillaban de devoción mirando a Howl.

Sophie escondió la cabeza y miró desesperada a Michael, que sujetaba al perro quejumbroso.

La señora Fairfax los alcanzó, jadeando mientras intentaba colocarse bien una de las trenzas de su pelo mantequilla.

—¡Qué perro más malo! —le dijo al collie con un mur­mullo feroz—. ¡Si vuelves a hacer eso te pondré un conjuro! —el perro parpadeó y se agachó. La señora Fairfax lo señaló severamente con un dedo—. ¡A casa! ¡Quédate dentro! —el perro se sacudió de las manos de Michael y regresó a casa cabizbajo—. Muchas gracias —le dijo a Michael mientras lo seguían—. No deja de intentar morder a la visita de Lettie. ¡Adentro! —gritó con severidad en el jardín principal, cuando el collie parecía estar pensando en rodear la casa y llegar al jardín por el otro lado. El perro le lanzó una mirada des­consolada por encima del hombro y se arrastró lastimera­mente al interior atravesando el porche.

—Puede que el perro tenga razón —dijo Sophie—. Señora Fairfax, ¿sabe quién es el visitante de Lettie?

La señora Fairfax soltó una risita.

—El mago Pendragon, o Howl, o como quiera que se haga llamar —respondió—. Pero Lettie y yo no le hemos dicho que lo sabemos. Me hizo gracia cuando apareció la primera vez, diciendo que se llamaba Sylvester Oak, porque me di cuenta de que se había olvidado de mí. Yo me acordaba de él, aunque solía tener el pelo negro en su época de estudiante —dijo la señora Fairfax, que se había cruzado de brazos y estaba muy tiesa, lista para pasarse todo el día hablando, como Sophie la había visto hacer tantas veces—. Fue el último alumno de mi tutora, antes de que se retirara. Cuando el señor Fairfax to­davía vivía, le gustaba que nos transportáramos a Kingsbury para asistir a algún espectáculo de vez en cuando. Puedo transportar a dos personas sin problemas, si lo hago despacio. Y en cada viaje solía visitar a la vieja señora Pentstemmon. Le gusta que los antiguos alumnos se mantengan en contacto. Y en una de esas ocasiones nos presentó al joven Howl. Estaba
muy orgullosa de él. También fue profesora del mago Suliman, pero nos dijo que Howl era el doble de bueno…

—¿Pero no sabe la reputación que tiene Howl? —inte­rrumpió Michael.

Participar en la conversación de la señora Fairfax era como entrar a saltar a la comba. Había que elegir el momento exac­to, pero una vez que se entraba, era fácil. La señora Fairfax se giró levemente hacia Michael.

—Para mí que no son más que habladurías —dijo. Michael abrió la boca para contradecirla, pero la cuerda siguió girando sin darle tiempo a hablar—. Y yo le dije a Lettie: «Esta es tu gran oportunidad, cariño». Sabía que Howl podría enseñarle veinte veces más que yo, porque no me importa reconocer que Lettie tiene mucha más cabeza que yo, y podría alcanzar la misma categoría que la bruja del Páramo, pero en buena. Let­tie es una buena chica y le tengo mucho cariño. Si la señora Pentstemmon siguiera enseñando, le mandaría a Lettie ma­ñana mismo. Pero se ha jubilado. Así que le dije: «Lettie, aquí tienes al mago Howl cortejándote y no sería nada malo que te enamorases de él y le dejaras ser tu profesor. Podríais llegar lejos los dos juntos». Me parece que al principio no le hizo mucha gracia la idea, pero últimamente se ha ido ablandando y parece que hoy va todo estupendamente.

Entonces la señora Fairfax hizo una pausa para sonreír con benevolencia a Michael, y Sophie se apresuró a intervenir:

—Pero alguien me había dicho que a Lettie le gustaba otra persona.

—Quieres decir que le daba lástima —dio la señora Fair­fax—. Tenía una desventaja terrible —susurró con intención—, y es pedir demasiado de cualquier chica. Se lo dije a él. A mí también me da pena…

Sophie, confundida, consiguió emitir:

—¿Qué?

—… pero es un conjuro terriblemente poderoso. Es muy triste —continuó la señora Fairfax—. Tuve que decirle que es imposible que alguien de mi nivel pueda romper un hechizo de la bruja del Páramo. Howl podría, pero claro, no se lo va a pedir a Howl, ¿no?

Entonces Michael, que no dejaba de mirar con nerviosis­mo a la esquina de la casa por si Howl aparecía y los des­cubría, consiguió pasar por encima de la comba y detenerla diciendo:

—Será mejor que nos vayamos.

—¿Estáis seguros de que no queréis entrar y probar mi miel? —preguntó la señora Fairfax—. La uso en casi todos mis conjuros.

Y se lanzó otra vez con su chachara, en esta ocasión sobre las propiedades mágicas de la miel. Michael y Sophie cami­naron decididamente por el camino hacia la puerta, con la señora Fairfax detrás, sin parar de hablar y colocando al mis­mo tiempo las plantas que el perro había tronchado. Mientras tanto, Sophie se devanaba los sesos buscando la forma de ave­riguar cómo había sabido la señora Fairfax que Lettie era Lettie, sin molestar a Michael. La señora Fairfax hizo una pausa para respirar mientras enderezaba una gran planta de altramuces.

Sophie aprovechó la oportunidad.

—Señora Fairfax, ¿no era mi sobrina Martha la que tenía que haber venido con usted?

—¡Qué niñas más traviesas! —dijo la señora Fairfax, son­riendo y sacudiendo la cabeza—. ¡Como si no fuera a reconocer uno de mis propios conjuros con miel! Pero como le dije a ella entonces: «No quiero tener aquí a nadie contra su volun­tad y prefiero enseñar a alguien dispuesto a aprender. Pero una cosa está clara, nada de fingir. O te quedas siendo tú misma, o nada». Y ha funcionado perfectamente, como ves. ¿Está segura de que no quiere quedarse y preguntarle usted misma?

—Creo que será mejor que nos vayamos —dijo Sophie.

—Tenemos que volver —añadió Michael, dirigiendo otra mirada nerviosa hacia los manzanos. Cogió las botas de siete leguas del seto y colocó una de ellas fuera de la valla para Sophie—. Y esta vez te voy a llevar de la mano.

La señora Fairfax se asomó mientras Sophie metía el pie en la bota.

—De siete leguas —dijo—. Hacía años que no las veía. Muy útiles para alguien de su edad, señora… No me importaría tener un par a mí también. ¿Así que es de usted de quien Lettie ha heredado la magia, no? No es que sea necesaria­mente hereditaria, pero muchas veces…

Michael agarró el brazo de Sophie y dio un tirón. Las dos botas se posaron en el suelo y el resto de la charla de la señora Fairfax se desvaneció en el ¡zip! y golpe de aire. Al momento siguiente Michael tuvo que plantar bien los pies para no chocarse contra el castillo. La puerta estaba abierta. En el interior, Calcifer gritaba:

—¡Puerta de Porthaven! Alguien está llamando desde que os fuisteis.

CAPÍTULO 9.

“En el que Michael tiene problemas con un conjuro”

En la puerta estaba el capitán del barco, que por fin había venido por su conjuro de viento y a quien no le había hecho ninguna gracia tener que esperar.

—Si pierdo la marea, muchacho —le dijo a Michael—, le voy a decir un par de cosas sobre ti al hechicero.

En opinión de Sophie, Michael fue demasiado educado con él, pero ella se sentía demasiado cansada para intervenir. Cuando se marchó el capitán, el aprendiz se fue a la mesa para pensar en su conjuro y Sophie se sentó en silencio a remendar las medias. Solo tenía un par y sus nudosos pies les habían hecho enormes agujeros. El traje gris estaba desgastado y sucio. Pensó que podría cortar las partes menos gastadas del traje azul y plateado de Howl para hacerse una falda con él. Pero no se atrevió.