El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—Sigue ahí —dijo—. Saltando detrás de nosotros. Ve más deprisa.

—Pero eso estropeará todos mis cálculos —explicó Calci­fer—. Tenía pensado dar la vuelta a las colinas y regresar a donde Michael nos ha dejado, justo a tiempo para recogerle esta misma noche.

—Entonces ve el doble de rápido y da la vuelta a las colinas dos veces. ¡Lo que sea con tal de que dejes atrás a esa cosa horrible! —dijo Sophie.

—¡Qué exagerada! —gruñó Calcifer. Pero Calcifer incre­mentó la velocidad del castillo. Sophie, por primera vez, lo sentía moverse sentada en la silla mientras se preguntaba si se estaría muriendo. No quería morirse todavía, no antes de hablar con Martha.

A medida que transcurría el tiempo, todas las cosas del castillo empezaron a temblar con la velocidad. Las botellas tintinearon. La calavera daba golpecitos sobre la mesa. Sophie oyó cómo se caían cosas de la estantería del baño al agua de la bañera, donde seguía en remojo el traje azul y plateado de Howl. Empezó a sentirse un poco mejor. Se arrastró otra vez hacia la puerta y miró hacia fuera, con el cabello on­deando al viento. El campo pasaba como un relámpago a sus pies. Las colinas parecían estar girando lentamente mientras el castillo pasaba a toda velocidad por encima. El ruido estremecedor del castillo casi la dejó sorda, y el humo salía a chorros. Pero el espantapájaros ya no era más que una mota negra en la distancia. La siguiente vez que miró, había desa­parecido completamente de su vista.

—Bien. Entonces pararé durante la noche —dijo Calcifer—. Ha sido un esfuerzo terrible.

El traqueteo se interrumpió. Las cosas dejaron de temblar. Calcifer se fue a dormir, como hacen los fuegos, escondiéndose entre los troncos hasta que se convierten en cilindros rosados cubiertos de ceniza blanquecina, con solo unos reflejos de ver­de y azul asomando por debajo.

Sophie ya se sentía mucho mejor. Fue a pescar seis pa­quetes y una botella del agua pringosa de la bañera. Los paquetes estaban empapados. No se atrevió a dejarlos así, des­pués de lo del día anterior, así que los colocó en el suelo y, con mucho cuidado, espolvoreó sobre ellos los POLVOS SECANTES. Se secaron casi instantáneamente. Aquello era prometedor. So­phie dejó correr el agua y lo probó con el traje de Howl. También se secó. Seguía manchado de verde y un poco más pequeño que antes, pero se sintió satisfecha al comprobar que al menos podía arreglar algo.

Se sintió lo bastante bien para ocuparse de la cena. Amon­tonó todo lo que había en la mesa junto a la calavera y em­pezó a cortar cebollas.

—Al menos tus ojos no lloran, amigo —le dijo a la cala­vera—. Puedes considerarte afortunado.

La puerta se abrió de golpe.

Sophie estuvo a punto de cortarse del susto, creyendo que era otra vez el espantapájaros. Pero se trataba de Michael. Entró lleno de júbilo. Soltó una hogaza de pan, un pastel de carne y una caja a rayas blancas y rosas encima de las cebollas.

Luego cogió a Sophie por la delgada cintura y la llevó bai­lando por toda la habitación.

—¡Todo está bien! ¡Todo está bien! —gritó de alegría.

Sophie daba saltos y se tropezaba para apartarse de las botas de Michael.

—¡Tranquilo, tranquilo! —jadeó, intentando sujetar el cu­chillo de forma que no cortara a ninguno de los dos—. ¿Qué es lo que está bien?

—¡Lettie me quiere! —gritó Michael, bailando con ella casi hasta el cuarto de baño y luego casi dentro de la chimenea—. ¡Nunca había visto a Howl! ¡Todo ha sido un error!

Luego siguió bailando, girando hasta el centro de la ha­bitación.

—¡Me quieres soltar antes de que este cuchillo nos corte a los dos! —gritó Sophie—. Y podrías explicarte un poco.

—¡Yuuupiii! —gritó Michael. Llevó a Sophie dando vueltas hasta la silla y la dejó caer sobre ella, donde se quedó respi­rando aguadamente—. ¡Anoche deseaba que le hubieras teñido el pelo de azul! —dijo—. Ahora no me importa. Cuando Howl dijo «Lettie Hatter» incluso pensé en teñírselo de azul yo mis­mo. Ya sabes cómo habla. Sabía que iba a dejar a esta chica en cuanto consiguiera su amor, como hizo con todas las de­más. Y cuando pensaba que era mi Lettie… En fin, ya sabes que dijo que había otro tipo, ¡así que pensé que era yo! Por eso hoy he ido a Market Chipping. ¡Y todo está bien! Howl debe de estar por otra chica con el mismo nombre. Lettie no le ha visto nunca.

—A ver si me entero —dijo Sophie un poco mareada—. Estamos hablando de la Lettie Hatter que trabaja en la pas­telería de Cesari, ¿no?

—¡Claro que sí! —dijo Michael radiante—. La amo desde que empezó a trabajar allí, y cuando me dijo que me quería casi no me lo podía creer. Tiene cientos de admiradores. No me habría sorprendido que Howl hubiera sido uno de ellos. ¡Qué alivio! Te he traído una tarta de Cesari para celebrarlo. ¿Dónde la he puesto? Ah, aquí está.

Le pasó la caja rosa y blanca a Sophie. Los aros de cebolla cayeron sobre su regazo.

—¿Cuántos años tienes, jovencito? —preguntó Sophie.

—Cumplí quince el día uno, el día de la fiesta de mayo —dijo Michael—. Calcifer lanzó fuegos artificiales desde el cas­tillo. ¿A que sí, Calcifer? Ah, está dormido. Probablemente estás pensando que soy demasiado joven para comprometerme, todavía me quedan tres años como aprendiz, y a Lettie incluso más, pero nos hemos prometido, y no nos importa esperar.

Entonces Sophie pensó que Michael tenía la edad adecua­da para Martha. Y ahora sabía que era un joven bueno y responsable con un futuro como mago. ¡Bendita Martha! Cuando recordó aquel extraño día de la fiesta de mayo, se dio cuenta de que Michael había estado entre aquel grupo de pre­tendientes que se apoyaban en el mostrador delante de Mar­tha. Pero Howl se encontraba fuera, en la Plaza del Mercado.

—¿Estás seguro de que Lettie decía la verdad sobre Howl? —preguntó preocupada.

—Totalmente —dijo Michael—. Sé cuándo está mintiendo porque deja de hacer molinetes con los pulgares.

—¡Es verdad! —dijo Sophie, riéndose.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó Michael sorprendido.

—Porque es mi her… la nieta de mi hermana —dijo So­phie—, y de niña no era siempre sincera. Pero… bueno, supon­go que ha ido cambiando al crecer. Puede, puede que dentro de un año o así no tenga el mismo aspecto.

—Yo tampoco lo tendré —dijo Michael—. La gente de nues­tra edad cambia todo el tiempo—. No nos importará. Seguirá siendo Lettie.

«De alguna manera», pensó Sophie.

—Pero supongamos que estuviera diciendo la verdad —continuó preocupada—, ¿y si conoce a Howl con un nombre falso?

—No te preocupes, ya se me había ocurrido —respondió Michael—. Se lo describí, tienes que reconocer que es incon­fundible, y no lo ha visto nunca ni a él ni a su maldita guitarra. Ni siquiera tuve que decirle que no sabe tocarla. No lo ha visto nunca, y no dejó de girar los pulgares durante toda nuestra conversación.

—¡Qué alivio! —exclamó Sophie, acomodándose en la silla. Y la verdad es que era un alivio saber que Martha estaba a salvo de Howl. Pero en realidad no era tanto alivio, porque Sophie estaba segura de que solo había otra Lettie Hatter en el distrito: la auténtica. Si hubiera habido otra, alguien habría venido a la sombrerería y habría cotilleado sobre ella. Y era muy propio de Lettie mostrarse testaruda y no ceder ante Howl. Lo que le preocupaba a Sophie era que Lettie le había dicho a Howl su nombre verdadero. Tal vez no estuviera se­gura sobre él, pero le gustaba lo suficiente para confiarle un secreto tan importante como ese.

—¡No pongas esa cara de preocupación! —se rió Michael, apoyándose en el respaldo de la silla—. Mira la tarta que te he traído.

Cuando Sophie se puso a abrir la caja, se le ocurrió que Michael había pasado de verla como un desastre de la natu­raleza a caerle bien. Estaba tan contenta y agradecida que decidió contar a Michael toda la verdad sobre Lettie y Martha y sobre sí misma. Era justo que supiera el tipo de familia que tenía la mujer con la que se iba a casar. La caja se abrió. Era la tarta más deliciosa de Cesari, cubierta de crema y cerezas y pequeñas virutas de chocolate.

—¡Oh! —exclamó Sophie.

El taco sobre la puerta giró por si solo hasta quedar con la mancha roja mirando hacia abajo. Entonces entró Howl.

—¡Qué tarta tan maravillosa! ¡Mi favorita! —dijo—. ¿Dónde la has comprado?

—Yo… esto… en Cesari —dijo Michael un poco cortado. Sophie levantó los ojos hacia Howl. Era evidente que algo la interrumpiría siempre cuando estuviera a punto de decir que estaba hechizada. Incluso, al parecer, un mago.

—Por el aspecto, merece la pena el paseo —dijo Howl, inspeccionando la tarta—. He oído que Cesari es la mejor pas­telería de Kingsbury. Mira que soy tonto, no he ido nunca. ¿Y es un pastel de carne aquello que veo sobre la mesa? —se acercó a mirar—. Pastel sobre un lecho de cebollas crudas. La calavera parece estar sufriendo muchísimo —cogió la calavera y le sacó un aro de cebolla de la cuenca del ojo—. Ya veo que Sophie ha estado muy ocupada de nuevo. ¿No podías haberla controlado, amigo mío?

La calavera movió los dientes. Howl pareció desconcertado y la dejó en su sitio a toda prisa.

—¿Pasa algo? —preguntó Michael lleno de sospechas.

—Pues sí —respondió Howl—. Tendré que encontrar a al­guien que ensucie mi nombre ante del Rey.

—¿No ha funcionado bien el conjuro para los carros? —preguntó Michael.

—Al contrario, ha funcionado perfectamente. Y ese es el problema —dijo Howl, haciendo girar inquieto el aro de ce­bolla en un dedo—. El Rey está intentando que me compro­meta a hacer otra cosa. Calcifer, si no tenemos cuidado, me va a nombrar Mago Real.

Calcifer no respondió. Howl acudió junto al fuego y se dio cuenta de que estaba dormido.

—Despiértale, Michael —dijo—. Necesito consultarle una cosa.

Michael le echó dos troncos a Calcifer y le llamó. No hubo respuesta, excepto una delgada espiral de humo.

—jCalcifer! —gritó Howl. Aquello no sirvió de nada. Howl le dirigió a Michael una mirada confundida y cogió el ati­zador, cosa que Sophie no le había visto hacer nunca—. Lo siento, Calcifer —dijo, pinchando bajo los troncos que queda­ban por quemar—. ¡Despierta!

Una gruesa nube de humo se elevó en el aire.

—¡Déjame en paz! —gruñó Calcifer—. Estoy cansado.

Al oír esto, Howl pareció muy alarmado.

—¿Qué le pasa? ¡Nunca lo había visto así!

—Creo que ha sido el espantapájaros —dijo Sophie.

Howl dio media vuelta sobre las rodillas y la taladró con sus ojos de vidrio.

—¿Qué has hecho ahora?

No dejó de mirarla mientras Sophie se explicaba.

—¿Un espantapájaros? —preguntó—. ¿Calcifer accedió a lle­var el castillo más deprisa por un espantapájaros? Querida Sophie, haz el favor de decirme cómo consigues que un demonio del fuego te obedezca. ¡Me encantaría saberlo!

—No le he obligado —contestó Sophie—. Me he asustado y le he dado.

—Se ha asustado a Calcifer le ha dado pena —repitió Howl—, Mi querida Sophie, Calcifer nunca siente lástima por nadie. En fin, espero que disfrutes de las cebollas crudas y del pastel de carne para la cena, porque has estado a punto de acabar con Calcifer.

—También está la tarta —dijo Michael, intentando poner paz.

La comida pareció mejorar algo el ánimo de Howl, aunque no dejó de mirar con preocupación los troncos sin quemar de la chimenea durante toda la cena. El pastel de carne frío es­taba bueno y las cebollas quedaron bastante sabrosas cuando Sophie las bañó en vinagre. La tarta estaba exquisita. Mientras se la comían, Michael se arriesgó a preguntarle a Howl qué quería el Rey.

—Todavía nada concreto —dijo Howl con aire sombrío—. Pero me ha estado tanteando sobre su hermano, cosa poco halagüeña. Aparentemente tuvieron una gran discusión justo antes de que el príncipe Justin se marchase, y corren ru­mores. El Rey obviamente quería que me ofreciera para salir en su busca. Y yo, como un tonto, le dije que no creía que el mago Suliman estuviera muerto, y aquello complicó las cosas aún más.

—¿Por qué quieres evitar buscar al príncipe? —preguntó Sophie—. ¿No crees que puedas encontrarle?

—Tienes menos tacto que un toro, ¿verdad? —dijo Howl. Todavía no la había perdonado por lo de Calcifer—. Quiero escabullirme porque sé que puedo encontrarle, si tanto te interesa saberlo. Justin era muy amigo de Suliman, y la pelea con el Rey fue porque le dijo que se iba a buscarle. Pensaba que el Rey había hecho mal en enviar a Suliman al páramo. Y hasta tú debes saber que allí hay una cierta dama que siempre causa problemas. El año pasado prometió freírme vivo y me ha enviado una maldición que hasta ahora he conseguido esquivar solamente porque tuve el acierto de darle un nombre falso.