El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

Mientras Michael se abría paso entre charcos de lodo en dirección al baño, Sophie tiró su delantal sobre el hogar para impedir que el fango verde siguiera avanzando hacia Calcifer y cogió la pala. Levantó paletadas de ceniza y las fue echando sobre los charcos más grandes. El limo siseó violentamente. El cuarto se llenó de vapor y olía peor que nunca. Sophie se arremangó, inclinó la espalda para agarrar bien las rodillas resbaladizas del mago, y empujó a Howl hacia el baño, con

taburete y todo. Los pies resbalaban y patinaban sobre el lodo, lo que hacía más fácil mover la silla. Michael se acercó y tiró de las mangas. Entre los dos lo metieron en el cuarto de baño. Allí, como Howl seguía negándose a moverse, lo colocaron en la ducha.

—¡Agua caliente, Calcifer! —jadeó Sophie decidida—. Muy caliente.

Necesitaron una hora para quitarle el fango verde a Howl. Y Michael tardó otra hora en convencerle de que se levantara del taburete y se pusiera ropa limpia. Afortunadamente, el traje gris y escarlata que Sophie acababa de remendar estaba colgado sobre el respaldo de la silla, fuera del alcance del líquido viscoso. El traje azul y plateado había quedado des­trozado. Sophie le dijo a Michael que lo pusiera a remojo en la bañera. Mientras tanto, murmurando y gruñendo, cogió más agua caliente. Giró el pomo con el verde hacia abajo y barrió todo el limo verde hacia las colinas. El castillo fue dejando sobre el brezo un rastro como el de un caracol, pero era la forma más fácil de deshacerse de aquello. Vivir en un castillo volante tenía sus ventajas, pensó Sophie mientras fre­gaba el suelo. Se preguntó si los ruidos de Howl también se habrían oído allí fuera. Si así había sido, se apiadó de los habitantes de Market Chipping.

Para entonces Sophie estaba cansada y enfadada. Sabía que el fango verde había sido la venganza de Howl contra ella, y cuando Michael por fin consiguió sacar al brujo del baño, vestido de gris y escarlata, y lo sentó tiernamente en la silla junto a la chimenea, no estuvo dispuesta a mostrarse com­prensiva.

—¡Ha sido una total estupidez! —protestó Calcifer—. ¿Es que querías deshacerte de la mejor parte de tu magia o qué?

Howl no le hizo caso. Seguía sentado sin decir nada, con aspecto trágico y tembloroso.

—¡No consigo que hable! —suspiró Michael tristemente.

—Es solo una rabieta —dijo Sophie. Martha y Lettie también eran unas expertas en berrinches. Sabía cómo lidiar con ellos. Por otra parte, darle un cachete a un mago que se había puesto histérico por su pelo también tenía sus ries­gos. De todas formas, Sophie sabía por experiencia que las pataletas casi nunca se producen por la razón que aparentan. Obligó a Calcifer a moverse para colocar un cazo de leche entre los troncos. Cuando estuvo caliente, le puso un tazón a Howl entre las manos—. Bébetelo —le dijo—. ¿A qué ha venido todo ese escándalo? ¿Es esa jovencita a la que visitas tanto?

Howl dio un sorbito desconsolado.

—Sí —dijo—. Dejé de visitarla unos días para ver si eso la hacía recordarme con cariño, pero no ha sido así. No estaba segura, ni siquiera la última vez que la vi. Y ahora me dice que hay otro hombre.

Sonaba tan apesadumbrado que Sophie sintió lástima. Ahora que se había secado el pelo, descubrió con una punzada de culpabilidad que era verdad que estaba casi rosa.

—Es la chica más hermosa que he visto nunca por aquí —continuó Howl lastimeramente—. La adoro, pero ella se burla de mi honda devoción y se preocupa por otro. ¿Cómo es po­sible que le guste otro tipo después de toda la atención que le he prestado? Normalmente se deshacen de los demás en cuanto aparezco yo.

La lástima de Sophie disminuyó rápidamente. Se le ocu­rrió que si Howl era capaz de cubrirse de fango verde con tanta facilidad, le resultaría igual de sencillo ponerse el pelo del color adecuado.

—¿Entonces por qué no le das una poción amorosa y terminas de una vez? —le preguntó.

—Ah, no —respondió Howl—. Así no se juega. Eso estro­pearía toda la diversión.

La tristeza de Sophie volvió a disminuir. ¿Así que era un juego?

—¿Es que nunca piensas un poco en la pobre muchacha? —replicó.

Howl se terminó la leche y miró al fondo del tazón con una sonrisa sentimental.

—Pienso en ella todo el tiempo —dijo—. Mi hermosa, her­mosísima Lettie Hatter.

Toda la lástima de Sophie desapareció de golpe. Y fue sustituida por una gran ansiedad. «¡Ay, Martha!», pensó. «¡Mira que has estado ocupada! ¡Así que no te referías a nin­guno de los aprendices de Cesari!».

CAPÍTULO 7.

“En el que un espantapájaros impide a Sophie salir del Castillo”

Lo que impidió que Sophie saliera hacia Market Chipping aquella misma tarde fue un ataque intensísimo de dolores y achaques. La llovizna de Porthaven la había ca­lado hasta los huesos. Se tumbó en su cubículo con sus do­lores y se dedicó a preocuparse por Martha. A lo mejor no era tan malo, pensó. Solo tenía que decirle a Martha que el mago Howl era el pretendiente del que no estaba segura. Aquello la asustaría. Y le contaría que la mejor manera de alejar a Howl de su lado era confesarle que estaba enamorada de él, y tal vez amenazarlo con alguna tía.

A Sophie le seguían crujiendo todos los huesos cuando se levantó a la mañana siguiente.

—¡Maldita Bruja del Páramo! —le murmuró a su bastón cuando lo sacó, lista para marcharse. Oyó a Howl cantando en el baño como si no hubiera tenido una pataleta en toda su vida. Se acercó a la puerta de puntillas, tan deprisa como pudo.

Naturalmente, Howl salió del cuarto de baño antes de que llegara. Sophie lo miró irritada. Estaba todo elegante y des­lumbrante, ligeramente perfumado con flores de manzano. El sol de la mañana hacía brillar su traje gris y escarlata y le daba a su pelo un halo ligeramente rosado.

—Creo que este color me favorece bastante —dijo.

—¿Ah, sí? —gruñó Sophie.

—Le va bien al traje —dijo Howl—. Eres muy hábil con la aguja, ¿verdad? De alguna manera le has dado al traje más estilo.

—¡Ja! —dijo Sophie.

Howl se detuvo en la puerta con la mano sobre el taco de madera.

—¿Tienes algún dolor o achaque? —preguntó—. ¿O es que te ha molestado algo?

—¿Molestado? —preguntó Sophie—. ¿Y por qué me iba a molestar? Alguien acaba de llenar el castillo con un pringue asqueroso, ha dejado sordos a todos los habitantes de Porthaven y ha reducido a Calcifer a cenizas, y además ha roto unos cuantos cientos de corazones. ¿Por qué me iba a molestar?

Howl se rió.

—Lo siento —dijo, girando el pomo hacia el rojo—. El Rey quiere verme hoy. Probablemente me haga esperar en Palacio hasta la noche, pero cuando vuelva me encargaré de tu reuma. Y no se te olvide decirle a Michael que le he dejado el conjuro sobre la mesa.

Sonrió alegremente a Sophie y salió a las calles engala­nadas de Kinsbury.

—¡Y te crees que así se arregla todo! —gruñó Sophie mien­tras se cerraba la puerta. Pero su sonrisa había conseguido suavizarla—. ¡Si esa sonrisa funciona conmigo, no me extraña que la pobre Martha no sepa lo que hace!

—Necesito otro tronco antes de que te vayas —le recordó Calcifer.

Sophie le puso otro tronco en la bandeja. Luego se volvió hacia la puerta. Pero entonces Michael bajó corriendo las es­caleras y cogió lo que quedaba de una barra de pan de camino a la puerta.

—¿No te importa, verdad? —dijo de forma agitada—. Trae­ré una nueva cuando vuelva. Hoy tengo que hacer una cosa muy urgente, pero volveré por la noche. Si el capitán del barco pide su conjuro para los vientos, está en el extremo de la mesa, con el nombre puesto —hizo girar el pomo con el verde hacia abajo y saltó a la ladera ventosa, apretando el trozo de pan contra el estómago—. ¡Hasta luego! —gritó mientras el castillo seguía avanzando y la puerta se cerraba.

—¡Qué lata! —se quejó Sophie—. Calcifer, ¿cómo se abre la puerta desde fuera cuando no hay nadie en el castillo?

—A Michael o a ti os la abro yo. Howl lo hace él mismo —contestó Calcifer.

Así que nadie se quedaría sin poder entrar si ella salía. No estaba segura de querer regresar, pero no tenía intención de decírselo a Calcifer. Le dio a Michael tiempo para que llegara a donde fuera que se dirigiese y volvió a encaminarse a la puerta. Esta vez la detuvo Calcifer.

—Si vas a estar mucho tiempo fuera —dijo—, podrías de­jarme unos troncos donde los pueda alcanzar.

—¿Puedes cogerlos tú solo? —preguntó Sophie, intrigada a pesar de su impaciencia.

Como respuesta, Calcifer estiró una llamarada azul en for­ma de brazo terminada en varias llamitas que parecían dedos verdes. No era ni muy larga ni tenía aspecto fuerte.

—¿Ves? Casi llego a las piedras —dijo con orgullo.

Sophie apiló unos troncos delante de la bandeja para que pudiera coger, al menos el que estaba arriba.

—No los quemes hasta que no los tengas sobre la bandeja —le advirtió, y se dirigió a la puerta una vez más

Entonces, alguien llamó a la puerta antes de que llegara.

«Menudo día», pensó Sophie. Debía de ser el capitán. Le­vantó la mano para girar el taco con el azul hacia abajo.

—No, es la puerta del castillo —dijo Calcifer—. Pero no estoy seguro…

Entonces sería Michael, que había regresado por algún motivo, pensó Sophie mientras abría la puerta.

Una cara de nabo le hizo una mueca. Olía a moho. Re­cortándose contra el cielo azul, un brazo maltrecho que ter­minaba en el muñón de un palo dio media vuelta e intentó agarrarla. Era el espantapájaros. Solo estaba hecho de palos y harapos, pero estaba vivo y quería entrar.

—¡Calcifer! —gritó Sophie—. ¡Haz que el castillo vaya más deprisa!

Los bloques alrededor de la puerta crujieron y rozaron unos contra otros. Los brezos verdes y pardos pasaban a toda j velocidad. El brazo de palo del espantapájaros golpeó la puerta y arañó el muro del castillo cuando este lo dejó atrás. Enton­ces movió el otro brazo como si quisiera agarrarse a la piedra. Tenía toda la intención de meterse en el castillo.

Sophie cerró la puerta de golpe. Pensó en lo estúpida que había sido al intentar buscar fortuna. Se trataba del mismo espantapájaros que había colocado en el seto, cuando iba de camino al castillo. Había bromeado con él. Y ahora, como si sus bromas lo hubieran devuelto a la vida para hacer el mal, la había seguido hasta allí y había intentado tocarle la cara. Corrió a la ventana para ver si aquella cosa seguía intentando colarse en el castillo.

Naturalmente, lo único que vio fue el sol que lucía en Porthaven, con una docena de velas que se izaban en sendos mástiles más allá de los tejados, y una bandada de gaviotas volando en círculos bajo el cielo azul.

—¡Ese es el problema de hallarse en varios sitios al mismo tiempo! —dijo Sophie a la calavera que estaba sobre la mesa.

Y entonces, de repente, descubrió la verdadera desventaja de ser una anciana. El corazón le dio un brinco con un ligero aleteo, y parecía golpearle el pecho intentando salir. Le dolía. Todo el cuerpo le empezó a tiritar y las rodillas le temblaban. Pensó que quizá se estuviera muriendo. Lo único que pudo hacer fue llegar a la silla junto al fuego. Se sentó jadeante, llevándose las manos al pecho.

—¿Te pasa algo? —preguntó Calcifer.

—Sí. Mi corazón. ¡Había un espantapájaros en la puerta! —exclamó Sophie.

—¿Qué tiene que ver un espantapájaros con tu corazón? —preguntó Calcifer.

—Estaba intentando entrar. Me ha dado un susto terrible. Y mi corazón… ¡pero tú no lo entenderías, eres un demonio, jovenzuelo! —jadeó Sophie—. Tú no tienes corazón.

—Sí que tengo —replicó Calcifer, con tanto orgullo como cuando le había enseñado el brazo—. Está ahí abajo, en la parte que brilla entre los troncos. Y no me llames jovenzuelo. ¡Soy un millón de años mayor que tú! ¿Puedo reducir ya la ve­locidad del castillo?

—Solo si se ha ido el espantapájaros —dijo Sophie—. ¿Se ha ido?

—No lo sé —dijo Calcifer—. No es de carne y hueso. Ya te he dicho que no puedo ver lo que hay fuera.

Sophie se levantó y se acercó de nuevo a la puerta, sin­tiéndose enferma. La abrió despacio y con precaución. Por la puerta pasaron a toda velocidad pendientes verdes, rocas y prados morados, lo que la mareó, pero se agarró al marco de la puerta y se asomó para mirar a lo largo de la pared hacia los brezos que iban dejando atrás. El espantapájaros estaba a unos cincuenta metros de ellos. Saltaba de una mata de brezo a otra con siniestra determinación, con los brazos de palo extendidos para no perder el equilibrio en la ladera. Mientras Sophie lo observaba, el castillo le sacó más ventaja. Era lento, pero aún los seguía. Cerró la puerta.