El castillo viajero (El castillo ambulante, #1) – Diana Wynne Jones

—¡Pero si ya te he dado una pista! —protestó Calcifer.

—Pues tendrás que dármela otra vez. No la he pillado —dijo Sophie mientras dejaba el traje en la silla y se acercaba lentamente hacia la puerta.

—Si te doy una pista y te digo que es una pista, entonces es información, y eso no me está permitido —dijo Calcifer—. ¿Adonde vas?

—A hacer una cosa que no me atrevía a hacer hasta que estuvieran los dos fuera —dijo Sophie—. Giró el pomo de ma­dera hasta que la mancha negra apuntó hacia abajo. Entonces abrió la puerta.

Afuera no había nada. No era ni negro ni gris ni blanco. No era espeso ni transparente. No se movía. No tenía ni olor ni tacto. Cuando Sophie sacó cuidadosamente un dedo, no estaba ni caliente ni frío. No se oía nada. Parecía ser total y completamente nada.

—¿Qué es? —le preguntó a Calcifer.

Calcifer estaba tan interesado como Sophie. Había aso­mado su rostro azul de la chimenea para mirar hacia la puer­ta. Se había olvidado de la niebla.

—No lo sé —murmuró—. Yo solo lo mantengo. Lo único que sé es que es la parte del castillo hacia la que no se puede pasar. Da la sensación de estar muy lejos.

—¡Parece estar más allá de la luna! —dijo Sophie. Cerró la puerta y volvió a girar la manija con el verde hacia abajo. Dudó un momento y luego se dirigió hacia las escaleras.

—La ha cerrado con llave —dijo Calcifer—. Me dijo que te lo recordara si volvías a intentar fisgonear.

—Vaya —dijo Sophie—. ¿Qué guarda en su cuarto?

—No tengo ni idea —dijo Calcifer—. No sé nada de lo que hay ahí arriba. ¡Si supieras lo frustrante que es! Ni siquiera veo bien lo que hay fuera del castillo. Solo lo suficiente para averiguar en qué dirección voy.

Sophie, sintiéndose igual de frustrada, se sentó y empezó a remendar el traje gris y escarlata. Michael llegó al poco rato.

—El Rey me ha recibido inmediatamente —dijo—. Me… —miró alrededor y sus ojos se detuvieron en el rincón vacío donde solía estar la guitarra—. ¡Oh, no! —dijo—. ¡Otra vez su amiga! Creí que ya se había enamorado de él y el asunto se había terminado hace varios días. ¿Por qué tarda tanto?

Calcifer crepitó con malicia.

—Has interpretado mal los indicios. Al desalmado de Howl le está costando mucho esta dama. Decidió dejarla tran­quila unos días para ver si eso servía de algo. Eso es todo.

—¡Qué lata! —dijo Michael—. Nos va a dar problemas, ya verás. ¡Y yo que esperaba que Howl hubiera recobrado su juicio!

Sophie dejó caer el traje sobre las rodillas.

—¡Desde luego! —exclamó—. ¡Cómo podéis hablar tranqui­lamente los dos con tanta maldad! Al menos, supongo que no puedo culpar a Calcifer, pues para eso es un demonio mal­vado. ¡Pero tú, Michael!

—¡Yo creo que no soy malvado! —protestó Calcifer.

—¡No me lo tomo con tranquilidad, si eso es lo que crees! —dijo Michael—. ¡Si supieras todos los problemas que hemos tenido porque Howl no deja de enamorarse! Nos han puesto juicios y han venido hombres a retarle a duelo, madres ar­madas con rodillos, y padres y tíos con porras. Y tías. Las tías son terribles. Te atacan con alfileres de sombrero. Pero lo peor es cuando las mismas chicas averiguan dónde vive Howl y se plantan en la puerta, tristes y llorosas. Howl se escapa por la puerta trasera y Calcifer y yo tenemos que lidiar con todas ellas.

—Odio a las infelices —dijo Calcifer—. Me mojan con su llanto. Las prefiero cuando están enfadadas.

—A ver, vamos a aclarar las cosas —dijo Sophie, cerrando con fuerza sus puños nudosos sobre la tela colorada—. ¿Qué les hace Howl a estas pobres chicas? Me habían dicho que les de­voraba el corazón y les robaba el alma.

Michael soltó una risita incómoda.

—Entonces debes de venir de Market Chipping. Cuando inventamos el castillo, Howl me mandó allí para manchar su reputación. Yo…, bueno, dije alguna cosa por el estilo. Es lo que suelen decir las tías sobre sus sobrinas cuando las con­quista. Solo es cierto de forma figurada.

—Howl es muy caprichoso —dijo Calcifer—. Solo se mues­tra interesado hasta que las jovencitas se enamoran de él. Des­pués de eso, no les hace ni caso.

—Pero no para hasta conseguir que lo quieran —añadió Michael con vehemencia—. Es imposible razonar con él hasta que lo logra. Siempre estoy deseando que llegue el momento en que la muchacha se enamora de él. Entonces las cosas mejoran.

—Hasta que lo encuentran —intervino Calcifer.

—Al menos podría tener la sensatez de darles un nombre falso —dijo Sophie con tono de indiferencia. La indiferencia era para ocultar que se sentía como una tonta.

—Sí, siempre lo hace —dijo Michael—. Le encanta dar nombres falsos y hacerse pasar por otro. Lo hace incluso cuan­do no anda cortejando. ¿No te has dado cuenta de que es el Hechicero Jenkin en Porthaven y el Mago Pendragon en Kingsbury, además del Horrible Howl en el castillo?

Sophie no se había dado cuenta, lo que la hizo sentirse todavía más tonta. Y eso la ponía de mal humor.

—Está bien, pero sigo pensando que, ir por ahí haciendo infelices a esas pobres chicas es una maldad —dijo—. Se com­porta como un desalmado sin sentido.

—El es así —concluyó Calcifer.

Michael acercó al fuego el taburete con tres patas y se sentó mientras Sophie cosía. Le contó así las conquistas de Howl y algunos de los problemas que habían tenido después. Sophie, mientras, hablaba al traje en voz baja.

—Así que devoraste corazones, ¿eh, trajecito? ¿Por qué usarán las tías unas expresiones tan raras para hablar de sus sobrinas? Probablemente a ellas también les gustabas, que­rido traje. ¿Cómo te sentirías perseguido por una tía encolerizada, eh?

Mientras Michael contaba la historia de una tía que no había podido olvidar, a Sophie se le ocurrió que probable­mente era positivo que los rumores sobre Howl hubieran lle­gado a Market Chipping de esa forma. Podía imaginar que, de no ser así, alguna chica decidida como Lettie podría ha­berse interesado por él y terminar siendo muy infeliz.

Michael acababa de sugerir que comieran algo y Calcifer había protestado como siempre, cuando Howl abrió la puerta de par en par y entró, más descontento que nunca.

—¿Algo de comer? —preguntó Sophie.

—No —dijo Howl—. Agua caliente en el baño, Calcifer —se quedó pensativo en la puerta del baño un momento—. Sophie, ¿por casualidad no habrás ordenado el estante de conjuros de aquí dentro?

Sophie se sintió más tonta que nunca. Por nada del mundo hubiera admitido que había rebuscado en todos aquellos pa­quetes y tarros buscando pedazos de jovencitas.

—No he tocado nada —contestó virtuosamente mientras se dirigía a buscar la sartén.

—Espero que sea verdad —le dijo Michael inquieto cuando la puerta del baño se cerró de golpe.

Mientras Sophie preparaba la cena, se oía el correr y go­tear del agua en el cuarto baño.

—Está usando mucha agua caliente —dijo Calcifer desde debajo de la sartén—. Creo que se está tiñendo el pelo. Espero que no tocaras los conjuros del pelo. Para tratarse de un hom­bre normal y corriente con el pelo color barro, es muy pío sumido.

—¡Cállate ya! —replicó Sophie—. ¡He dejado cada cosa en su sitio!

Estaba tan enfadada que vertió los huevos y el beicon sobre Calcifer.

Calcifer, naturalmente, se los comió con gran entusiasmo y muchas llamaradas y lametones. Sophie frió más sobre el chisporroteo de las llamas. Michael y ella se los comieron. Estaban recogiendo, mientras Calcifer se pasaba la lengua azul por los labios morados, cuando la puerta del baño se abrió con gran estruendo y Howl salió aullando de desesperación.

—¡Mirad esto! —gritó—. ¡Mirad esto! ¿Qué ha hecho con mis conjuros este desastre de mujer?

Sophie y Michael dieron media vuelta y miraron a Howl. Tenía el pelo mojado, pero, aparte de eso, ninguno de los dos veía ninguna diferencia.

—Si te refieres a mí… —empezó Sophie.

—¡Claro que me refiero a ti! ¡Mira! —aulló Howl. Se sentó de golpe sobre la banqueta y se apuntó a la cabeza mojada con el dedo—. Mira. Estudia. Inspecciona. ¡Es una ruina! ¡Pa­rezco una sartén de huevos con beicon!

Michael y Sophie se inclinaron nerviosos sobre la cabeza de Howl. Parecía del mismo color rubio claro de siempre hasta la raíz. La única diferencia podría haber sido una som­bra ligera, muy ligera, de rojo. A Sophie le gustó. Le recordó un poco al color que debería tener su propio pelo.

—A mí me parece muy bonito —dijo.

¡Bonito! —gritó Howl—. ¡Cómo no! Lo has hecho a pro­pósito. No podías descansar hasta hacerme sufrir a mí tam­bién. ¡Míralo! ¡Es color zanahoria!. ¡Tendré que esconderlo has­ta que me haya crecido! —extendió los brazos dramáticamen­te—. ¡Desesperación! —gritó—. ¡Angustia! ¡Horror!

La habitación se volvió más oscura. En las cuatro esquinas aparecieron unas enormes formas de aspecto humano avan­zando hacia Sophie y Michael y aullando. Los gritos comenzaron como gemidos horrorizados, se convirtieron en berridos desesperados y después en alaridos de dolor y terror. Sophie se tapó los oídos con las manos, pero los gritos las traspasaron, cada vez más altos, cada vez más horribles. Calcifer se encogió a toda prisa en el hogar y se escondió bajo el tronco del fondo. Michael agarró a Sophie del codo y la llevó hacia la puerta. Hizo girar el picaporte dejando el azul hacia abajo, abrió la puerta de una patada y los dos salieron a la calle en Porthaven, tan rápido como pudieron.

El ruido era casi igual de horrible allí fuera. Se abrieron puertas por toda la calle y la gente salía corriendo de las casas tapándose los oídos.

—¿Debemos dejarlo solo en ese estado? —tembló Sophie.

—Sí —dijo Michael—. Y si cree que es culpa tuya, sin duda.

Recorrieron a toda prisa la ciudad, perseguidos por gritos espeluznantes. Toda una multitud iba con ellos. Pese a que la niebla se había convertido en una llovizna típica de la costa, todos se dirigieron a la bahía o la playa, donde el ruido pa­recía más fácil de soportar. La inmensidad gris del mar mi­tigaba un poco aquel estruendo. La gente estaba de pie en grupitos mojados, mirando a la blanca niebla sobre el hori­zonte y las gotas que caían de los amarres de los barcos mien­tras el ruido se convertía en un llanto gigantesco y desolador. Sophie se dio cuenta de que estaba viendo el mar por primera vez en su vida. Era una pena que no pudiera disfrutarlo más.

Los llantos fueron dando paso a tristísimos suspiros y por fin al silencio. La gente se puso en camino hacia sus casas con mucho cuidado. Algunos se acercaron tímidamente a Sophie.

—¿Le ocurre algo al pobre hechicero, señora Bruja?

—Hoy está un poco triste —respondió Michael—. Vamos. Creo que ya podemos arriesgarnos a volver.

Mientras avanzaban por el malecón, varios marineros los llamaron con preocupación desde sus barcos amarrados, para preguntarles si aquel ruido significaba tormentas o mala suerte.

—Claro que no —dijo Sophie—. Ya ha pasado todo.

Pero no era verdad. Regresaron a la casa del mago, que era un edificio torcido y ordinario por fuera que Sophie no habría reconocido si Michael no hubiera estado con ella. Michael abrió la puerta destartalada con mucho cuidado. Dentro, Howl seguía sentado en la banqueta. Tenía una actitud de desesperación absoluta. Y estaba cubierto de pies a cabeza con una gruesa capa de lodo verde.

Había una cantidad horrible, tremenda y violenta de aque­lla sustancia viscosa, montañas enteras. Cubrían a Howl com­pletamente. Tenía la cabeza y los hombros bañados con grue­sos pegotes de lodo que se amontonaba en las rodillas y le resbalaba por las piernas en gruesos goterones y caía de la banqueta en hebras pegajosas. Unos dedos largos y verdes ha­bían llegado hasta el hogar. Olía fatal.

—¡Salvadme! —gritó Calcifer con un susurro ronco. Solo quedaban dos llamitas desesperadas—. ¡Esta cosa me va a apagar!

Sophie se levantó la falda y se acercó a Howl tanto como pudo, que no fue mucho.

—¡Ya está bien! —dijo—. ¡Para ahora mismo! ¡Te estás com­portando como un crío!

Howl no se movió ni contestó. Su rostro miraba desde detrás de una capa de pringue, pálido, trágico y con los ojos muy abiertos.

—¿Qué podemos hacer? ¿Está muerto? —preguntó Mi­chael, temblando junto a la puerta.

Sophie pensó que Michael era un buen chaval, pero un poco inútil en momentos de crisis.

—No, claro que no —dijo—. ¡Y si no fuera por Calcifer, me importaría un bledo que se comportara como una anguila gelatinosa el día entero! Abre la puerta del cuarto de baño.