El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Era un curioso sentimiento, subir los pequeños escalones de cedro y entrar en el lugar donde había pasado tanto tiempo durante su infancia. El olor a madera de cedro y especias en el peludo, aceitoso perfume de las alfombras era tan familiar que si cerraba los ojos podía imaginar que tenía diez años de nuevo y que jugaba tras una alfombra enrollada mientras su padre regateaba con un cliente. Pero con los ojos abiertos, la ilusión se esfumaba. La hermana de la primera mujer de su padre tenía una lamentable afición por el púrpura brillante. Los muros, las celosías, las sillas para los clientes, la mesa de la caja, e incluso la caja registradora habían sido pintados con el color favorito de Fátima. Fátima salió a su encuentro vestida del mismo color.

—¡Vaya, Abdullah! ¡Qué pronto has llegado y qué elegante vienes! —Y por su forma de decirlo se entendía que ella esperaba que llegase tarde y andrajoso.

—¡Se diría que se ha vestido para su boda! —dijo Assif, acercándose también con una sonrisa en su delgada y malhumorada cara.

Era tan raro ver sonreír a Assif que Abdullah pensó por un momento que en realidad le había dado un tirón en el cuello y que aquello era una mueca de dolor. Entonces Hakim se rio por lo bajo, y Abdullah se dio cuenta de lo que Assif acababa de decir. Para su irritación, comprobó que estaba furiosamente ruborizado. No tuvo más remedio que inclinarse educadamente para ocultar su rostro.

—¡No hay necesidad de poner colorado al chico! —gritó Fátima. Eso, por supuesto, empeoró el azoramiento de Abdullah—. Abdullah, ¿qué es ese rumor que hemos oído de que de repente estás planeando dedicarte a las pinturas?

—Y vender lo mejor de tu mercancía para hacer sitio a las pinturas —añadió Hakim.

Abdullah dejó de ruborizarse. Supuso que lo habían mandado llamar para criticarlo. Y se convenció por completo cuando Assif añadió en tono acusador:

—Nuestros sentimientos están un poco heridos, hijo del marido de la sobrina de mi padre, ya que no has considerado que podríamos haberte hecho un favor quitándote de encima algunas alfombras.

—Querida parentela —dijo Abdullah—, ni por asomo se me ocurriría venderos mis alfombras. La idea es sacar provecho y yo no podría estafaros a vosotros, a los que mi padre amó. —Se sentía tan irritado que se dio la vuelta dispuesto a marcharse, pero descubrió que Hakim había cerrado y atrancado las puertas silenciosamente.

—No hace falta dejar abierto —dijo Hakim—. Estamos en familia.

—¡Pobre chico —dijo Fátima—, nunca antes ha tenido tanta necesidad de una familia para mantener su mente en orden!

—Así es —dijo Assif—. Abdullah, en el Bazar se rumorea que te has vuelto loco. Eso no nos gusta.

—Lo cierto es que ha estado comportándose de manera rara —convino Hakim—. Nos disgusta que se asocie toda esa palabrería con una familia respetable como la nuestra.

La cosa era peor de lo habitual. Abdullah dijo:

—A mi mente no le pasa nada raro. Sé lo que estoy haciendo. Y si cumplo mi propósito, probablemente mañana dejaré de daros motivos para criticarme. Mientras tanto, Hakim me dijo que viniera porque habéis descubierto la profecía de mi nacimiento. ¿Es así o se trataba meramente de una excusa?

Abdullah nunca había sido tan grosero con la familia de la primera mujer de su padre, pero ahora estaba lo suficientemente enfadado como para sentir que lo merecían.

Sin embargo, por extraño que parezca, en lugar de enfadarse con Abdullah, los tres parientes de la primera mujer de su padre empezaron a correr entusiasmados alrededor del emporio.

—¿Dónde está esa caja? —dijo Fátima.

—¡Encuéntrala, encuéntrala! —dijo Assif—. Contiene las mismísimas palabras pronunciadas por la adivina que su pobre padre llevó a la cabecera de la cama de su segunda mujer, una hora después del nacimiento de Abdullah. ¡Debe verlo!

—Escrito por el puño y letra de tu padre —dijo Hakim a Abdullah—. El más grande tesoro para ti.

—¡Aquí está! —dijo Fátima triunfalmente sacando de un alto estante una caja de madera tallada. Le dio la caja a Assif y este la lanzó a las manos de Abdullah.

—¡Ábrela, ábrela! —gritaron los tres ansiosamente.

Abdullah puso la caja en la mesa púrpura e hizo saltar el cierre. La tapa se abrió, dejando salir un olor rancio del interior que estaba completamente vacío aparte de un ensobrado y amarillento papel.

—¡Sácalo! ¡Léelo! —dijo Fátima visiblemente emocionada.

Abdullah no entendía a qué venía tanto alboroto, pero sacó el papel del sobre. Tenía unas líneas escritas, cobrizas y desvaídas, que eran definitivamente de su padre. Se volvió hacia la lámpara colgante con el papel. Ahora que Hakim había cerrado las puertas principales, los reflejos púrpura de todo el emporio hacían que fuese más difícil ver allí dentro.

—Casi no puede ver —dijo Fátima.

—No me extraña —dijo Assif—. No hay luz. Llévalo a la habitación de atrás. Allí los postigos elevados están abiertos.

Él y Hakim agarraron a Abdullah de los hombros y lo empujaron hacia la parte de atrás de la tienda, metiéndole prisa. Abdullah estaba tan ocupado intentando leer la pálida y garabateada escritura de su padre que dejó que lo empujaran hasta que estuvo situado bajo los grandes postigos de lamas de la sala de estar, al fondo del emporio. Mucho mejor. Ahora comprendió porque había decepcionado tanto a su padre. El texto decía:

He aquí las palabras de la sabia adivina: Este hijo tuyo no continuará tu oficio. Dos años después de tu muerte, siendo todavía un hombre muy joven, se alzará sobre todos los demás en esta tierra. Así como el destino lo decreta, yo he hablado. La dicha de mi hijo es una gran decepción para mí. Ojalá e

l destino me mande otros hijos que puedan continuar mi oficio o habré gastado en balde cuarenta piezas de oro en esta profecía.

—Como puedes ver, te espera un grandioso futuro, querido chico —dijo Assif.

Alguien soltó una risita.

Abdullah levantó los ojos del papel, un poco perplejo. Parecía haber mucho perfume en el ambiente.

Volvió a escuchar la risita. Dos risitas.

Los ojos de Abdullah se abrieron de par en par. Sintió que se le salían de las órbitas. Dos mujeres extremadamente gordas permanecían frente a él. Se encontraron con su mirada y rieron de nuevo tontamente, con timidez. Ambas estaban vestidas de etiqueta con satén brillante y gasa abombada (rosa la de la derecha, amarilla la de la izquierda) y cargaban más colgantes y pulseras de lo que parecía posible. Además, la de rosa, que era la más regordeta, tenía una perla colgando en su frente, justo debajo de su pelo cuidadosamente rizado. La de amarillo, que simplemente era menos rellena que la otra, llevaba una especie de tiara ámbar y su pelo estaba aún más rizado. Las dos llevaban un montón de maquillaje, lo que, en ambos caso, era un severo error.

Tan pronto como estuvieron seguras de haber logrado la atención de Abdullah (y realmente la habían logrado, él estaba absolutamente horrorizado), cada muchacha se quitó un amplio velo de sus hombros (un velo rosa la de la izquierda y un velo amarillo la de la derecha) y se cubrieron castamente con ellos la cabeza y la cara.

—¡Saludos, querido esposo! —corearon bajo los velos.

—¡Qué! —exclamó Abdullah.

—Nos hemos cubierto con velos —dijo la de rosa.

—Para que no veas nuestras caras —continuó la de amarillo.

—Hasta que nos casemos —terminó la de rosa.

—¡Debe de haber un error! —dijo Abdullah.

—Ni el más mínimo —dijo Fátima—. Estas son las dos sobrinas de mi sobrina, y están aquí para casarse contigo. ¿No me escuchaste decir que te iba a buscar un par de esposas?

Las dos sobrinas rieron de nuevo.

—Es tan guapo —dijo la de amarillo.

Después de una pausa bastante larga, en la que él tragó saliva e hizo todo lo posible para controlar sus sentimientos, Abdullah dijo educadamente:

—Decidme, oh, parientes de la primera mujer de mi padre, ¿hace mucho que conocíais la profecía que se hizo en mi nacimiento?

—Años —dijo Hakim—. ¿Nos tomas por tontos?

—Tu querido padre nos la mostró —dijo Fátima— cuando hizo testamento.

—Y naturalmente no podemos permitir que te lleves tu gran fortuna fuera de la familia —explicó Assif—. Hemos estado esperando a que dejases de seguir el oficio de tu buen padre, señal, sin duda, de que el sultán te habrá hecho visir o te habrá invitado a dirigir sus tropas o quizá te habrá ascendido de alguna otra forma. Hemos dado los pasos oportunos para asegurarnos de que compartirías tu buena fortuna con nosotros. Esas dos novias tuyas son parientes muy cercanas de nosotros tres. Naturalmente tú no nos abandonarás en tu ascenso. Así que, querido chico, sólo me queda presentarte al magistrado que, como ves, espera preparado para casarte.

Abdullah había sido incapaz hasta entonces de mirar más allá de las hinchadas figuras de las dos sobrinas. Ahora levantó sus ojos y se encontró con la cínica mirada del juez del Bazar, que justo salió de detrás de un biombo con su registro de bodas en las manos. Abdullah se preguntó cuánto le habrían pagado.

Abdullah se inclinó cortésmente ante el juez:

—Me parece que esto no es posible —dijo.

—¡Ah! Sabía que iba a ser desagradable y grosero —dijo Fátima—. ¡Abdullah, piensa en la vergüenza y la decepción de estas pobres chicas si las rechazas ahora! Después de que han venido hasta aquí, esperando casarse, y completamente vestidas para la ocasión. ¡Cómo puedes hacerles esto, sobrino!

—Además, he cerrado todas las puertas —dijo Hakim—, no creas que podrás escapar tan fácilmente.

—Siento herir los sentimientos de estas dos espectaculares señoritas… —comenzó a decir Abdullah, pero los sentimientos de las dos novias se hirieron de todas maneras. Cada una lanzó un lamento. Cada una se cubrió el rostro con las manos y sollozó sonoramente.

—Es horrible —lloriqueó la de rosa.

—Sabía que le deberían haber preguntado primero —lloró la de amarillo.

Abdullah descubrió que la contemplación de dos mujeres llorando (particularmente unas tan grandes que hacían que todo se tambaleara) le hacía sentirse muy mal. Se vio a sí mismo como un zoquete y una bestia. Estaba avergonzado.

La situación no era culpa de las chicas. Habían sido usadas por Assif, Fátima y Hakim, al igual que lo había sido él mismo. Pero la principal razón por la que se sentía tan horrendo (y esto le avergonzaba tremendamente) era que sólo quería que pararan, que se callaran y pararan de lloriquear. Si no fuese por esto, le habrían importado tres pimientos sus sentimientos. Si las comparaba con Flor-en-la-noche, les resultaban repugnantes. La idea de casarse con ellas se le hacía insoportable. Se sentía enfermo. Pero gracias sólo a que estaban gimoteando, lloriqueando y montando el espectáculo frente a él se descubrió pensando que, después de todo, tres mujeres no eran tantas. Estas dos podrían hacerle compañía a Flor-en-la-noche cuando ambos estuvieran lejos de Zanzib y de casa. Quizá pudiera explicarles la situación y cargarlas en la alfombra mágica…

Este pensamiento le devolvió la razón a Abdullah. Con una sacudida. Con la clase de sacudida que podría hacer una alfombra mágica si la cargases con dos mujeres tan pesadas (siempre suponiendo que fuera capaz de levantarse del suelo con ellas encima. Porque estaban muy rechonchas). Imaginarlas haciendo compañía a Flor-en-la-noche… ¡Puf! Ella era inteligente, educada y amable, además de ser hermosa (y delgada). Esas dos no habían demostrado tener una neurona entre las dos. Querían casarse y su llanto era una manera de obligarle a ello. Y se reían tontamente. Él nunca había escuchado a Flor-en-la-noche reírse tontamente.

Abdullah se sorprendió al descubrir que, real y verdaderamente, amaba a Flor-en-la-noche tan ardientemente como se había dicho a sí mismo (o aún más, porque vio que la respetaba). Sabía que moriría sin ella. Y si aceptaba casarse con estas dos sobrinas gordinflonas, la perdería. Podría llamarle avaricioso, como al príncipe de Ochinstan.

—Lo siento mucho —dijo haciéndose oír por encima de los sollozos—, realmente deberíais haberme consultado primero, oh, parientes de la primera mujer de mi padre, oh, el más honrado y honesto de los jueces. Os habríais ahorrado este malentendido. No puedo casarme todavía. He hecho un voto.

—¿Qué voto? —exigieron saber todos, incluidas las novias gordas y el juez.