El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

—Me iré contigo cuando te vayas de aquí —dijo Flor-en-la-noche—. Puesto que lo que has dicho acerca de la actitud de mi padre bien podría ser verdad, deberíamos casarnos primero y decírselo después. Entonces no habrá nada que pueda objetar.

A Abdullah, que ya tenía alguna experiencia con hombres ricos, le hubiera gustado poder estar seguro de eso.

—Tal vez no sea tan simple —dijo—. Ahora que lo pienso, tengo la certeza de que la única forma prudente de proceder es dejar Zanzib. Debería ser fácil pues resulta que poseo una alfombra mágica. Está ahí, sobre el banco. Me trajo hasta aquí. Desafortunadamente necesita ser activada por una palabra mágica que, según parece, sólo sé decir en sueños.

Flor-en-la-noche cogió una lámpara y la sostuvo en lo alto para inspeccionar la alfombra. Abdullah la observó, admirando con qué gracia se inclinaba sobre esta.

—Parece muy antigua —dijo—, he leído acerca de estas alfombras. Probablemente la clave será una palabra muy común pronunciada de una manera antigua. Mis lecturas sugieren que estas alfombras estaban hechas para usarse rápidamente, en una emergencia, así que la palabra no ha de ser demasiado extraña. ¿Por qué no me dices cuidadosamente todo lo que sepas? Entre los dos deberíamos ser capaces de resolverlo.

Con esto Abdullah se dio cuenta de que Flor-en-la-noche (descontando las lagunas en su conocimiento) era inteligente y muy educada. La admiraba incluso más. Le contó, hasta donde sabía, cada hecho acerca de la alfombra, incluido el desastre del puesto de Jamal que había impedido que escuchara la palabra clave.

Flor-en-la-noche escuchó y asintió con cada nuevo detalle.

—Bien —dijo—, dejemos de lado los motivos por los que alguien te vendería una alfombra mágica asegurándose de que no pudieras usarla. Resulta algo tan extraño que no hay duda de que volveremos sobre eso más tarde. Pero pensemos primero en lo que hace la alfombra. Dices que descendió cuando se lo ordenaste, ¿habló entonces el extranjero?

La mente de ella era sagaz y lógica. Abdullah pensó que verdaderamente había encontrado una perla entre las mujeres.

—Estoy casi seguro de que no dijo nada.

—Entonces —dijo Flor-en-la-noche— la orden sólo es necesaria para que la alfombra empiece a volar. Después de eso se me ocurren dos posibilidades: primero, que la alfombra hará lo que le ordenes hasta que toque suelo en cualquier sitio o, segundo, que obedecerá tu orden hasta que esté de vuelta al lugar inicial.

—Eso se puede probar fácilmente —dijo Abdullah. Estaba mareado de admiración hacia su lógica—. Creo que la primera posibilidad es la correcta. —Saltó sobre la alfombra y gritó como experimento—: Sube y devuélveme a mi puesto.

—¡No, no! ¡No lo hagas! ¡Espera! —gritó Flor-en-la-noche inmediatamente.

Pero fue demasiado tarde, la alfombra se levantó en el aire y después se lanzó de lado con tanta velocidad y tan bruscamente que Abdullah se cayó de espaldas perdiendo el aliento, y después se encontró a sí mismo en el aire, a una altura terrorífica, medio colgando del filo deshilachado. Cada vez que trataba de recuperar el aliento el aire del movimiento se lo impedía. Todo lo que pudo hacer fue arañar frenéticamente la alfombra para agarrarse mejor a los flecos de un extremo. Y antes de que pudiera averiguar la forma de volver a ponerse encima, y mucho menos de hablar, la alfombra se zambulló (llevándose el aliento que Abdullah acababa de recuperar) y se abrió camino violentamente a través de las cortinas del puesto (medio asfixiando a Abdullah en el proceso) hasta aterrizar con suavidad (y muy al final) en su interior.

Abdullah estaba tumbado sobre su rostro, jadeando, con recuerdos mareantes de torrecillas que se arremolinaban delante de él contra un cielo estrellado. Todo había pasado tan rápidamente que al principio lo único que pudo pensar fue que la distancia entre su puesto y el jardín nocturno debía de ser sorprendentemente corta. Después, cuando volvió al fin su aliento, quiso pegarse un puntapié. ¡Qué cosa tan estúpida había hecho! Al menos podía haber esperado hasta que Flor-en-la-noche hubiera tenido tiempo de subirse también a la alfombra. La lógica de Flor-en-la-noche le decía que no había manera de regresar con ella si no era quedándose dormido de nuevo y confiando en decir, por casualidad, la palabra adecuada en su sueño. Pero como esto ya había sucedido dos veces, estaba bastante seguro de que podría volver a hacerlo. Estaba aún más seguro de que Flor-en-la-noche llegaría a esta misma conclusión y le esperaría en el jardín. Ella era la inteligencia en persona (una perla entre las mujeres). Esperaría su regreso en aproximadamente una hora.

Después de una hora de, alternativamente, culparse a sí mismo y alabar a Flor-en-la-noche, Abdullah consiguió quedarse dormido. Pero, por desgracia, cuando despertó estaba todavía bocabajo sobre la alfombra, en mitad de su propio puesto. El perro de Jamal ladraba y esto era lo que le había despertado.

—¡Abdullah! —gritó la voz del hijo del hermano de la primera mujer de su padre—. ¿Estás despierto ahí dentro?

Abdullah gimió. Lo que faltaba.

Capítulo 4

Que concierne al matrimonio y la profecía

Abdullah no podía imaginar qué hacía allí Hakim. Normalmente, los parientes de la primera mujer de su padre sólo se acercaban una vez al mes, y ya habían hecho aquella visita dos días antes.

—¿Qué es lo que quieres, Hakim? —gritó con cansancio.

—¡Hablarte, por supuesto! —le gritó a su vez Hakim—. ¡Urgentemente!

—Aparta entonces las cortinas y entra —dijo Abdullah.

Hakim insertó su rechoncho cuerpo entre las cortinas.

—Debo decir que si esta es toda tu seguridad, hijo del esposo de mi tía —dijo—, no opino muy bien de ella. Cualquiera podría entrar y sorprenderte mientras duermes.

—El perro que hay fuera me advirtió de que estabas aquí —dijo Abdullah.

—¿Y eso de qué te sirve? —preguntó Hakim—. ¿Qué harías si yo resultase ser un ladrón? ¿Estrangularme con una alfombra? No, no puedo aprobar tu sistema de seguridad.

—¿Qué querías decirme? —preguntó Abdullah—. ¿O has venido sólo para poner faltas como siempre?

Hakim se sentó con porte en una pila de alfombras.

—No muestras tu escrupulosa y habitual educación, primo político —dijo—. Si el hijo del tío de mi padre estuviese aquí para escucharte, no estaría contento.

—¡No tengo que responder ante Assif por mi comportamiento ni por nada! —dijo Abdullah bruscamente. Estaba definitivamente abatido. Su alma gritaba por Flor-en-la-noche, y no podía conseguirla. No tenía paciencia para nada más.

—Quizá no debería molestarte con mi mensaje —dijo Hakim levantándose arrogantemente.

—¡Bien! —dijo Abdullah. Y se fue a la parte de atrás de la tienda a lavarse.

Pero estaba claro que Hakim no se iba a ir sin entregar su mensaje. Cuando Abdullah regresó, todavía estaba allí.

—Harías bien en cambiarte de ropa y visitar un barbero, primo político —le dijo a Abdullah—. Ahora mismo no pareces una persona adecuada para visitar nuestro emporio.

—¿Y por qué debería visitarlo? —preguntó Abdullah, algo sorprendido—. Todos vosotros dejasteis claro hace tiempo que no soy bienvenido allí.

—Porque —dijo— la profecía realizada en tu nacimiento ha aparecido en una caja que durante mucho tiempo pensamos que contenía incienso. Si te presentas en el emporio con la apariencia correcta, esta caja será puesta en tus manos.

Abdullah no tenía el más mínimo interés en la profecía. Ni veía porqué tenía que ir él mismo a recogerla cuando podía haberla traído fácilmente Hakim. Estaba a punto de rechazar la invitación cuando se le ocurrió que si conseguía esa noche murmurar la palabra correcta en sueños (algo que le parecía seguro, pues ya lo había hecho dos veces), él y Flor-en-la-noche, con toda probabilidad, se fugarían juntos. Un hombre debería ir a su propia boda correctamente vestido y lavado y afeitado. Así que ya que tenía que ir de todas maneras a los baños y a la barbería, de vuelta bien podía dejarse caer y recoger la tonta profecía.

—Muy bien —dijo—. Esperadme dos horas antes del atardecer.

Hakim frunció el entrecejo.

—¿Por qué tan tarde?

—Porque tengo cosas que hacer, primo político —explicó Abdullah. El pensamiento de su pronta escapada le regocijaba tanto que sonrió a Hakim y se inclinó con extrema educación—. Aunque las ocupaciones de mi vida me dejan poco tiempo libre para obedecer tus órdenes, allí estaré, no temas.

Hakim continuó frunciendo el entrecejo y, cuando se giró para mirar a Abdullah por encima del hombro, todavía tenía el ceño en su frente. Estaba claramente descontento y desconfiaba de Abdullah, a quien esto no podría haber importado menos. Tan pronto como Hakim se perdió de vista, le dio alegremente a Jamal la mitad del dinero que le quedaba para que guardase su puesto durante el día. A cambio, no tuvo más remedio que aceptar, del cada vez más agradecido Jamal, un desayuno que incluía cada una de las especialidades de su puesto. La emoción le había quitado el apetito. Había tanta comida que, para no herir los sentimientos de Jamal, Abdullah le dio en secreto la mayoría a su perro; lo hizo con cautela porque el perro era ladrador y también mordedor. Sin embargo, el perro parecía compartir la gratitud de su amo. Sacudía su cola educadamente, se comió todo lo que le dio Abdullah y después intentó chuparle la cara.

Abdullah esquivó esa muestra de educación. El aliento del perro estaba cargado con el perfume de los calamares rancios. Le dio unas palmaditas con cautela en su rugosa cabeza, dio las gracias a Jamal y se alejó rápidamente hacia el interior del Bazar. Allí invirtió el dinero que le quedaba en el alquiler de un carrito. Cargó el carro cuidadosamente con sus mejores y más raras alfombras (la floral de Ochinstan, la brillante esterilla del Inhico, las doradas alfombras de Farqtan, las de gloriosos estampados procedentes del profundo desierto y el par idéntico del lejano Thayack) y las empujó a lo largo de los grandes puestos del centro del Bazar, donde comerciaban los más ricos mercaderes. A pesar de su excitación, Abdullah estaba siendo práctico. El padre de Flor-en-la-noche era evidentemente muy rico. Nadie salvo el más adinerado entre los hombres podría permitirse la dote del matrimonio con un príncipe. Así que estaba claro para Abdullah que Flor-en-la-noche y él deberían irse muy lejos, o el padre podría hacerles cosas bastante desagradables. Pero también estaba claro para Abdullah que Flor-en-la-noche estaba acostumbrada a tener lo mejor de todo. Ella no sería feliz apretándose el cinturón. Así que Abdullah tenía que tener dinero. Se inclinó ante el mercader más opulento de los puestos ricos y habiéndolo llamado tesoro entre los comerciantes y el más majestuoso de los mercaderes, le ofreció la alfombra floral de Ochinstan por una suma verdaderamente tremenda.

El mercader había sido amigo del padre de Abdullah.

—¿Y por qué, hijo del más ilustre del Bazar —preguntó— desearías alejarte de la que es, por su precio, seguramente, la gema de tu colección?

—Estoy diversificando mi negocio —le dijo Abdullah—. Como tal vez hayas oído, he estado comprando pinturas y otras formas de arte. Para hacer sitio a esas cosas estoy forzado a deshacerme de mis alfombras menos valiosas. Y se me ocurrió que un vendedor de alas celestiales como tú podría considerar ayudar al hijo de su antiguo amigo quitándole de las manos esta miserable cosa floreada, a un precio de ganga.

—El contenido de tu puesto debería ser selecto también en el futuro —dijo el mercader—, déjame ofrecerte la mitad de lo que pides.

—Ah, el más sagaz de los hombres sagaces, incluso una ganga cuesta dinero —dijo Abdullah—. Pero por ti, reduciré en dos de cobre mi precio.

Fue un largo, caluroso día. Pero al principio de la tarde Abdullah había vendido sus mejores alfombras por casi el doble de lo que había pagado por ellas. Consideró que ahora tenía suficiente dinero para mantener a Flor-en-la-noche en un lujo razonable durante unos tres meses. Después de eso esperaba que algo ocurriera o que la dulzura de su naturaleza la reconciliara con la pobreza. Se fue a los baños. Se fue al barbero. Llamó al fabricante de perfumes y se perfumó con aceites. Luego volvió a su puesto y se vistió con sus mejores ropas. Aquellas ropas, como las de la mayoría de los mercaderes, disponían de varios huecos, astutamente situados, fragmentos de bordados y trenzas ornamentales enroscadas que no eran ni mucho menos adornos, sino monederos, inteligentemente escondidos. Abdullah distribuyó el oro recién ganado en esos escondites y por fin estuvo listo. Se dirigió sin muchas ganas al viejo emporio de su padre. Se dijo a sí mismo que esto le ayudaría a pasar el tiempo hasta la huida.