Abdullah extendió un brazo y señaló a la bulliciosa y rauda multitud que compraba en el Bazar. Casi se le saltaron las lágrimas con el pensamiento de que su paisaje diario era algo que Flor-en-la-noche no había visto jamás.
Con cierta reserva el artista se llevó la mano bajo su desaliñada barba.
—Claro, noble admirador de la humanidad —dijo—. Puedo hacerlo fácilmente. Pero ¿podría la joya del juicio explicarle a este humilde dibujante para qué necesita tantos retratos de hombres?
—¿Por qué motivo querría saber eso la corona y diadema de la mesa de dibujo? —preguntó Abdullah, bastante consternado.
—Ciertamente, el capitán de los clientes entenderá que este deshonesto gusano necesita saber qué medio usar —respondió el artista—. De hecho, no es sino simple curiosidad lo que siento acerca de este encargo extremadamente inusual. El que pinte al óleo en madera o lienzo, a lápiz en papel o pergamino, o incluso en un fresco sobre un muro dependerá de lo que esta perla entre los patrones desee hacer con los retratos.
—Ah, papel, por favor —dijo Abdullah rápidamente. No tenía deseos de hacer público su encuentro con Flor-en-la-noche. Estaba claro que el padre de la muchacha debía ser un hombre muy rico que sin duda se opondría a que un joven mercader de alfombras le mostrase otros hombres que no fuesen el príncipe de Ochinstan—. Los retratos son para un inválido que nunca ha podido salir al extranjero como hacen otros.
—Así que eres un alma caritativa —dijo el artista, y decidió dibujar los retratos por una suma sorprendentemente pequeña—. No, no, hijo de la fortuna, no me lo agradezcas —añadió cuando Abdullah intentó expresar su gratitud—. Mis motivos son tres. Primero, conservo muchos retratos que he hecho por el mero gusto de dibujarlos, y cobrarte por esos no sería honesto puesto que los habría hecho de todas maneras. Segundo, la tarea que me pones es diez veces más interesante que mi trabajo habitual, que consiste en hacer retratos de mujeres jóvenes o de sus novios, o de caballos y camellos, a los que tengo que dibujar hermosos, carentes de realidad, o me dedico a pintar filas de empalagosos niños cuyos padres desean que parezcan ángeles, de nuevo faltos de realidad. Y mi tercer motivo es que creo que estás loco, el más noble de entre todos los clientes, y explotarte traería mala suerte.
Casi inmediatamente se supo por todo el Bazar que el joven Abdullah, el mercader de alfombras, había perdido la razón y que compraría cualquier retrato que estuviese en venta.
Esto resultó ser un gran incordio para Abdullah. Durante el resto del día fue interrumpido constantemente por personas que llegaban con largos y floridos discursos acerca del retrato de su abuela, del que sólo la pobreza les había inducido a separarse, o ese retrato del camello de carreras del sultán que resulta que se cayó de la parte trasera de una carreta, o el relicario que contenía un retrato de la hermana de alguien. Le llevó mucho tiempo a Abdullah librarse de esta gente. Lo que hizo, por supuesto, que la gente siguiera viniendo (y en diversas ocasiones compró una pintura o un dibujo si el retratado era un hombre).
—Solamente hoy. Mi oferta se extiende sólo hasta el atardecer de hoy —dijo finalmente a la multitud congregada—. Que todos los que tengan un retrato masculino en venta vengan una hora antes del atardecer y se lo compraré. Pero sólo entonces.
De este modo consiguió unas pocas de horas de paz para experimentar con la alfombra. A estas alturas se preguntaba si estaba en lo cierto al pensar que su visita al jardín había sido algo más que un sueño. Porque la alfombra no quería moverse. Naturalmente, Abdullah la había probado después del desayuno pidiéndole que se alzara medio metro, sólo para comprobar que todavía podía hacerlo. Y simplemente permaneció en el suelo. La probó de nuevo cuando volvió del puesto del artista, pero siguió sin moverse.
—Quizá no te he tratado bien —le dijo—. Te has mantenido fielmente junto a mí, al contrario de lo que sospechaba, y yo te he premiado atándote a un poste. ¿Te sentirías mejor si te permitiera reposar en el suelo, amiga mía? ¿Es eso?
Dejó la alfombra en el suelo, pero seguía sin volar. Como si se tratase de una alfombra cualquiera delante de una chimenea.
En un momento en que la gente no andaba molestándolo con sus retratos, Abdullah reflexionó de nuevo. Volvió a sus sospechas sobre el extranjero que le había vendido la alfombra y rememoró el enorme ruido que se desató en el puesto de Jamal en el preciso momento en que el extranjero ordenaba a la alfombra que ascendiera. Recordó que había visto los labios del hombre moverse en ambas ocasiones, pero no había escuchado todo lo que dijo.
—¡Eso es! —gritó golpeando la palma de una mano con el puño—. Hay que darle una orden para que se mueva, pronunciar una palabra que, por alguna razón altamente siniestra, no hay duda, este hombre me ha ocultado, ¡el muy villano! Y he debido de decir esta palabra en mi sueño.
Corrió hacia la parte de atrás del puesto y rebuscó hasta encontrar el maltratado diccionario que usaba en la escuela. Después, sentado sobre la alfombra, chilló: «Aarónico, vuela, por favor».
No pasó nada, ni entonces ni con ninguna de las palabras que empezaban con A. Obstinadamente, Abdullah continuó con la B y, cuando eso no funcionó, continuó con el diccionario completo. Le llevó algún tiempo con las constantes interrupciones de los vendedores de retratos. De todos modos, llegó a «Zuzón» al principio de la tarde sin que la alfombra hubiese hecho el más mínimo movimiento.
—Entonces tiene que ser una palabra inventada o extranjera —gritó febrilmente. Después de todo era eso o creer que Flor-en-la-noche había sido un sueño. E incluso si ella era real, las posibilidades de hacer que la alfombra le llevase a verla parecían cada vez más escasas. Permaneció allí murmurando cualquier extraño sonido y cada palabra extranjera que recordaba, y la alfombra no hizo el más mínimo movimiento.
Una hora antes del atardecer, Abdullah fue interrumpido de nuevo por una gran multitud que se había congregado afuera portando fardos y paquetes grandes y estrechos. El artista tuvo que abrirse camino entre la multitud con su portafolio de dibujos. La siguiente hora fue estresante al máximo. Abdullah inspeccionó pinturas, rechazó retratos de tías y madres y bajó los enormes precios que se pedían por malos dibujos de sobrinos. En el curso de aquella hora, adquirió (además de los cien excelentes dibujos del artista) otros ochenta y nueve retratos, relicarios, dibujos e incluso un trozo de muro embadurnado con una cara. También acabó con casi todo el dinero que le había quedado después de comprar la alfombra mágica (si es que era mágica). Ya había oscurecido cuando convenció al hombre que clamaba que la pintura de óleo de la madre de su cuarta mujer era lo suficientemente parecida a la de un hombre de que este no era el caso y lo expulsó del puesto. Estaba demasiado cansado y emocionado para comer, se habría ido derecho a la cama si no hubiese sido porque Jamal (que había hecho su agosto vendiendo tentempiés a la multitud que esperaba) llegó con una brocheta de carne tierna.
—No sé qué te ha dado —dijo Jamal—. Creía que eras un tipo normal. Pero loco o no, debes comer.
—Nada de esto tiene que ver con la locura —contestó Abdullah—, simplemente he decidido invertir en una nueva línea de negocio.
Pero se comió la carne.
Al final pudo apilar sus ciento ochenta y nueve pinturas sobre la alfombra y tumbarse entre ellas.
—Ahora escúchame —le dijo a la alfombra—, si por una afortunada casualidad te digo la palabra clave en sueños, debes instantáneamente volar conmigo al jardín nocturno de Flor-en-la-noche.
No podía hacer más. Le llevó mucho tiempo dormirse.
Despertó a una ensoñadora fragancia de flores nocturnas, y una mano le empujó suavemente. Flor-en-la-noche estaba inclinada sobre él. Abdullah vio que ella era mucho más adorable de lo que la recordaba.
—¡Has traído los retratos! —dijo ella—. Eres muy amable.
«¡Los traje!», pensó Abdullah triunfalmente.
—Sí —dijo—. Aquí tengo ciento ochenta y nueve tipos de hombres. Creo que servirán para darte al menos una idea general.
Él la ayudó a descolgar unas lámparas doradas y a colocarlas en círculo alrededor del banco. Luego Abdullah le enseñó los retratos, sosteniéndolos bajo una lámpara primero y después apoyándolos contra el banco. Empezó a sentirse como un artista callejero.
De manera imparcial, y plenamente concentrada, Flor-en-la-noche examinó a cada hombre conforme Abdullah se lo mostraba. Después cogió una lámpara y revisó otra vez todos los dibujos del artista. Esto complació a Abdullah. El artista era un auténtico profesional. Había dibujado los hombres exactamente como él le pidió: desde una persona heroica y majestuosa, evidentemente tomada de una estatua, hasta el jorobado que limpiaba zapatos en el Bazar, y había incluido también un autorretrato a medio hacer.
—Sí, ya veo —dijo finalmente Flor-en-la-noche—. Los hombres varían mucho, justo como dijiste. Mi padre no es nada típico, y tampoco tú, por supuesto.
—¿Así que admites que no soy una mujer? —preguntó Abdullah.
—No me queda más remedio —dijo—, pido disculpas por mi error. —Después se movió de un lado a otro con la lámpara, examinando algunos de los retratos una tercera vez.
Con bastante nerviosismo Abdullah se dio cuenta de que ella iba escogiendo a los más guapos. Miró cómo se inclinaba sobre ellos con un pequeño ceño en su frente y un rizado tirabuzón de pelo negro suelto sobre el ceño, mientras los observaba concentrada. Y él empezó a preguntarse qué había desatado.
Flor-en-la-noche juntó los retratos y luego los colocó ordenadamente en una pila junto al banco.
—Justo lo que pensaba —dijo—. Te prefiero a ti a todos esos. Algunos parecen demasiado orgullosos de sí mismos, y otros vanidosos y crueles. Tú eres sencillo y amable. Tengo la intención de pedirle a mi padre que me case contigo en lugar de con el príncipe de Ochinstan. ¿Te importaría?
El jardín parecía girar en torno a Abdullah en una nebulosa de oro y plata y verde oscuro.
—Yo… Yo creo que eso no funcionaría —consiguió decir finalmente.
—¿Por qué no? —preguntó ella—. ¿Ya estás casado?
—No, no —dijo—. No es eso. La ley permite a un hombre tener cuantas mujeres se pueda permitir, pero…
El ceño volvió a la frente de Flor-en-la-noche.
—¿Cuántos maridos se les permite a las mujeres? —preguntó ella.
—¡Sólo uno! —dijo Abdullah, bastante escandalizado.
—Eso es extremadamente injusto —observó Flor-en-la-noche, meditabunda. Se sentó en el banco y añadió—: ¿Quieres decir que quizá el príncipe de Ochinstan tenga ya algunas mujeres?
Abdullah observó que el ceño aumentaba en la frente de la joven y que los delgados dedos de su mano derecha tamborileaban de manera casi irritante sobre el césped. No había duda de que, desde luego, había desatado algo. Flor-en-la-noche acababa de descubrir que su padre la mantenía en la ignorancia en lo que respecta a algunos hechos importantes.
—Si es un príncipe —dijo Abdullah nervioso—, es más que probable que tenga un buen número de esposas. Sí.
—Entonces está siendo codicioso —afirmó Flor-en-la-noche—. Esto me quita un peso de la mente. ¿Por qué dices que casarme contigo no funcionaría? Ayer mencionaste que también tú eres un príncipe.
Abdullah sintió que su cara se encendía y se maldijo a sí mismo por haberle revelado su sueño. Y aunque se dijo que tenía muchas razones para creer que estaba soñando cuando se lo contó, eso no le hizo sentir mejor.
—Es verdad. Pero también te dije que estaba perdido y lejos de mi reino —dijo él—. Como puedes conjeturar, ahora no tengo más remedio que hacer mi vida por medios humildes. Yo vendo alfombras en el Bazar de Zanzib. Y tu padre es claramente un hombre muy rico. No le parecerá una alianza adecuada.
Los dedos de Flor-en-la-noche tamborileaban con enfado.
—Hablas como si fuera mi padre el que tuviese la intención de casarse contigo —dijo—. ¿Cuál es el problema? Te quiero. ¿Tú no me quieres?
Ella examinó la cara de Abdullah mientras lo decía. Él devolvió la mirada a la eterna oscuridad de sus ojos. Se descubrió a sí mismo diciendo: «Sí». Flor-en-la-noche sonrió. Abdullah sonrió. Pasaron varias eternidades más iluminadas por la luna.