El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Las enaguas de la sin-par parecieron una vez más cobrar vida propia. Esta vez salieron lanzadas de lado sobre sus aros para dejar flotar a la alfombra mágica libremente. La alfombra mágica se sacudió, de la misma manera en que lo estaba haciendo el perro de Jamal. Entonces para sorpresa de todos, se dejó caer al suelo y empezó a deshilacharse. Abdullah casi gritó con la pérdida. El largo hilo que giraba libre era azul y curiosamente brillante como si la alfombra no estuviese hecha en absoluto de lana corriente. El hilo libre se movía disparado hacia delante y hacia atrás de la alfombra y se elevaba más y más alto a medida que crecía, hasta que se extendió entre el alto techo de nubes y el casi desnudo lienzo en el que había sido tejido. Finalmente, con un salto impaciente, el otro cabo se desprendió del lienzo y se redujo hacia arriba con el resto para estirarse primero de un modo parpadeante, reducirse de nuevo, y expandirse después formando una nueva figura parecida a una lágrima boca abajo o quizá a una llama. Esta figura bajó moviéndose lentamente, con paso seguro y determinación. Cuando estuvo cerca, Abdullah pudo ver una cara al frente compuesta de pequeñas llamas púrpura o verdes o naranjas. Abdullah se encogió de hombros con gesto fatalista. Parecía que se había desprendido de todas esas monedas de oro para comprar un demonio de fuego y no una alfombra mágica.

El demonio de fuego habló, con su púrpura y parpadeante boca:

—¡Gracias! ¡Madre mía! —dijo—. ¿Por qué nadie pronunció mi nombre antes? Dolía.

—¡Oh, pobre Calcifer! —dijo Sophie—. ¡No lo sabía!

—No te estoy hablando a ti —le contestó el extraño ser en forma de llama—. Me clavaste tus garras. Ni a ti tampoco —dijo mientras pasaba flotando cerca de Howl—. Tú me metiste en esto. No era yo quien quería ayudar al ejército del rey. Le hablo a él —dijo, balanceándose sobre el hombro de Abdullah que escuchó cómo su pelo crepitaba suavemente. La llama estaba caliente—. Es la única persona que ha tratado de halagarme en toda mi vida.

—¿Desde cuándo —preguntó Howl ácidamente— has necesitado halagos?

—Desde que he descubierto lo agradable que es que me digan que soy agradable —dijo Calcifer.

—Pero yo no creo que tú seas agradable —replicó Howl—. Sé agradable, entonces. —Le dio la espalda a Calcifer con un vuelo de mangas de satén malva.

—¿Quieres ser un sapo? —preguntó Calcifer—. ¡Tú no eres el único que puede hacer sapos, ya lo sabes!

Howl daba golpecitos en el suelo, enfadado, con uno de los pies calzados en botas malva.

—Quizá —dijo—, tu nuevo amigo podría pedirte que llevaras este castillo abajo, a donde pertenece.

Abdullah se sintió un poco triste. Howl parecía estar dejando claro que él y Abdullah no se conocían el uno al otro. Pero cogió la indirecta. Hizo una reverencia.

—Oh, zafiro entre los seres sobrenaturales —dijo—, llama de festividad y vela entre alfombras, cien veces más magnífico en tu forma real que como preciado tapiz.

—¡Avanza! —masculló Howl.

—¿Consentirías gentilmente en recolocar este castillo en la Tierra? —terminó Abdullah.

—Con placer —dijo Calcifer.

Todos sintieron cómo bajaba el castillo. Fue tan rápido al principio que Sophie se agarró firmemente al brazo de Howl y un montón de princesas gritaron. Como dijo Valeria en voz alta, el estómago de alguien se había quedado atrás, en el cielo. Era posible que Calcifer no tuviera práctica después de estar en una forma inadecuada durante tanto tiempo. Cualquiera que fuese la razón, el descenso disminuyó de velocidad después de un minuto y se hizo tan suave que apenas lo notaba ya nadie. Y menos mal, porque mientras descendía, el castillo empezó a ser notablemente más pequeño. Todos se daban empujones entre sí y tenían que luchar por hacerse sitio para poder mantener el equilibrio. Las paredes se movieron hacia adentro, transmutándose de pórfido nuboso en yeso común mientras llegaban al suelo. El techo se desplazó hacia abajo. Y sus bóvedas se transformaron en grandes vigas negras y una ventana apareció detrás de donde había estado el trono. Estaba oscuro al principio. Abdullah se volvió hacia la ventana ansiosamente para mirar por última vez el mar transparente con sus islas de atardecer, pero tan pronto como la ventana se convirtió en una ventana real, sólida, fuera sólo quedó cielo, inundando la habitación (que ahora era del tamaño de la habitación de una casita) de pálido atardecer amarillo. Para entonces todas las princesas estaban amontonadas, Sophie estaba aplastada en una esquina agarrando a Howl con un brazo y a Morgan con el otro y Abdullah estaba estrujado entre Flor-en-la-noche y el soldado.

Abdullah se dio cuenta de que el soldado no había dicho una palabra en mucho tiempo. De hecho se comportaba definitivamente de una manera rara. Se había puesto de nuevo sus velos prestados sobre la cabeza y estaba inclinado sobre un banco pequeño que había aparecido junto a la chimenea mientras el castillo menguaba.

—¿Estás bien? —le preguntó Abdullah.

—Perfectamente —dijo el soldado. Incluso su voz sonaba rara.

La princesa Beatrice se abrió camino para llegar a él.

—¡Oh, aquí estás! —dijo ella—. ¿Qué pasa contigo? ¿Estás preocupado de que deshaga mi promesa ahora que volvemos a la normalidad? ¿Es eso?

—No —dijo el soldado—. O quizá sí. Esto te va a molestar.

—No me molestará para nada —dijo bruscamente la princesa Beatrice. Cuando hago una promesa, la mantengo. El príncipe Justin puede irse a… Puede irse a freír pimientos.

—Pero yo soy el príncipe Justin —añadió el soldado.

—¿Qué? —exclamó la princesa Beatrice.

Muy despacio y con vergüenza el soldado se quitó sus velos y la miró. La suya era todavía la misma cara, los mismos ojos azules completamente inocentes o profundamente deshonestos, o ambas cosas a la vez, pero ahora era una cara más suave y educada. Otro tipo de marcialidad emanaba de él.

—Ese maldito demonio me encantó también —dijo—. Ahora lo recuerdo. Estaba aguardando en un bosque al pelotón de búsqueda para recibir el informe. —Parecía muy arrepentido—. Buscábamos a la princesa Beatrice…, esto, tú…, tú sabes…, sin mucha suerte, y de repente mi tienda salió volando y allí estaba el demonio, agazapado entre los árboles. «Me llevo a la princesa» —me dijo—. «Y puesto que tú has derrotado su país con el injustificado uso de la magia, serás uno de los soldados derrotados, a ver si eso te gusta.» Y la siguiente cosa que supe es que deambulaba en el campo de batalla creyendo ser un soldado estrangiano.

—¿Y te pareció odioso? —preguntó la princesa Beatrice.

—Bueno —dijo el príncipe—. Fue duro. Pero en cierto modo me hice con aquello y aprendí todas las cosas útiles que pude, e ideé algunos planes. Ahora veo que tengo que hacer algo por todos esos soldados derrotados. Pero… —Una sonrisa que era puramente la del viejo soldado cruzó su cara—. Para decir la verdad, disfruté muchísimo, vagando por Ingary Me lo pasé bien estando embrujado. Soy como ese demonio, en realidad. Volver a gobernar es lo que me deprime.

—Bueno, ahí te puedo ayudar yo —dijo la princesa Beatrice—. Después de todo, sé de qué va eso.

—¿De verdad? —dijo el príncipe y la miró del mismo modo que el soldado había mirado al gatito en su sombrero.

Flor-en-la-noche le dio un suave y encantador golpecito con el codo a Abdullah.

—¡El príncipe de Ochinstan! —susurró—. ¡No hay necesidad de temerle!

Poco después, el castillo llegó a tierra tan ligeramente como una pluma. Flotando por las vigas del techo, Calcifer anunció que lo había colocado en los campos de las afueras de Kingsbury.

—Y he mandado un mensaje a uno de los espejos de Suliman —dijo con petulancia.

Eso exasperó a Howl:

—Yo también —replicó con enfado—. Te haces cargo de muchas cosas tú solo, ¿no?

—Entonces recibió dos mensajes —dijo Sophie—, ¿y qué?

—¡Qué cosa más estúpida! —exclamó Howl, y empezó a reír.

También Calcifer chisporreteó con risas, parecían de nuevo amigos. Reflexionando, Abdullah entendió cómo se sentía Howl. Había estado ardiendo de enfado durante todo el tiempo que había sido un genio, y aún ardía de enfado, y no tenía a nadie con quien desquitarse excepto Calcifer. Y probablemente Calcifer sentía lo mismo. Ambos tenían una magia demasiado poderosa como para arriesgarse a enfadarse con la gente normal.

Claramente, ambos mensajes habían llegado a su destino. Alguien frente a la ventana gritó «¡Mirad!» y todo el mundo se amontonó para ver cómo se abrían las puertas de Kingsbury y dejaban pasar el carruaje de rey, que aceleraba el paso tras una escuadrilla de soldados. De hecho, era un desfile. Los carruajes de numerosos embajadores seguían al del rey, engalanados con la insignia de casi todos los países donde Hasruel había raptado princesas.

Howl se giró hacia Abdullah.

—Siento que te conozco bastante bien —dijo—. ¿Y tú a mí? —preguntó Howl.

Abdullah se inclinó:

—Al menos tan bien como tú me conoces a mí.

—Eso me temía —dijo Howl con pesar—. Bien, entonces sé que puedo contar contigo para que des una buena y rápida charla cuando sea necesario. Y será necesario en cuanto todos esos carruajes lleguen aquí.

Así fue. Siguió un momento de máxima confusión durante el transcurso del cual Abdullah se quedó ronco. Pero, en lo que concernía a Abdullah, la parte más confusa fue que cada princesa, por no hablar de Sophie, Howl y el príncipe Justin insistían en decirle al rey lo valiente e inteligente que Abdullah había sido. Abdullah quería corregirlos. No había sido valiente, sólo había estado en las nubes porque Flor-en-la-noche le amaba.

El príncipe Justin llevó a Abdullah aparte, a una de las muchas antesalas del palacio:

—Acéptalo —dijo—. Nadie es alabado nunca por las razones apropiadas. Mírame. Los estrangianos están encantados conmigo porque les estoy dando dinero a sus viejos soldados y mi real hermano está radiante porque he dejado de poner trabas a la boda con la princesa Beatrice. Todo el mundo piensa que soy un príncipe modelo.

—¿Te opusiste a casarte con ella? —preguntó Abdullah.

—Oh, sí —dijo el príncipe—. No la conocía entonces, por supuesto. El rey y yo habíamos tenido una de nuestras peleas al respecto y yo amenacé con tirarlo por el tejado del palacio. Cuando desaparecí, pensó que me había ido un tiempo con una rabieta. Ni siquiera había empezado a preocuparse.

El rey estaba tan encantado con su hermano y con Abdullah por traer a Valeria y a su otro mago real que encargó una magnífica boda doble para el día siguiente. Esto sumó urgencia a la confusión. Howl fabricó rápidamente un extraño simulacro de mensajero del rey (construido en su mayor parte de pergamino), el cual fue enviado por medios mágicos al sultán de Zanzib, para ofrecerle transporte a la boda de su hija. Este simulacro volvió media hora después, bastante deteriorado, con las noticias de que el sultán tenía una estaca de veinte metros preparada para Abdullah si alguna vez mostraba su cara en Zanzib de nuevo. Así que Sophie y Howl fueron a hablar con el rey, y el rey creó dos nuevos puestos llamados «Embajadores Extraordinarios para el Reino de Ingary» y le dio esos puestos a Abdullah y Flor-en-la-noche esa misma noche.

La boda del príncipe y el embajador hizo historia, pues la princesa Beatrice y Flor-en-la-noche tenían catorce princesas cada una como damas de honor y el rey en persona entregó a las novias. Jamal fue el padrino de Abdullah y, mientras le pasaba a Abdullah el anillo, le informó en susurros de que los ángeles se habían marchado muy temprano esa mañana, llevándose la vida de Hasruel con ellos.

—¡Otra cosa buena! —dijo Jamal—. Ahora mi pobre perro dejará de rascarse.

Casi las únicas personas notables que no asistieron a la boda fueron el mago Suliman y su esposa. Esto tenía que ver indirectamente con el enfado del rey. Parecía que Lettie le había hablado tan decididamente al rey cuando este se dispuso a arrestar al mago Suliman, que se había puesto de parto mucho antes de la fecha. El mago Suliman tenía miedo de apartarse de su lado. Y así, el mismo día de la boda Lettie dio a luz a una hija completamente sana.

—¡Oh, dios! —dijo Sophie—. Sabía que estaba hecha para ser tía.

La primera tarea de los dos nuevos embajadores fue acompañar a las numerosas princesas raptadas a sus hogares. Algunas de ellas, como la diminuta princesa de Tsapfan, vivían tan lejos que apenas se había oído hablar de sus países. Los embajadores tenían instrucciones de hacer alianzas de comercio y también de anotar todos los lugares extraños que encontraran por el camino, con vistas a una futura exploración. Howl había conversado con el rey y ahora, por alguna razón, toda Ingary hablaba de trazar el mapa del globo. Se estaban eligiendo y formando grupos de exploradores.