El tirabuzón de humo se arrastró sin ruido de vuelta dentro de las enaguas de la sin-par donde se expandió y debió de hacer cosquillas en la nariz al perro de Jamal. El perro estornudó. «¡Achís!», gritó Abdullah, y casi ahoga el hilo de voz del genio que le susurraba: «¡Es el aro de la nariz de Hasruel!».
—¡Achís! —dijo Abdullah y fingió que se equivocaba. Esta era la parte en que su plan se volvía abiertamente arriesgado—. La vida de tu hermano está en uno de tus dientes, gran Dalzel.
—¡Incorrecto! —retumbó Dalzel—. ¡Hasruel, ásalo!
—¡Perdónale! —gimió Flor-en-la-noche mientras Hasruel, con el disgusto y la desilusión escritos en cada parte de su cuerpo, empezó a levantarse.
Las princesas estaban preparadas para este momento. Diez manos reales empujaron instantáneamente a Valeria fuera de la muchedumbre en dirección a los escalones del trono.
—¡Quiero a mi perrito! —proclamó Valeria. Este era su gran momento. Como Sophie le había señalado, ahora tenía treinta nuevas titas y tres nuevos tíos y todos ellos le habían suplicado que gritara tan fuerte como pudiera. Nunca nadie había querido que ella gritara. Además todas las nuevas titas le habían prometido una caja de caramelos si tenía un berrinche realmente bueno. Treinta cajas. Eso merecía que lo hiciera lo mejor que podía. Volvió a abrir el enorme agujero de su boca. Expandió su pecho. Dio todo lo que tenía—: ¡QUIERO A MI PERRITO! ¡NO QUIERO A ABDULLAH! ¡QUIERO QUE VUELVA MI PERRITO! —Se arrojó a los escalones del trono, cayó frente a Jamal, se arrojó de nuevo y se lanzó al trono. Dalzel rápidamente saltó en el trono para apartarse de su camino—. ¡DAME A MI PERRITO! —bramó Valeria.
En el mismo momento la diminuta princesa amarilla de Tsapfan le dio a Morgan un astuto pellizco, justo en el lugar adecuado. Morgan había estado dormido en sus diminutos brazos, soñando que era de nuevo un gatito. Se despertó de un sobresalto y descubrió que seguía siendo un niño indefenso. Su furia no conocía límites. Abrió la boca y rugió. Sus pies patalearon con enfado. Sus manos se agitaban sin cesar. Y sus rugidos fueron tan potentes que si esta hubiera sido una competición entre Valeria y él mismo, Morgan habría ganado. Así, el sonido era inenarrable. En la sala los ecos doblaban los gritos, los hacían más fuertes y devolvían la estridente mezcla al trono.
—Más eco para esos demonios —dijo Sophie en el tono conversacional de su magia—. No sólo el doble, el triple.
La sala era una casa de locos. Ambos demonios se taparon sus puntiagudas orejas con las manos. Dalzel ululó:
—¡Detenlos! ¡Detenlos! ¿De dónde ha salido ese bebé?
A lo que Hasruel aulló:
—¡Las mujeres tienen bebés, demonio tonto! ¿Qué esperabas?
—¡QUIERO QUE VUELVA MI PERRO! —declaró Valeria, golpeando el sillón del trono con sus puños.
La voz de trompeta de Dalzel luchó para ser oída:
—Dale un perrito, Hasruel, o te mataré a ti.
A estas alturas de los planes de Abdullah, él había previsto (si es que no lo habían matado para entonces) que lo convirtieran en perro. Eso era lo que había preparado. Y había calculado que entonces también se liberaría el perro de Jamal. Él había contado con la estampa no de un perro, sino de dos irrumpiendo de debajo de las enaguas de la sin-par, para añadir confusión. Pero Hasruel estaba tan distraído con los gritos, y el triple de ecos de los gritos, como lo estaba su hermano. Se giraba hacia un lado y otro, agarrando firmemente sus orejas y gritando de dolor, la viva imagen de un demonio a punto de volverse loco. Finalmente cruzó sus grandes alas y se convirtió en un perro él mismo.
Era un perro enorme, entre un burro y un bulldog, marrón y gris a parches, con un gran aro en su nariz respingona. El perro puso sus fantásticas pezuñas en el brazo del trono y lanzó una enorme lengua babeante hacia la cara de Valeria. Hasruel estaba intentando parecer amigable. Pero a la vista de algo tan grande y tan feo, Valeria, como era natural, gritó más fuerte que nunca. El sonido asustó a Morgan, que gritó más fuerte también.
Hubo un momento en el que Abdullah estuvo bastante perdido, sin saber qué hacer, y después otro en el que estuvo seguro de que ninguno le oiría gritar.
—¡Soldado —rugió—, agarra a Hasruel! ¡Que alguien sujete a Dalzel!
Afortunadamente el soldado estaba alerta. Era bueno para eso. La jharín de Jham se desvaneció con revuelo de viejas ropas y el soldado subió de un salto las escaleras del trono. Sophie se apresuró tras él, llamando a las princesas. Arrojó sus brazos alrededor de las finas y blancas rodillas de Dalzel, mientras el soldado envolvía con sus fornidos brazos el cuello del perro. Las princesas franquearon los escalones frente a ellas y la mayoría se arrojó también sobre Dalzel, con aire de princesas con mucha necesidad de venganza (todas excepto Beatrice, que arrastró a Valeria fuera de la muchedumbre y comenzó la difícil tarea de hacerla callar). La diminuta princesa de Tsapfan, mientras tanto, se sentó con calma en el suelo de pórfido y balanceó a Morgan para que se durmiera.
Abdullah intentó correr hacia Hasruel. Pero tan pronto como se movió, el perro de Jamal aprovechó su oportunidad y se escapó. Salió de golpe de debajo de las enaguas para observar la lucha que tenía lugar. Adoraba las luchas. También vio otro perro. Si había algo que odiara más que a los demonios o a los humanos, era a los perros. No importaba de qué tamaño fuesen. Corrió ladrando al ataque. Mientras Abdullah estaba todavía liberándose de las enaguas de la sin-par, el perro de Jamal se lanzó a la garganta de Hasruel.
Esto fue demasiado para Hasruel, ya acuciado por el soldado. Se convirtió en demonio de nuevo. Hizo un gesto de enfado y el perro salió volando para caer estrepitosamente con un aullido al otro lado de la sala. Después Hasruel intentó levantarse pero para entonces el soldado estaba sobre su espalda, impidiéndole desplegar sus pellejudas alas. Hasruel se movía arriba y abajo con fuerza.
—¡Mantén tu cabeza agachada, Hasruel, yo te conjuro! —gritó Abdullah, liberándose por fin de una patada de las enaguas. Subió los escalones, vestido sólo con sus calzoncillos y se agarró a la enorme oreja izquierda de Hasruel. En este momento, Flor-en-la-noche entendió dónde estaba la vida de Hasruel y para alegría de Abdullah, saltó y se agarró a la oreja derecha de Hasruel. Y allí estaban los dos colgados, alzados de tanto en tanto en el aire, cuando Hasruel ganaba al soldado, y devueltos de golpe al suelo cuando el soldado le ganaba a Hasruel, con los brazos del soldado alrededor del cuello del demonio justo junto a ellos dos y la enorme cara enojada de Hasruel en medio. En algunos momentos, Abdullah vislumbraba a Dalzel de pie en el asiento de su trono bajo un montón de princesas. Había desplegado sus débiles alas doradas. No parecían muy útiles para volar, pero golpeaba con ellas a las princesas y pedía ayuda a gritos a Hasruel.
Los gritos de trompeta de Dalzel parecieron inspirar a Hasruel. Empezó a ganarle al soldado. Abdullah intentó soltar una mano para poder alcanzar el aro dorado, colgando justo sobre su hombro, bajo la nariz ganchuda de Hasruel. Abdullah liberó su mano izquierda. Pero su mano derecha estaba sudando y escurriéndose de la oreja de Hasruel. Se agarró (desesperadamente) antes de caerse.
No había pensado en el perro de Jamal. Después de yacer aturdido casi un minuto, se levantó más enfadado que nunca, y lleno de odio hacia los demonios. Vio a Hasruel y supo que era su enemigo. Llegó corriendo desde el fondo de la sala con el pelo erizado, y pasó ladrando junto a la diminuta princesa y a Morgan, junto a la princesa Beatrice y Valeria, a través de las princesas arremolinadas alrededor del trono, junto a la agachada figura de su amo y saltó hacia la parte del demonio más fácil de alcanzar. Abdullah quitó su mano justo a tiempo.
—¡Chas! —mascaron los dientes del perro—. ¡Glup! —bajó por la garganta.
Después de eso una mirada de desconcierto cruzó la cara del perro y cayó al suelo, hipando molesto. Hasruel aulló con dolor y saltó con ambas manos agarradas a su nariz. El soldado fue arrojado al suelo. Abdullah y Flor-en-la-noche salieron volando cada uno para un lado. Abdullah se lanzó a por el perro hipante, pero Jamal llegó primero y lo cogió cariñosamente.
—¡Pobre perro, mi pobre perro! ¡Pronto te sentirás mejor! —le arrulló, y bajó cuidadosamente los escalones con él en brazos.
Abdullah levantó al soldado aturdido y ambos se pusieron frente a Jamal.
—¡Alto, todo el mundo! —gritó—. ¡Dalzel, yo te conjuro a que pares! ¡Tenemos la vida de tu hermano!
La lucha en el trono cesó. Dalzel permaneció con las alas desplegadas y sus ojos como hornos de nuevo.
—No te creo —dijo—. ¿Dónde?
—Dentro del perro —dijo Abdullah.
—Pero sólo hasta mañana —añadió con dulzura Jamal, cuyos pensamientos eran sólo para su perro con hipo—. Tiene el intestino irritado de comer tanto calamar. Da gracias…
Abdullah le dio un golpe para que se callara.
—El perro se ha comido el aro de la nariz de Hasruel —dijo.
El disgusto de la cara de Dalzel le confirmó que el genio había acertado. Y él lo había adivinado.
—¡Oh! —dijeron las princesas—. Todos los ojos se volvieron hacia Hasruel, enorme e inclinado, con lágrimas en sus fieros ojos y ambas manos sobre su nariz. Sangre de demonio, que era clara y verdosa, goteaba entre sus enormes dedos como cuernos.
—Debedía habedme dado cuenta —masculló Hasruel con disgusto—. Estaba justo debajo de mis nadices.
La vieja princesa de High Norland se apartó de la muchedumbre que rodeaba el trono, cogió un pequeño pañuelo de encaje de su manga y se lo acercó a Hasruel.
—Aquí tienes —dijo—. Sin resentimientos.
Hasruel cogió el pañuelo con un agradecido «gdacias» y lo presionó en la punta sangrante de su nariz. El perro no había comido mucho más aparte del aro. Después de limpiarse, Hasruel se arrodilló pesadamente y le hizo señas a Abdullah, que estaba arriba de las escaleras del trono.
—¿Qué quieres que haga ahora que soy bueno de nuevo? —preguntó con profunda tristeza.
Capítulo 21
En el que el castillo baja a la tierra
Abdullah no necesitó pensar mucho la pregunta de Hasruel.
—Debes exiliar a tu hermano, poderoso demonio, a un lugar del que no retorne —dijo.
Dalzel enseguida rompió a llorar con conmovedoras lágrimas azules.
—¡No es justo! —sollozó y dio una patada en el suelo—. ¡Todo el mundo contra mí! ¡Tú no me quieres, Hasruel! ¡Me has engañado! ¡Ni siquiera intentaste librarte de esos tres que colgaban de ti!
Abdullah estaba seguro de que Dalzel tenía razón en eso. Conociendo el poder que tenía un demonio, Abdullah estaba seguro de que Hasruel los podría haber lanzado, al soldado, a Flor-en-la-noche y a él mismo, a los confines de la tierra si hubiera querido.
—¡No es que estuviese haciendo ningún daño! —gritó Dalzel—. Tenía derecho a casarme, ¿no?
—Hay una isla errante al sur, en el océano, que sólo se puede encontrar una vez cada cien años. Tiene un palacio y muchos árboles frutales, ¿Puedo mandar allí a mi hermano? —susurró Hasruel a Abdullah mientras Dalzel lloraba y pataleaba.
—¡Y ahora vas a mandarme lejos! —gritó Dalzel—. A ninguno de vosotros le preocupa lo solo que voy a estar.
—Por cierto —masculló Hasruel—, los familiares de la primera mujer de tu padre hicieron un pacto con los mercenarios, lo que les permitió huir de Zanzib para escapar de la cólera del sultán, pero dejaron a dos sobrinas atrás. El sultán ha encerrado a las dos desafortunadas chicas, que son los único familiares cercanos a ti que pudo encontrar.
—Es de lo más espantoso —dijo viendo dónde quería llegar Hasruel—. ¿Quizá, poderoso demonio, podrías celebrar tu vuelta a la bondad trayendo aquí a esas dos damiselas aquí?
La horrorosa cara de Hasruel se iluminó. Alzó sus enormes manos de garras. Hubo una palmada de truenos, seguida por algunos chillidos femeninos y las dos gordas sobrinas aparecieron de pie frente al trono. Fue tan simple como eso. Abdullah comprobó que antes, evidentemente, Hasruel había contenido su fuerza. Y mirando a los enormes ojos oblicuos del demonio (que todavía tenían lágrimas en las esquinas del ataque del perro) vio que Hasruel sabía que él lo sabía.
—¡No más princesas! —dijo la princesa Beatrice. Estaba agachada junto a Valeria, parecía bastante abrumada.