El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Flor-en-la-noche, suspendida sobre sus rodillas, lista para levantarse, dijo con maravillosa arrogancia:

—¿Qué podríamos hacer para compensarte, ínfimo mercenario? Todas nosotras tenemos padres que son muy ricos. El dinero te lloverá una vez que hayamos vuelto. ¿Quieres asegurarte una cantidad de cada una de nosotras? Podemos acordarlo.

—No diré que no —respondió el soldado—. Pero no me refería a eso, bonita. Cuando empecé con esta travesura, se me prometió que conseguiría mi propia princesa. Eso es lo que quiero… Una princesa para casarme. Una de vosotras debería poder ayudarme. Y si no podéis o no queréis, entonces no contéis conmigo, estaré fuera haciendo las paces con Dalzel. Puede que me contrate para vigilaros.

Esto causó un silencio, si cabe, más frío, indignado y soberano que antes, hasta que Flor-en-la-noche se calmó y se puso de pie de nuevo.

—Amigas mías —dijo—, todos necesitamos la ayuda de este hombre, aunque sólo sea por su despiadada y rastrera astucia. Lo que no queremos es tener una bestia como él encima de nosotras vigilándonos. Así que voto que se le permita elegir una esposa de entre todas nosotras. ¿Quién no está de acuerdo?

Parecía claro que el resto de las princesas no estaba para nada de acuerdo. Nuevas miradas frías cayeron sobre el soldado, que sonrió con burla y dijo:

—Si voy a Dalzel y me ofrezco para vigilaros, de sobra está decir que nunca escaparéis. Me conozco todos los trucos. ¿No es verdad? —le preguntó a Abdullah.

—Es verdad, oh, el más astuto de los cabos —confirmó Abdullah.

La princesa diminuta emitió un débil murmullo.

—Dice que ella está casada, ya sabéis, esos catorce niños —comentó la princesa anciana, que parecía haber entendido el murmullo.

—En ese caso, que todas las que no estén casadas levanten la mano, por favor —dijo Flor-en-la-noche y levantó la suya con gran determinación.

Titubeante y renuentemente, las dos terceras partes de las princesas levantó también la mano. El soldado giró la cabeza lentamente mientras las miraba y su mirada le recordó a Abdullah la de Sophie cuando, siendo Medianoche, estaba a punto de darse un festín de salmón y leche. El corazón de Abdullah se quedó quieto mientras los ojos azules del hombre viajaban de princesa a princesa. Era obvio que elegiría a Flor-en-la-noche. Su belleza resaltaba como un lirio a la luz de la luna.

—Tú —dijo al fin el soldado y señaló. Para alivio del atónito Abdullah, estaba señalando a la princesa Beatrice.

La princesa Beatrice se quedó igualmente atónita.

—¿Yo? —dijo.

—Sí, tú —dijo el soldado—. Siempre he querido una agradable, mandona y franca princesa como tú. Eso, y el hecho de que seas también de Strangia, te hace ideal.

La cara de la princesa Beatrice se había vuelto de un brillante rojo remolacha. Lo cual no mejoraba su aspecto.

—Pero, pero… —dijo y después se calmó—. Mi buen soldado, tendrás que saber que se supone que tengo que casarme con el príncipe Justin de Ingary.

—Entonces tendrás que decirle que ya estás comprometida —dijo el soldado—. Cuestiones políticas, ¿no? Me parece que estarás contenta de librarte de eso.

—Bien, yo… —comenzó a decir la princesa Beatrice. Para sorpresa de Abdullah había lágrimas en sus ojos, y tuvo que empezar de nuevo.

—¡No lo dices en serio! —dijo—. No soy bien parecida ni nada de eso.

—Eso va conmigo —dijo el soldado—. Puestos los pies en la tierra, ¿qué haría yo con una princesita bonita y endeble? Apuesto a que me apoyarás en cualquier lío en el que me meta y apuesto a que puedes remendar calcetines.

—Lo creas o no, sé remendar —dijo la princesa Beatrice—. Y arreglo botas. ¿De veras es en serio?

—Sí —dijo el soldado.

Ambos se habían girado para mirarse de frente y estaba claro que los dos iban completamente en serio. Y las demás princesas habían olvidado su frialdad y su realeza. Cada una de ellas se inclinaba hacia delante con una tierna y aprobadora sonrisa. Flor-en-la-noche tenía la misma sonrisa en la cara mientras dijo:

—Ahora, si nadie se opone, podemos continuar con nuestra discusión.

—Yo lo hago —dijo Jamal—. Me opongo.

Todas las princesas gruñeron. La cara de Jamal estaba casi tan roja como la de la princesa Beatrice y su único ojo mostraba bochorno, pero el ejemplo del soldado le había hecho envalentonarse.

—Adorables señoritas —dijo—, mi perro y yo estamos asustados. Hasta que nos raptaron para que yo fuese vuestro cocinero, corríamos en el desierto con los camellos del sultán pisando nuestros talones. No queremos volver a eso. Pero si todas vosotras, sublimes princesas, os vais de aquí, ¿qué haremos nosotros? Los demonios no comen el tipo de comida que yo puedo cocinar. Sin querer faltaros al respeto a ninguna de vosotras, si os ayudo a escapar, mi perro y yo nos quedaremos sin trabajo. Es tan simple como eso.

—Oh, querido —dijo Flor-en-la-noche. Y parecía no saber qué más decir.

—Una pena. Es muy buen cocinero —observó una princesa rellenita con una toga roja suelta, que era probablemente la sin-par de Inhico.

—Decididamente es una pena —dijo la princesa anciana de High Norland. Me estremezco sólo de pensar en la comida que esos demonios robaban para nosotras antes de que él llegara. —Se volvió hacia Jamal—. Mi abuelo tuvo una vez un cocinero de Rashpuht —dijo—, ¡y hasta tu llegada, nunca había probado un calamar frito como el de aquel hombre! El tuyo es incluso mejor. Mi buen hombre, ayúdanos a escapar y te emplearé rápidamente, con perro y todo. Pero —añadió mientras una sonrisa brillaba en la curtida cara de Jamal— por favor recuerda que mi anciano padre sólo gobierna un pequeño principado. Conseguirás comida y alojamiento, aunque no puedo costear un gran sueldo.

La amplia sonrisa se mantuvo en los rasgos de Jamal.

—Mi gran, gran señora —dijo—. No son sueldos lo que quiero, sólo seguridad. A cambio, cocinaré para ti comida de ángeles.

—Mmm… —dijo la vieja princesa—. No estoy segura de qué comen los ángeles, pero ya está decidido. ¿Alguno de vosotros dos quiere algo más antes de ayudarnos?

Todo el mundo miró a Sophie.

—En realidad no —dijo Sophie bastante tristemente—. Tengo a Morgan y, puesto que Howl no parece estar aquí, no hay nada más que necesite. Os ayudaré de todos modos.

Así que todo el mundo miró a Abdullah.

Se puso en pie e hizo una reverencia.

—Oh, lunas de los ojos de muchos monarcas —comenzó a decir Abdullah—, alguien tan poco valioso como yo difícilmente puede imponer alguna condición a tales mujeres a cambio de su ayuda. La ayuda que se da libremente es la mejor, como nos dicen los libros. —Había llegado hasta aquí en su magnifícente y generoso discurso cuando se dio cuenta de que era todo un sinsentido. Había algo que quería (además mucho). Rápidamente cambió su táctica—. Y mi ayuda será entregada libremente —dijo—, tan libre como el aire sopla o la lluvia rocía las flores. Trabajaré hasta la extinción por vuestros nobles propósitos y a cambio sólo ansío una muy pequeña bendición, lo más simple que se puede conceder…

—Continúa, joven —dijo la princesa de High Norland—. ¿Qué quieres?

—Cinco minutos de charla privada con Flor-en-la-noche —admitió Abdullah.

Todo el mundo miró a Flor-en-la-noche. Su cabeza se alzó, bastante peligrosamente.

—¡Venga, Flor! —dijo la princesa Beatrice—. ¡Cinco minutos no te matarán!

Flor-en-la-noche dejó bastante claro que sí que la matarían. Como una princesa que va a su ejecución, contestó:

—Muy bien.

Dirigió a Abdullah una mirada aún más fría de lo normal y dijo:

—¿Ahora?

—O muy pronto, paloma de mi deseo —dijo él haciendo una firme reverencia.

Flor-en-la-noche asintió glacialmente y caminó indignada hacia un lado de la habitación, con aspecto definitivamente martirizado.

—Aquí —dijo mientras Abdullah la seguía.

Él hizo otra reverencia, más firme incluso.

—Dije en privado, oh, estrellado asunto de mis suspiros —señaló él.

Con irritación, Flor-en-la-noche dio un tirón a una de las cortinas que colgaba frente a ella.

—Probablemente todavía pueden escucharnos —dijo ella fríamente, haciéndole señas para que la siguiera.

—Pero no vernos, princesa de mi pasión —dijo Abdullah acercándose tras la cortina.

Se encontró en una diminuta alcoba. La voz de Sophie llegó a él claramente.

—Ese es el ladrillo suelto donde solía esconder el dinero. Espero que tengan sitio ahí.

Fuese lo que fuese lo que la habitación había sido antes, ahora parecía el guardarropa de las princesas. Había una chaqueta de montar colgada detrás de Flor-en-la-noche mientras ella cruzaba sus brazos y encaraba a Abdullah. Capas, abrigos y unas enaguas con aro que evidentemente iban debajo del vestido rojo suelto que llevaba la sin-par de Inhico, colgaban alrededor de Abdullah mientras se enfrentaba a Flor-en-la-noche. Con todo, reflexionó Abdullah, no era mucho más pequeño ni estaba más abarrotado que su propio puesto en Zanzib, que era suficientemente privado por lo general.

—¿Qué querías? —preguntó Flor-en-la-noche fríamente.

—¡Preguntar la razón de esta tremenda frialdad! —dijo Abdullah acalorado—. ¿Qué he hecho para que tú apenas quieras mirarme y apenas hablarme? ¿No he venido hasta aquí expresamente para rescatarte? ¿No he desafiado yo, el único entre todos los amantes desconsolados, cada peligro para llegar a este castillo? ¿No he sufrido las más agotadoras aventuras, permitiendo a tu padre amenazarme, al soldado engañarme, al genio mofarse de mí, solamente para traerte mi ayuda? ¿Qué más tengo que hacer? ¿O debería concluir que te has enamorado de Dalzel?

—¡Dalzel! —exclamó Flor-en-la-noche—. ¡Encima me insultas! ¡Añades el insulto a la injuria! Ahora veo que Beatrice tenía razón y que es verdad que no me amas.

—¡Beatrice! —retumbó Abdullah—. ¿Qué tiene ella que decir de cómo me siento?

Flor-en-la-noche agachó un poco la cabeza, pero parecía más enfurruñada que avergonzada. Hubo un silencio total. De hecho, el silencio era tan total que Abdullah se dio cuenta de que los sesenta oídos de todas las demás princesas (no, sesenta y ocho oídos, si contabas a Sophie, al soldado, a Jamal y a su perro, y asumiendo que Morgan estuviese dormido), en fin, todos esos oídos estaban en aquel momento enfocados completamente en lo que él y Flor-en-la-noche se decían.

—¡Hablad entre vosotros! —gritó.

El silencio se hizo incómodo. Fue roto por la anciana princesa:

—Lo más angustioso de estar aquí arriba sobre las nubes es que no hay clima del que sacar conversación.

Abdullah esperó hasta que esta afirmación fue seguida por un murmullo de voces y después volvió a Flor-en-la-noche.

—Y bien, ¿qué dijo la princesa Beatrice?

Flor-en-la-noche levantó su cabeza con arrogancia.

—Dijo que los retratos de otros hombres están bien y que los bonitos discursos también están bien, pero que ella no podía dejar de advertir que nunca habías hecho el más ligero intento de besarme.

—¡Mujer impertinente! —dijo Abdullah—. Cuando te vi la primera vez, supuse que eras un sueño. Supuse que simplemente te desvanecerías.

—Pero —dijo Flor-en-la-noche— la segunda vez que me viste, parecías bastante seguro de que era real.

—Ciertamente —dijo Abdullah—, pero entonces habría sido improcedente porque, si lo recuerdas, no habías visto otros hombres vivos que no fuésemos tu padre y yo.

—Beatrice —dijo Flor-en-la-noche— opina que los hombres que sólo sirven para dar buenos discursos son pobres maridos.

—¡A quién le importa la princesa Beatrice! —dijo Abdullah—. ¿Qué piensas tú?

—Yo pienso… —dijo Flor-en-la-noche—, yo pienso que quiero saber porque me encontraste tan poco atractiva como para no besarme.

—¡NO te encontré poco atractiva! —vociferó Abdullah. Entonces recordó los sesenta y ocho oídos tras la cortina y añadió en un feroz susurro—. Si quieres saberlo, yo… yo nunca he besado a una joven y tú eres demasiado maravillosa para mí como para estropearlo.

Una pequeña sonrisa, precedida de un hoyuelo, nació en la boca de Flor-en-la-noche.

—¿Y a cuántas jóvenes dices que has besado?

—A ninguna —gruñó Abdullah—. ¡Soy todavía un completo amateur!

—Igual que yo —admitió Flor-en-la-noche—. Aunque al menos ahora sé lo suficiente como para no confundirte con una mujer. ¡Eso fue muy estúpido!

Ella gorjeó una risita. Abdullah también. Y en poco tiempo ambos estaban riéndose a carcajadas, hasta que Abdullah dijo entrecortadamente: «¡Creo que deberíamos practicar!».