Parecía incorrecto hablar en tal sitio. Sophie le dio un codazo a Abdullah y señaló al frente. Allí, en el cabo de nube más cercano, se alzaba un castillo, una multitud de orgullosas y elevadas torres con oscuras ventanas de plata visibles en ellas. Estaba hecho de nube. Mientras lo contemplaban, un buen número de las torres más altas fluctuaron de un lado a otro y abandonaron la existencia, deshaciéndose, mientras otras se hundían y ensanchaban. Bajo sus ojos, el castillo creció como un borrón y se transformó en una enorme fortaleza arrugada y después su forma volvió a cambiar. Pero todavía estaba allí y todavía era un castillo y parecía ser el lugar adonde les estaba llevando la alfombra.
La alfombra iba con paso rápido pero suave, apegada a la orilla como si no tuviese ningún deseo de ser vista. Había arbustos nubosos más allá de las olas, teñidos de rojo y plata como los resquicios del atardecer. Al recorrer la bahía para llegar al promontorio, la alfombra se escondió al abrigo de estos, como se había escondido tras los árboles en la Llanura de Kingsbury.
Mientras marchaban, vieron otros paisajes de mares dorados, en los que, a lo lejos, se movían remotas formas de humo que bien podían ser barcos o quizá criaturas de nube ocupadas en sus propios asuntos. Todavía en profundo, susurrante silencio, la alfombra se arrastró cautelosa hacia el cabo, donde no había ya arbustos, y empezó a moverse sigilosamente pegada al nuboso suelo del mismo modo que se había deslizado pegada a los tejados de Kingsbury. Abdullah pensó que hacía lo correcto. Frente a ellos, el castillo cambiaba de nuevo, alargándose hasta convertirse en un imponente pabellón. Mientras la alfombra entraba en la gran avenida que conducía a sus cancelas, las cúpulas iban creciendo y sobresaliendo, y un borroso minarete de oro despuntó como si les hubiese visto llegar.
La avenida estaba bordeada de figuras de nube que también parecían observarles. Las figuras crecían en el suelo, a la manera en que un penacho de nube a veces sobresale visiblemente de la masa principal. Pero, al contrario que el castillo, estas no cambiaban de forma. Cada una se enarbolaba con orgullo, como un caballito de mar o los caballos de ajedrez, aunque sus caras eran más planas e inexpresivas que esas caras equinas y estaban rodeadas de ondulados rizos que no eran ni de nube ni de caballo.
Mientras pasaban a su lado, Sophie miró cada una de ellas con creciente desaprobación.
—No tengo muy buena opinión de su gusto en lo que respecta a las estatuas.
—¡Silencio, oh, la más franca de las damas! —susurró Abdullah—. No son estatuas, sino los doscientos ángeles guardianes de los que habló el demonio.
El sonido de sus voces atrajo la atención de la figura de nube más cercana. Se agitó brumosamente, abrió un par de inmensos ojos de piedra lunar y se dobló para examinar la alfombra que pasaba sigilosamente junto a ella.
—¡No te atrevas a detenernos! —le dijo Sophie—. Sólo hemos venido a por mi bebé.
Los enormes ojos parpadearon. Evidentemente el ángel no estaba acostumbrado a que se le hablara de un modo tan brusco. Alas de nube blanca empezaron a desplegarse de sus costados.
Rápidamente, Abdullah se levantó en la alfombra e hizo una reverencia.
—Saludos, noble mensajero de los cielos —dijo—. Lo que la señora tan abruptamente ha dicho es la verdad. Por favor, perdónala. Es del norte. Pero ella, como yo, viene en son de paz. Los demonios están cuidando de su hijo y nosotros sólo venimos a recogerlo y rendirles nuestra mayor humildad y nuestras devotas gracias.
Esto pareció aplacar al ángel. Las alas desaparecieron de sus nubosos costados y aunque su extraña cabeza se giró para mirarlos mientras la alfombra seguía deslizándose, no intentó detenerlos. Pero el ángel del otro extremo del camino tenía ya los ojos abiertos y los dos siguientes también se volvieron a mirarlos. Abdullah no se atrevió a sentarse de nuevo. Aseguró sus pies para no perder el equilibrio y se inclinó ante cada par de ángeles que pasaban. No era fácil de hacer. La alfombra sabía tan bien como Abdullah lo peligrosos que podían llegar a ser los ángeles y avanzaba más y más deprisa.
Incluso Sophie se dio cuenta de que un poco de cortesía podría ser de ayuda. Mientras pasaban a toda prisa, saludó a cada ángel agachando la cabeza y diciendo: «Buenas tardes. Hermoso atardecer el de hoy. Buenas tardes». No tenía tiempo para más porque la alfombra recorrió disparada el último trecho de la avenida. Cuando alcanzó las cancelas del castillo, que estaban cerradas, pasó a través de ellas como una rata atraviesa una alcantarilla. Abdullah y Sophie se sintieron sofocados con la neblinosa humedad y después salieron a la calma de una luz dorada. Descubrieron que estaban en un jardín. En ese momento, la alfombra cayó al suelo, mustia como un estropajo, y allí se quedó. Pequeños escalofríos le recorrían a todo lo largo, como haría una alfombra si temblase de miedo o jadeara de esfuerzo, o ambas cosas a la vez.
Puesto que el suelo era sólido y no parecía estar hecho de nube, Sophie y Abdullah saltaron cuidadosamente sobre él. Era un césped firme en el que crecía plateada hierba verde. A lo lejos, entre los ordenados setos, el agua manaba de una fuente de mármol. Sophie miró la fuente, miró alrededor y comenzó a fruncir el ceño.
Abdullah se agachó y enrolló la alfombra consideradamente, dándole palmaditas y hablándole con dulzura.
—Has sido muy valiente, oh, la más atrevida de los damascos —le dijo—. Ya está, ya está. No temas. No permitiré que ningún demonio, por muy poderoso que sea, dañe un solo hilo de tu preciada tela, ni un fleco de tu filo.
—Te pareces al soldado, armando escándalo con Morgan cuando era Mequetrefe —dijo Sophie—. Por ahí está el castillo.
Se dirigieron hacia él, Sophie mirando alerta alrededor y soltando uno o dos resoplidos, Abdullah con la alfombra tiernamente sobre sus hombros. Le daba palmaditas de vez en cuando y sentía que los temblores se extinguían mientras andaban. Caminaron durante un tiempo por el jardín que, aunque no era de nube, cambiaba y se alargaba en torno a ellos. Los setos se convirtieron en artísticos bancos de flores de color rosa pálido y la fuente, que podían ver con claridad en la distancia todo el tiempo, parecía ahora de cristal o posiblemente de crisolita. Unos pocos pasos más y todo estuvo lleno de enjoyadas macetas y frondosas enredaderas que se elevaban alrededor de pilares lacados. Los resoplidos de Sophie se hicieron más sonoros. La fuente, según podían ver, estaba hecha de plata con zafiros incrustados.
—Ese demonio se ha tomado libertades con un castillo que no es suyo —dijo Sophie—. A menos que esté completamente equivocada, esto solía ser nuestro baño.
Abdullah se sintió enrojecer. Fuese o no el cuarto de baño de Sophie, esos eran los jardines de sus propios sueños. Hasruel se burlaba de él, como había hecho todo el tiempo. Cuando la fuente se convirtió en oro y centelleante vino oscuro con rubíes, Abdullah se enfadó tanto como Sophie.
—Un jardín no debería ser así, incluso si nos olvidamos de los continuos cambios —dijo Abdullah con irritación—. Un jardín debería tener un aspecto natural, con secciones salvajes, y debería incluir una gran área de jacintos del bosque.
—Exacto —dijo Sophie—. ¡Mira ahora esa fuente! ¡Qué manera de tratar un baño!
La fuente era de platino y esmeraldas.
—Ridículamente ostentoso —dijo Abdullah—. Cuando yo diseñe mi jardín…
Fue interrumpido por los gritos de un niño. Ambos echaron a correr.
Capítulo 18
Que está bastante lleno de princesas
Los gritos del niño aumentaron. No había duda de la dirección de la que procedían. Mientras Sophie y Abdullah corrían a lo largo de un claustro columnado en dirección al lugar, Sophie jadeó:
—No es Morgan. Es un niño mayor.
Abdullah pensó que tenía razón. Escuchaba palabras entre los gritos, aunque no podía distinguir cuáles. Y, aunque se pusiera a berrear con todas sus fuerzas, Morgan no tenía todavía pulmones tan grandes como para emitir ese tipo de ruido. Los gritos se hicieron casi insoportables y después se convirtieron en chirriantes sollozos. Y los chirriantes sollozos dieron lugar a un continuo y persistente «¡Bua, bua, bua!» y, justo cuando ese sonido se hizo verdaderamente intolerable, el niño alzó la voz de nuevo con histéricos gritos.
Sophie y Abdullah siguieron el sonido hasta el final del claustro y salieron a una enorme sala de nube. Allí se detuvieron prudentemente detrás de un pilar.
—¡Nuestro salón, deben haberlo inflado como un globo! —dijo Sophie.
Era una sala muy grande y lo que gritaba, en su centro, era una niña. Tendría unos cuatro años, rizos rubios y llevaba un camisón blanco. Su cara estaba roja, su boca era un enorme agujero negro y alternativamente se arrojaba al suelo de pórfido verde y se levantaba para volver a tirarse. Si había una niña hecha una furia, era esta. Los ecos de la gran sala gritaban con ella.
—Es la princesa Valeria —murmuró Sophie a Abdullah—. Justo lo que pensaba.
Cerniéndose sobre la princesa chillona estaba la oscura figura de Hasruel. Otro demonio, mucho más pequeño y pálido, se escondía tras él.
—¡Haz algo! —gritó el demonio pequeño. Se le escuchaba entre el estrépito porque su voz era como de trompetas plateadas—. ¡Me está volviendo loco!
Hasruel giró su enorme rostro hacia la gritona cara de Valeria.
—Pequeña princesa —le arrulló retumbante—. Deja de llorar. Nadie te va a hacer daño.
Como respuesta, la princesa Valeria primero se levantó, gritó a la cara de Hasruel, después se lanzó de bruces al suelo, se puso a rodar y patalear allí.
—¡Bua, bua, bua! —vociferó—. ¡Quiero mi casa! ¡Quiero a mi papá! ¡Quiero a mi niñera! ¡Quiero a mi tío Justin! ¡Buaaaa!
—Pequeña princesa —le arrulló Hasruel desesperadamente.
—¡No le hagas sólo arrullos! —voceó el otro demonio, que era claramente Dalzel—. ¡Haz algo de magia! ¡Una nana, un conjuro de silencio, mil ositos, una tonelada de caramelos toffe! ¡Lo que sea!
Hasruel se volvió hacia su hermano. Sus alas abiertas desencadenaron agitados vendavales que revolvieron el pelo de Valeria y removieron su camisón. Sophie y Abdullah tuvieron que aferrarse al pilar para que la fuerza del viento no los lanzara hacia atrás. Pero nada de esto cambió la rabieta de la princesa Valeria. En todo caso, gritó más fuerte.
—¡Lo he intentado todo, hermano mío! —tronó Hasruel.
Ahora la princesa Valeria gritaba sin parar «¡MADRE, MADRE, ESTÁN SIENDO MUY MALOS CONMIGO!
Hasruel tuvo que alzar su voz hasta que se convirtió en un completo estruendo.
—¿No sabes —retumbó— que casi ningún tipo de magia puede parar a una cría con este genio?
Dalzel se tapó las orejas con sus pálidas manos (las orejas eran puntiagudas, con cierto aspecto de hongos).
—¡Pues no puedo soportarlo! —se desgañitó Dalzel—. ¡Ponla a dormir durante doscientos años!
Hasruel asintió con la cabeza. Se volvió hacia la princesa Valeria, que gritaba y se revolcaba por el suelo, y extendió su enorme mano sobre ella.
—¡Oh, querido! —dijo Sophie a Abdullah—. ¡Haz algo!
Puesto que Abdullah no tenía ni idea de qué hacer y puesto que en su interior sentía que cualquier cosa que parara ese ruido sería una buena idea, no hizo nada salvo alejarse dubitativamente del pilar. Y afortunadamente, antes de que la magia de Hasruel tuviera algún efecto notable en la princesa Valeria, llegó una muchedumbre de personas. Una voz fuerte, bastante áspera, atravesó el barullo:
—¿Qué es todo este ruido?
Ambos demonios retrocedieron. Las recién llegadas eran todas mujeres y todas parecían extremadamente disgustadas; pero dicho esto, sólo tenían en común ambas cosas. Permanecían en fila, unas treinta, mirando fija, acusadoramente, a los dos demonios, y eran altas, bajas, corpulentas, delgadas, jóvenes y viejas y de cada color de piel producido por la raza humana. Los ojos de Abdullah se movieron rápidamente y con asombro a lo largo de la hilera. Debían de ser las princesas raptadas. Esa era la tercera cosa que tenían en común. El conjunto iba desde una diminuta, frágil, princesa amarilla, la más cercana a él, hasta una encorvada anciana situada más o menos en el medio. Y llevaban todo tipo de ropa imaginable, desde un vestido de gala a pantalones de deporte.