El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

El último tramo de escaleras estaba lleno de gente que se dirigía hacia arriba, hombres que calzaban pesadas botas y una especie de uniforme. El posadero les mostraba el camino diciendo: «En el segundo piso, caballeros. Vuestra descripción del estrangiano casaría con este hombre si se hubiese cortado la trenza y el joven es obviamente el cómplice del que habláis».

Abdullah se giró y volvió a subir aprisa las escaleras, esta vez de puntillas, de dos en dos escalones.

—¡Desastre general, oh, las más hechiceras entre las mujeres! —dijo jadeando a Lettie y a Sophie—. El posadero, un pérfido empresario, trae guardias para arrestarnos a mí y al soldado. ¿Qué podemos hacer?

Era el momento idóneo para que una mujer decidida tomase las riendas. Abdullah se alegró de que Sophie fuese una de ellas. Actuó enseguida. Cerró la puerta y echó el pestillo.

—Dame tu pañuelo —le dijo a Lettie y cuando Lettie se lo pasó, Sophie se arrodilló y limpió con él la leche de la alfombra mágica—. Ven aquí —le dijo a Abdullah—, súbete conmigo y dile a la alfombra que nos lleve donde está Morgan. Tú quédate aquí, Lettie, y retén a los guardias. No creo que la alfombra pueda contigo.

—De acuerdo —dijo Lettie—. De todas formas quiero volver con Ben antes de que el rey empiece a culparlo. Pero primero le cantaré las cuarenta a ese posadero. No me vendrá mal practicar antes de ver al rey.

Lettie, tan resuelta como su hermana, cuadró sus hombros, dobló los codos y clavó los puños en su cintura, en una postura que prometía hacer pasar un mal rato al posadero y a los agentes.

Abdullah también estaba contento con Lettie. Se sentó en cuclillas sobre la alfombra y dio un suave ronquido. La alfombra tembló. Era un temblor reacio.

—Oh, fabuloso tejido, carbúnculo y crisolita entre las alfombras —dijo Abdullah—, este miserable y tosco salvaje te pide perdón encarecidamente por haber derramado leche sobre tu inestimable superficie.

Sonoros golpes llegaron de la puerta.

—¡Abre, en nombre del rey! —bramó alguien desde el otro lado.

No había tiempo para seguir adulando a la alfombra.

—Alfombra, te lo imploro —susurró—, transpórtanos a esta señora y a mí a donde el soldado haya llevado al bebé.

La alfombra tembló con irritación, pero obedeció. Se arrojó contra la ventana cerrada del modo que era habitual en ella. Esta vez, Abdullah se mantuvo lo suficientemente alerta como para alcanzar a ver por un instante, mientras la atravesaban como si fuese agua, el vidrio y el oscuro marco de la ventana y después se elevaron sobre los globos de plata que iluminaban las calles. Pero dudó de que Sophie hubiese hecho lo mismo. Agarraba el brazo de Abdullah con ambas manos y este pensó que tendría los ojos cerrados.

—Odio las alturas —dijo ella—. Espero que no esté lejos.

—Esta excelente alfombra nos llevará a la máxima velocidad, venerable bruja —añadió Abdullah, intentando confortar a la vez a Sophie y a la alfombra. Aunque no sabía si funcionaría con alguna de ellas. Sophie continuó aferrada dolorosamente a su brazo, emitiendo pequeños gritos de pánico y, tras hacer un enérgico y mareante giro alrededor de las torres y luces de Kingsbury, la alfombra rodeó vertiginosamente lo que parecían ser las cúpulas del palacio y emprendió otro circuito por la ciudad.

—¿Qué está haciendo? —jadeó Sophie. Evidentemente sus ojos no estaban cerrados del todo.

—Serenidad, oh, la más sosegada de las hechiceras —la tranquilizó Abdullah—. Gira en círculos para ganar altura a la manera de los pájaros —aunque en su interior estaba convencido de que la alfombra había perdido el rastro. Sin embargo, cuando pasaron por tercera vez sobre las luces y cúpulas de Kingsbury, se dio cuenta de que casualmente había acertado en su comentario. Ahora se elevaban varias decenas de metros más. En la cuarta vuelta, que fue más amplia que la tercera (aunque igual de mareante), Kingsbury pasó a ser un pequeño racimo enjoyado por debajo de ellos, muy a lo lejos.

La cabeza de Sophie se inclinó para echar un vistazo. Apretó a Abdullah todavía más fuerte, si es que eso era posible.

—¡Oh, madre mía! ¡Seguimos subiendo! ¡Creo que el desdichado soldado se ha ido con Morgan tras el demonio!

Tanta era la altura a la que estaban que Abdullah pensó que tenía razón.

—Sin duda su deseo era rescatar a la princesa —dijo Abdullah—, con la esperanza de recibir una gran recompensa.

—¡Pero no tenía derecho a llevarse mi bebé! ¡Espera que lo vea! ¿Y cómo lo ha conseguido sin la alfombra?

—Debe de haber ordenado al genio que siguiera al demonio, oh, luna de la maternidad.

A lo que Sophie contestó:

—¿Qué genio?

—Te aseguro, oh, la más avispada de las mentes hechiceras, que además de la alfombra poseo un genio, aunque tú nunca te hayas dado cuenta —dijo Abdullah.

—Me fiaré de tu palabra —dijo Sophie—. Sigue hablando. Habla… O miraré abajo, y si miro abajo… sé que me caeré.

Sophie se agarraba con tanta fuerza al brazo de Abdullah, que estaba seguro de que, si ella se caía, él se caería también. Kingsbury era ahora un punto brillante y brumoso, que aparecía alternativamente a un lado y a otro mientras la alfombra continuaba subiendo en espiral. El resto de Ingary se disponía alrededor como un enorme plato azul oscuro. Si pensaba en una caída desde tan alto, Abdullah se sentía casi tan asustado como Sophie. Empezó a relatarle rápidamente todas sus aventuras, cómo había conocido a Flor-en-la-noche, cómo el sultán le había metido en la prisión, cómo el genio había sido pescado en la laguna del oasis por los hombres de Kabul Aqba (que eran ángeles en realidad) y lo difícil que había sido pedir deseos que no fueran saboteados por la malicia del genio.

Para entonces, el desierto se veía como un pálido mar al sur de Ingary, aunque habían llegado tan alto que era bastante difícil distinguir nada.

—Ahora veo que el soldado aceptó que yo había ganado la apuesta para convencerme de su honestidad —dijo Abdullah con pesar—. Creo que siempre ha pretendido robarme el genio y probablemente también la alfombra.

Sophie se mostraba interesada. Para gran alivio de Abdullah, su apretón en el brazo se relajó ligeramente.

—No puedes culpar a ese genio por odiar a todos —dijo—. Piensa en cómo te sentirías si estuvieses encerrado en la mazmorra.

—Pero el soldado… —dijo Abdullah.

—¡Esa es otra cuestión! —afirmó Sophie—. ¡Sólo espera a que le eche las manos encima! ¡No puedo soportar a la gente que va de suave con los animales y después engaña a cada humano con el que se cruza! Pero volviendo al genio que dices que poseías, parece que el demonio quería que lo tuvieses. ¿Crees que forma parte de su plan para que los desconsolados pretendientes le ayuden a ganar la batalla contra su hermano?

—Eso creo —dijo Abdullah.

—Entonces, cuando lleguemos al castillo de nubes, si es que es ahí adonde vamos —dijo Sophie—, deberíamos contar con la ayuda de otros pretendientes.

—Quizá —dijo Abdullah prudentemente—. Pero quiero recordar, oh, el más curioso de los gatos, que te escabulliste en los arbustos mientras el demonio hablaba, y este no esperaba a nadie más que a mí.

Abdullah miró hacia arriba. Empezaba a hacer más frío y las estrellas parecían incómodamente apagadas. Cierto toque plateado en la oscuridad azul del cielo sugería que había luz de luna intentando despuntar desde algún sitio. Era maravilloso. El corazón de Abdullah se hinchó con el pensamiento de que, finalmente, parecía estar en camino de rescatar a Flor-en-la-noche.

Desafortunadamente, Sophie también miró hacia arriba. Apretó el brazo con más fuerza.

—Habla —dijo ella—. Estoy aterrada.

—En ese caso, deberías hablar tú también, valeroso azúcar de los conjuros —dijo Abdullah—. Cierra los ojos y háblame del príncipe de Ochinstan, con el que Flor-en-la-noche se prometió.

—No creo que esto haya sido posible —dijo Sophie casi balbuceando. Estaba verdaderamente aterrada—. El hijo del rey es sólo un niño. Por otra parte, está el hermano del rey, el príncipe Justin, pero supuestamente se iba a casar con la princesa Beatrice de Strangia, aunque ella lo rechazó y huyó. ¿Crees que estará en poder del demonio? En mi opinión, tu sultán sólo va detrás de las armas que fabrican nuestros magos… Y no podrá conseguirlas. Nunca dejan que los mercenarios se las lleven al sur. De hecho, Howl dice que no se deberían mandar mercenarios. Howl… —su voz se desvaneció y sus manos temblaron en el brazo de Abdullah—. ¡Habla! —gritó.

Se estaba haciendo difícil respirar.

—Apenas puedo hacerlo, sultana de fuertes manos —jadeó Abdullah—. Creo que el aire es escaso aquí. ¿No puedes hacer algún encantamiento que nos ayude a respirar?

—Probablemente no. Tú me llamas bruja, pero en realidad soy bastante nueva en esto —contestó Sophie—. Ya lo viste, cuando era un gato, hacerme más grande fue todo lo que pude lograr.

Pero soltó a Abdullah un momento para hacer unos gestos breves y entrecortados sobre sus cabezas.

—¡Aire! —dijo ella—. ¡Esto es realmente vergonzoso! Vas a tener que dejarnos respirar un rato más o no duraremos mucho. ¡Agrúpate aquí alrededor y deja que te respiremos! —Se agarró de nuevo a Abdullah—. ¿Mejor?

Parecía que realmente había más aire, aunque era más frío que nunca. Abdullah estaba sorprendido por el método de lanzar conjuros de Sophie, que le había parecido de lo menos mágico (de hecho, no era muy diferente de su propia manera de convencer a la alfombra para que se moviera). Aunque tuvo que admitir que había funcionado.

—Sí, muchas gracias, recitadora de conjuros.

—¡Habla! —dijo Sophie.

Estaban tan alto que abajo el mundo ya no se veía. Abdullah no tenía problemas para entender el horror que sentía Sophie. La alfombra navegaba a través del oscuro vacío, arriba, arriba. Abdullah sabía que, de hallarse solo, estaría gritando.

—Habla tú, poderosa señora mágica —tembló—. Háblame de ese mago Howl tuyo.

Los dientes de Sophie rechinaron, pero dijo con orgullo:

—Él es el mejor mago de Ingary, y de todas partes. De haber contado con tiempo, él mismo habría vencido a ese demonio. Y es vago y egoísta y vanidoso como un pavo real, y cobarde, y no puedes hacer que se comprometa con nada.

—¿De veras? —preguntó Abdullah—. Es extraño que hables con tanto orgullo de tal dechado de vicios, oh, la más encantadora de las señoras.

—¿Qué quieres decir con vicios? —preguntó Sophie enfadada—. Sólo estaba describiendo a Howl. Debes saber que proviene de un mundo completamente diferente llamado Gales, y me niego a creer que esté muerto… ¡Ohhh!

Terminó la frase con un gemido mientras la alfombra se zambulló en un diáfano velo de nube, allá en lo alto. Dentro de la nube el velo resultó estar formado por escamas de hielo que les salpicaron en forma de fragmentos, astillas y cantos, como en una tormenta de granizo. Ambos se quedaron boquiabiertos mientras la alfombra aceleraba para salir de allí. Luego volvieron a quedarse con la boca abierta, pero maravillados.

Se encontraban en un nuevo país, bañado por la luz de la luna (con el tinte dorado de la luna de la cosecha). Pero cuando Abdullah se detuvo un instante para buscar el astro lunar, no lo encontró por ningún sitio. La luz parecía venir del propio cielo azul plateado. Tachonado de enormes y cristalinas estrellas doradas. Sólo pudo echarles una ojeada. La alfombra salió frente a un brumoso y transparente mar y se movió junto con las suaves olas que rompían en las rocas de nube. Aun cuando podía ver a través de cada ola como si fueran de seda verde y dorada, sus aguas eran realmente húmedas y amenazaban con inundar la alfombra. El aire era cálido. Y la alfombra, por no hablar de sus propias ropas y su pelo, estaba cargada de montones de hielo derritiéndose. Durante los primeros minutos, Sophie y Abdullah estuvieron completamente ocupados tirando el hielo por los bordes de la alfombra al translúcido océano, donde se hundía en el cielo hasta desvanecerse allá abajo.

Cuando la alfombra, más ligera otra vez, pudo volver a alzarse y tuvieron la oportunidad de mirar alrededor, se quedaron boquiabiertos una vez más. Pues aquí estaban las islas y promontorios y bahías de tenue oro que Abdullah había visto al atardecer, extendiéndose desde donde ellos estaban hasta la lejana y plateada distancia, en donde descansaban silentes y tranquilos y encantados, como si fuesen una visión del paraíso mismo. Las olas cristalinas rompían en la orilla nubosa con sólo el más débil de los susurros, que parecía sumarse al silencio.