—¡Medianoche! —dijo Abdullah irritado, tambaleándose hacia delante.
—¡Sophie! —gritó Lettie, tambaleándose hacia atrás con el gato en sus brazos.
—¡Oh, Sophie, estaba muerta de preocupación! Manfred, trae a Ben enseguida. No me importa qué esté haciendo. ¡Es urgente!
Capítulo 16
En el que les suceden extrañas cosas a Medianoche y a Mequetrefe
Todo era prisa y confusión alrededor de Abdullah. Aparecieron dos sirvientes más, seguidos primero por uno y después por dos jóvenes con largas togas azules, que parecían ser los aprendices del mago. Unos y otros correteaban mientras Lettie iba de un lado a otro del vestíbulo con Medianoche en sus brazos, dando órdenes a gritos. En medio de todo este desorden, Manfred se acercó a Abdullah y le ofreció asiento y un vaso de vino con solemnidad. Y puesto que parecía que eso era lo que se esperaba de él, Abdullah se sentó y le dio un sorbo al vino, perplejo por la confusión.
Justo cuando parecía que iba a seguir así por siempre, todo paró. Un hombre alto, imponente, vestido con una toga negra apareció de algún sitio.
—¿Qué diablos pasa? —dijo el hombre.
Esa frase resumía todos los sentimientos de Abdullah, de modo que aquel hombre le cayó bien desde el principio. Tenía el pelo de un color rojizo desvaído y una cara cansada, con los rasgos muy marcados. La toga confirmó las suposiciones de Abdullah, aquel debía ser el mago Suliman, y habría parecido mago llevara lo que llevara. Abdullah se levantó de la silla e hizo una reverencia. El mago le dirigió una mirada de marcado desconcierto y se volvió hacia Lettie.
—Viene de Zanzib, Ben —dijo Lettie—, y sabe algo sobre la amenaza a la princesa. Y trajo a Sophie con él. ¡Sophie es una gata! ¡Mira! ¡Ben, tienes que transformarla enseguida!
Lettie era una de esas mujeres que se ven más encantadoras cuanto más consternadas están. Abdullah no se sorprendió cuando el mago Suliman la cogió por los codos suavemente y le dijo: «Sí, por supuesto, mi amor» y después la besó en la frente. Esto hizo que Abdullah se preguntase con tristeza si él tendría alguna vez la oportunidad de besar así a Flor-en-la-noche, o de decir, como acababa de añadir el mago: «Cálmate, acuérdate del bebé». Después de esto el mago se giró y dijo mirando por encima de su hombro:
—¿Y puede alguien cerrar la puerta? Media Kingsbury debe de haberse enterado ya de lo que está pasando aquí.
Con esas palabras, el mago Suliman se acabó de ganar el aprecio de Abdullah. Lo único que le había impedido a él mismo levantarse y cerrar la puerta era la duda de que dejar la puerta abierta en una crisis fuese una costumbre del lugar. Hizo otra reverencia y luego se topó con el mago, que giraba sobre sus talones para mirarlo de frente.
—¿Y qué ha pasado, joven? —preguntó el mago—. ¿Cómo sabías que esta gata era la hermana de mi mujer?
La pregunta sorprendió a Abdullah. Explicó (y lo explicó varias veces) que no tenía ni idea de que Medianoche fuese humana, ni mucho menos de que fuese la cuñada del mago real, pero no estaba demasiado seguro de que alguien le estuviese escuchando. Todos parecían tan contentos de ver a Medianoche que simplemente asumieron que Abdullah la había llevado a la casa motivado por pura amistad. Lejos de exigir una gran suma, el mago Suliman parecía creer que era él quien le debía algo a Abdullah y cuando Abdullah afirmó que no le debía nada, el mago añadió: «Bueno, de todos modos acompáñame y mira cómo se transforma». Lo dijo de un modo tan amistoso y confiado que Abdullah sintió aún más cariño por él y se dejó arrastrar junto con los demás a una gran habitación que parecía estar situada detrás de la casa (aunque Abdullah tenía la sensación de que, de algún modo, también estaba situada en otro, sitio). El suelo y los muros se inclinaban de una manera inusual.
Abdullah no había visto nunca hacer brujería a nadie, la habitación estaba abarrotada de intrincados artefactos mágicos y lo miró todo con mucho interés. Lo que tenía más cerca eran unas formas de filigrana rodeadas de delicadas volutas de humo. Junto a ellas, dentro de unos complejos signos, había velas grandes y peculiares y, más allá, se veían insólitas esculturas hechas de arcilla húmeda. Aún más lejos, vio una fuente de cinco chorros de los que manaban raros diseños geométricos y esa parte escondía muchas otras cosas extrañísimas que se amontonaban en la distancia.
—Aquí no hay sitio para trabajar —dijo el mago, atravesando la sala—. Estos tendrán que apañárselas solos mientras preparamos la habitación de al lado. Venga, daos prisa.
Entraron tumultuosamente en la siguiente habitación, era más pequeña y estaba vacía salvo por algunos espejos redondos que colgaban de los muros. Lettie soltó con cuidado a Medianoche sobre una piedra verdeazulada situada en el centro, la gata se sentó allí lamiéndose severamente el interior de sus patas delanteras y mostrando completa indiferencia mientras todos los demás, incluyendo a Lettie y los sirvientes, trabajaban a ritmo frenético para construir, con unas varas plateadas, una especie de tienda de campaña alrededor de ella.
Prudentemente, Abdullah se hizo a un lado y se quedó mirando, apoyado contra la pared. A estas alturas, se arrepentía de haberle dicho al mago que no le debía nada. Debería haber aprovechado la ocasión para preguntarle cómo llegar al castillo del cielo. Pero consideró que, ya que nadie parecía escucharle, era mejor esperar a que las cosas se calmaran. Entretanto, las varas formaron el dibujo de las estructuras de unas estrellas plateadas y Abdullah miró el ajetreo, desorientado por la manera en que la escena se reflejaba en todos los espejos, pequeña, llena de gente y redondeada. Los espejos se doblaban tan inexplicablemente como los muros y los suelos.
Finalmente el mago Suliman dio una palmada con sus grandes y huesudas manos.
—Bien —dijo—. Lettie puede quedarse para ayudar. Los demás, id a la otra habitación y aseguraos de que los custodios de la princesa siguen en su sitio.
Los aprendices y sirvientes se apresuraron. El mago Suliman extendió sus brazos. Abdullah trató de mirar fijamente y recordar todo lo que sucedía. Pero tan pronto como la magia empezó a funcionar, no pudo estar seguro de lo que estaba pasando. Sabía que ocurrían cosas, pero parecía que no estaban ocurriendo. Era como escuchar música siendo duro de oído. A menudo, el mago Suliman pronunciaba una palabra extraña y profunda que volvía borrosa la habitación y el interior de la mente de Abdullah, lo que complicaba incluso más ver lo que estaba pasando. Pero la mayoría de las dificultades de Abdullah tenía que ver con los espejos de la pared. Seguían mostrando imágenes pequeñas y curvas que parecían reflejos, pero que no lo eran (o no exactamente). Cada vez que el ojo de Abdullah captaba uno de los espejos, este mostraba el armazón de varas brillando con la luz plateada de un nuevo dibujo (una estrella, un triángulo, un hexágono o algún otro símbolo angular y secreto), pero el armazón real que tenía frente a sí no brillaba en absoluto. En una o dos ocasiones, uno de los espejos mostró la imagen del mago Suliman con los brazos extendidos cuando, en la habitación, sus brazos permanecían caídos. Varias veces, un espejo exhibió a Lettie inmóvil, con sus manos apretadas y con aspecto vívidamente nervioso. Pero si Abdullah miraba a Lettie, ella no dejaba de moverse con tranquilidad, gesticulando de modo extraño. Medianoche no aparecía nunca en los espejos. Aunque su pequeña silueta negra, colocada en medio de las varas, era también sorprendentemente difícil de ver en la realidad.
De repente, todas las varas brillaron argentina y brumosamente y el espacio que había dentro de ellas se llenó de niebla. El mago dijo una última palabra insondable y retrocedió.
—¡Maldita sea! —exclamó alguien desde dentro de las varas—. ¡Ya no puedo oleros!
Esto hizo que el mago sonriera y Lettie riera abiertamente. Abdullah buscó con la mirada a la persona que tanto los divertía y al instante no tuvo más remedio que mirar hacia otro lado. La joven que estaba en cuclillas dentro del armazón, como es lógico, no tenía nada de ropa encima. El simple vistazo le bastó para comprobar que la joven era tan rubia como morena era Lettie y que, aparte de esto, ambas eran muy parecidas. Lettie corrió a un extremo de la habitación y regresó con una toga mágica de color verde. Cuando Abdullah se atrevió a mirar de nuevo, la joven llevaba la toga puesta como una bata y Lettie trataba simultáneamente de abrazarla y sacarla del armazón.
—¡Oh, Sophie! ¿Qué te pasó? —siguió diciendo.
—Un momento —jadeó Sophie—. Al principio, parecía tener dificultad para equilibrarse sobre los dos pies pero abrazó a Lettie y luego fue tambaleándose hacia el mago y le abrazó también.
—Se me hace tan raro no tener cola —dijo—. Pero gracias de corazón, Ben.
Después avanzó hacia Abdullah, caminando con mayor facilidad ahora. Abdullah apretó la espalda contra la pared, preocupado de que fuese a darle también un achuchón, pero todo lo que dijo Sophie fue:
—Debes de haberte preguntado porque te seguía. La verdad es que siempre me pierdo en Kingsbury.
—Me alegro de haber sido de ayuda, oh, la más encantadora de los metamorfoseados —dijo Abdullah con cierta indiferencia. No estaba seguro de que se fuese a llevar mejor con Sophie de lo que se había llevado con Medianoche. Se le antojó que era una joven incómodamente testaruda…, casi tanto como la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima.
Lettie volvió a preguntar con exigencia qué había convertido a Sophie en gato y el mago Suliman dijo con preocupación:
—Sophie, ¿significa eso que Howl deambula también como un animal?
—No, no —dijo Sophie, y de repente pareció desesperadamente preocupada—. No tengo ni idea de dónde esta Howl. Fue él quien me transformó en gato, ya ves.
—¿Qué? ¿Tu propio marido te convirtió en un gato? —exclamó Lettie—. ¿Se trata de otra de vuestras peleas?
—Sí, pero hay una explicación perfectamente razonable —dijo Sophie—. Verás, lo hizo cuando alguien nos robó el castillo ambulante. Supimos que eso iba a pasar con casi medio día de antelación y todo gracias a que Howl estaba trabajando en un conjuro adivinatorio para el rey. El conjuro le mostró que algo realmente poderoso se llevaría el castillo y secuestraría después a la princesa Valeria. Howl dijo que avisaría al rey al momento. ¿Lo hizo?
—Desde luego —respondió el mago Suliman—. La princesa no pasa ni un segundo sin protección. He invocado espíritus y he dispuesto guardias en la habitación contigua. Cualquiera que sea el ser que la está amenazando, no tiene oportunidad de llegar a ella.
—¡Menos mal! —dijo Sophie—. Eso me quita un peso de encima. Se trata de un demonio, ¿lo sabías?
—Ni si quiera un demonio podría alcanzarla —contestó el mago Suliman—. ¿Pero qué hizo Howl?
—Primero maldijo —continuó Sophie—. En galés. Después ordenó a Michael y al nuevo aprendiz que se marchasen. Quería que yo me marchara también. Pero le dije que, ya que él y Calcifer se iban a quedar allí, yo me quedaría también y le pregunté si no podría hacer un conjuro para que el demonio, sencillamente, no notase mi presencia. Y discutimos sobre eso…
Lettie se rio entre dientes.
—¿Por qué no me sorprende? —dijo.
Sophie se sonrojó y levantó su cabeza desafiante.
—Bueno, Howl siguió diciendo que yo estaría más segura en Gales, con su hermana, y él sabe que no me llevo bien con ella y yo dije que sería de más utilidad si me quedase en el castillo, oculta a los ojos del ladrón. Sea como fuere —puso su cara entre las manos—, me temo que aún estábamos discutiendo cuando llegó el demonio. Hubo un enorme ruido y todo se volvió oscuro y confuso. Recuerdo que Howl gritó el conjuro del gato, farfullando a toda prisa, y que después le chilló a Calcifer.
—Calcifer es su demonio de fuego —explicó Lettie educadamente a Abdullah.
—Le chilló a Calcifer para salir de allí y salvarse a sí mismo, porque el demonio era demasiado fuerte para cualquiera de los dos —siguió Sophie—. Luego el castillo despegó delante de mí como la tapa de un plato de queso. Lo siguiente que sé es que yo era un gato y que estaba en las montañas al norte de Kingsbury.
Lettie y el mago intercambiaron miradas perplejas sobre la cabeza agachada de Sophie.