El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

—¡Fuiste tú! —exclamó Abdullah.

—Sí. Lo único divertido era la cantidad y la naturaleza de los sueños que procedían de tu puesto —dijo Hasruel. Pese al frío de la niebla, Abdullah notó que su cara estaba acalorándose—. Así que —continuó Hasruel— cuando para mi sorpresa escapaste del sultán de Zanzib, me pareció también divertido convertirme en tu personaje Kabul Aqba y te forcé a vivir algunas de tus fantasías. Siempre procuro que le sucedan las aventuras adecuadas a cada pretendiente.

Pese a su bochorno, Abdullah habría jurado que los ojos oscuros y dorados del demonio miraron de soslayo al soldado mientras decía esto último.

—¿Y a cuántos príncipes desconsolados has movilizado hasta la fecha, oh, perspicaz y chispeante demonio?

—A cerca de treinta —dijo Hasruel—, pero, como he dicho, la mayoría de ellos no se han puesto realmente en movimiento. Lo cual se me antoja extraño porque su cuna y sus cualidades son de sobra mejores que las tuyas. De cualquier modo, me consuelo pensando que aún me quedan ciento treinta y dos princesas por raptar.

—Creo que deberías sentirte satisfecho conmigo —dijo Abdullah—. Puede que mi cuna sea baja, pero así lo quiere el destino. Y estoy en posición de asegurar esto, puesto que recientemente lo he desafiado en lo que refiere a esta misma cuestión.

El demonio sonrió (una estampa tan poco agradable como cuando frunció el ceño) y asintió:

—Lo sé. Esa es la razón por la que me he rebajado a aparecer ante ti. Dos de mis ángeles sirvientes regresaron ayer a mi lado tras haber sido colgados del cuello, en su forma humana. Ninguno de los dos estaba completamente complacido por ello y ambos afirmaban que había sido cosa tuya.

Abdullah hizo una reverencia.

—Sin duda, cuando lo piensen dos veces, preferirán esto a ser sapos inmortales —dijo Abdullah—, Ahora dime una última cosa, amable ladrón de princesas. Dime dónde puedo encontrar a Flor-en-la-noche, por no mencionar a tu hermano Dalzel.

La sonrisa del demonio se agrandó, haciéndose incluso más desagradable, pues de este modo revelaba un puñado de colmillos, extremadamente largos. El demonio señaló hacia arriba con un pulgar vasto y puntiagudo.

—¡Diantre, aventurero terrestre! Naturalmente están en el castillo que has visto todos estos días al atardecer —respondió—. Como te dije, solía pertenecer a un mago de esta región. No te será fácil llegar hasta allí y, si lo haces, te vendría bien recordar que soy el esclavo de mi hermano y que me veré forzado a actuar contra ti.

—Entendido —dijo Abdullah.

El demonio plantó sus garras en el suelo y comenzó a impulsarse hacia arriba.

—Debería hacer otra observación —dijo—: la alfombra tiene órdenes de no seguirme. ¿Puedo partir ya?

—¡No, espera! —gritó el soldado.

Al mismo tiempo, Abdullah recordó algo que había olvidado y preguntó:

—¿Y qué hay del genio?

Pero la voz del soldado era más fuerte y profunda que la de Abdullah:

—¡ESPERA, monstruo! ¿Está ese castillo merodeando por aquí en el cielo por algún motivo en particular, monstruo?

Hasruel sonrió de nuevo y se detuvo, manteniendo el equilibrio sobre una enorme rodilla.

—Muy perspicaz por tu parte, soldado. De hecho, sí. El castillo está aquí porque estoy preparando el secuestro de la hija del rey de Ingary, la princesa Valeria.

—¡Mi princesa! —dijo el soldado.

La sonrisa de Hasruel se convirtió en carcajada. Echó para atrás la cabeza y chilló alejándose en la niebla:

—¡Lo dudo, soldado! ¡Oh, lo dudo! La princesa sólo tiene cuatro años. Pero aunque ella no te sea útil a ti, confío en que vosotros me seáis útiles a mí. Tú y tu amigo de Zanzib sois unos peones bien situados en mi tablero de ajedrez.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó el soldado con indignación.

—¡Que vosotros vais a ayudarme a raptarla! —dijo el demonio y, con una fuerte sacudida de sus alas, se impulsó hacia arriba, al interior de la niebla, profiriendo una risa descomunal.

Capítulo 15

En el que los viajeros llegan a Kingsbury

—Si quieres saber mi opinión —dijo el soldado tirando de mala gana su morral sobre la alfombra mágica— te diré que esa criatura es tan mala como su hermano… ¡Si es que tiene un hermano!

—Oh, por supuesto que tiene un hermano. Los demonios no mienten —dijo Abdullah—, pero se consideran superiores a los mortales, incluso los demonios buenos. Y el nombre de Hasruel está en las Listas del Bien.

—¡Pero podrías haberme engañado tú! —dijo el soldado—. ¿Dónde se habrá metido Medianoche? Ha de estar muerta de miedo.

El soldado montó tanto jaleo atrapando a Medianoche entre los arbustos que Abdullah desistió de seguir explicándole las costumbres de los demonios, algo que todos los niños de Zanzib aprendían en la escuela. Lo cierto es que temía que el soldado tuviera razón. Hasruel podía haber tomado los Siete Votos necesarios para pertenecer a la Congregación del Bien, pero su hermano le había dado la excusa perfecta para romper todos y cada uno de ellos. Fuese un demonio bueno o malo, Hasruel se lo estaba pasando en grande.

Abdullah recogió la botella del genio y la puso en la alfombra, pero la botella, de repente, se cayó de lado y rodó hacia fuera.

—¡No, no! —gritó el genio desde el interior—. ¡Yo no me monto en eso! ¿Por qué crees que me tiré la última vez? Odio las alturas.

—¡Oh, no empieces! —dijo el soldado. Tenía a Medianoche enrollada alrededor de un brazo pataleando, rasgando, mordiendo y demostrando de todas las maneras posibles que los gatos y las alfombras voladoras no hacen una buena mezcla. Lo cual habría bastado para irritar a cualquiera, pero Abdullah sospechaba que el mal humor del soldado tenía más que ver con el hecho de que la princesa Valeria era sólo una niña de cuatro años. El soldado ya se había imaginado comprometiéndose con la princesa Valeria. Y ahora, como era natural, se sentía como un tonto.

Abdullah agarró con firmeza la botella del genio y se sentó en la alfombra. Diplomáticamente, evitó hacer comentarios acerca de su apuesta aunque para él estaba claro que había ganado. Es cierto que volvían a tener la alfombra, pero como le estaba prohibido seguir al demonio no resultaba útil para rescatar a Flor-en-la-noche.

Después de una prolongada riña, el soldado consiguió que Medianoche y su sombrero y Mequetrefe y él mismo estuvieran más o menos seguros en la alfombra.

—Da tus órdenes —dijo el soldado. Su cara morena estaba encendida.

Abdullah roncó. La alfombra se elevó medio metro en el aire con suavidad y Medianoche aulló y forcejeó, y el genio se estremeció en las manos de Abdullah.

—Oh, elegante tapiz de encantamiento —dijo Abdullah—. Oh, alfombra compuesta de los más complejos conjuros, te ruego que te muevas a una velocidad sosegada hacia Kingsbury, pero, para ejercitar la grandiosa sabiduría entretejida en tu fabricación, asegúrate de que nadie nos ve por el camino.

Obediente, la alfombra se dirigió hacia arriba y hacia el sur, escalando la niebla. El soldado apresó a Medianoche en sus brazos. Una ronca y temblorosa voz dijo desde la botella:

—¿Tienes que alabarla tan nauseabundamente?

—Al contrario que tú —dijo Abdullah—, esta alfombra es de un sortilegio tan puro y excelente que atiende sólo al más fino lenguaje. En el fondo es una poeta entre las alfombras.

Una cierta satisfacción emanó de las hebras de la alfombra. Mantuvo sus raídos filos orgullosamente rectos y navegó con dulzura hacia la dorada luz del sol sobre la niebla. Un pequeño chorro azul salió de la botella y desapareció con un aullido de pánico:

—¡Bueno, yo no haría eso! —replicó el genio.

Al principio fue fácil para la alfombra que no la vieran. Se limitó a volar sobre la niebla, que permanecía bajo ellos con el cuerpo y la blancura de la leche. Pero, conforme el sol ascendía, empezaron a aparecer a través de la bruma brillantes campos verdes y dorados y después caminos blancos y casas aisladas. Mequetrefe estaba completamente fascinado. Permaneció de pie en el borde mirando hacia abajo con tanta atención que parecía que se iba a tirar de cabeza de un momento a otro, así que el soldado agarró su pequeña y poblada cola con una mano.

Y menos mal que lo hizo. La alfombra se inclinó y se lanzó sobre una hilera de árboles que seguían el margen de un río. Medianoche clavó sus garras en ella y Abdullah apenas pudo salvar el morral del soldado.

El soldado parecía algo mareado:

—¿Son necesarias tantas precauciones para que no nos vean? —preguntó mientras se deslizaban entre los árboles como unos amantes agazapados entre los setos.

—Así lo creo —dijo Abdullah—, mi experiencia dice que ver esta águila entre las alfombras es desear robarla —y le habló del jinete montado en el camello.

El soldado convino que Abdullah tenía razón.

—Es sólo que nos está retrasando —dijo—. Deberíamos llegar a Kingsbury y advertir al rey de que un demonio va por su hija. Los reyes dan grandes recompensas a cambio de ese tipo de información.

Estaba claro que, ahora que se había visto forzado a abandonar la idea de casarse con la princesa Valeria, el soldado buscaba otras maneras de hacer fortuna.

—Lo haremos, no temas —dijo Abdullah, y una vez más no mencionó la apuesta.

Tardaron casi todo el día en llegar a Kingsbury. La alfombra sobrevoló ríos y se deslizó del bosque a la floresta, aumentando la velocidad sólo si la tierra debajo estaba vacía. Cuando, al final de la tarde, alcanzaron la ciudad (un enorme conjunto de torres dentro de altos muros, al menos tres veces más altos que los de Zanzib), Abdullah le indicó a la alfombra que buscara una buena posada cerca del palacio del rey y que aterrizara donde nadie pudiera sospechar cómo habían viajado hasta allí.

La alfombra obedeció deslizándose sobre los grandiosos muros como una serpiente. Después, prosiguió por los tejados, siguiendo la forma de cada uno de ellos igual que un lenguado sigue el fondo del mar. Abdullah y el soldado, y también los gatos, miraban maravillados hacia abajo y los alrededores. Las calles, ya fuesen estrechas o amplias, estaban abarrotadas de gente con ricos vestidos y caros carruajes. Cada casa le parecía a Abdullah un palacio. Vio torres, domos, ricas esculturas, cúpulas doradas y plazas de mármol que el sultán de Zanzib habría estado encantado de llamar suyas. Las casas más pobres (si se podía llamar pobre a tanta riqueza) estaban exquisitamente decoradas con dibujos. En lo que respecta a las tiendas, la abundancia y la cantidad de la mercancía a la venta hizo que Abdullah se diera cuenta de que el Bazar de Zanzib era realmente humilde y de segunda fila. ¡No había duda de por qué el sultán estaba tan ansioso de una alianza con el príncipe de Ingary!

La posada que encontró la alfombra, cerca de los grandes edificios de mármol del centro de Kingsbury, había sido enyesada con elevados diseños frutales por todo un artista, y sus muros habían sido cubiertos después con pan de oro y los colores más brillantes. La alfombra aterrizó suavemente en el tejado inclinado de los establos de la posada, escondiéndoles astutamente junto a un capitel dorado coronado por una veleta refulgente. Se sentaron y contemplaron todo este esplendor mientras esperaban que el patio se quedase vacío. Había dos sirvientes abajo limpiando un rico carruaje y murmurando mientras trabajaban.

Casi toda su charla era relativa al dueño de la posada, un hombre que innegablemente amaba el dinero. Pero cuando terminaron de quejarse de lo poco que les pagaba, uno de ellos dijo:

—¿Alguna noticia del soldado estrangiano que robó a toda esa gente en el norte? Alguien me dijo que se dirigía hacia aquí.

A lo que el otro respondió:

—Seguro que se dirige hacia Kingsbury. Todos lo hacen. Pero están vigilando su llegada en las puertas de la ciudad. No irá muy lejos.

Los ojos del soldado se encontraron con los de Abdullah.

—¿Tienes algo para cambiarnos de ropa? —murmuró Abdullah.

El soldado asintió y buscó furibundamente en su morral. Hizo aparecer enseguida dos camisas de estilo campesino con bordados fruncidos en el pecho y la espalda. Abdullah se preguntó cómo las habría conseguido.

—¡Tendederos! —murmuró el soldado, sacando su cuchilla y un cepillo para la ropa. Allí, en el techo, se puso una de las camisas e hizo lo que pudo para cepillar sus pantalones sin hacer ruido. La parte más ruidosa fue cuando se afeitó sólo con una cuchilla. Los dos sirvientes miraron hacia el techo, donde sonaba un seco raspar.