—¿Por qué dices eso? —preguntó Abdullah.
—Porque el genio odia a todo el mundo —contestó el soldado—. Quizá sea su naturaleza, aunque me atrevo a decir que estar encerrado en una botella no ayuda en absoluto. Pero no olvidemos que, sean cuales sean sus sentimientos, siempre tiene que concederte un deseo. ¿Por qué te lo pones aún más difícil tratando de fastidiar al genio? ¿No sería mejor pedirle el deseo más útil que se te ocurra, sacar de él lo que haya que sacar, y enfrentarse con cualquier cosa que se invente para que todo salga mal? He seguido dándole vueltas al asunto y creo que, haga lo que haga el genio para fastidiarlo, el mejor deseo sigue siendo pedir que vuelva la alfombra mágica.
Mientras hablaba el soldado, Medianoche se subió a las rodillas de Abdullah, para gran sorpresa de este, y se frotó contra su cara, ronroneando. Abdullah tuvo que admitir que se sentía halagado. Había permitido que Medianoche le afectara tanto como el genio y el soldado, por no hablar del destino.
—Si deseo la alfombra —dijo—, apuesto a que los infortunios que el genio traiga con ella sobrepasarán de lejos su utilidad.
—¿Lo apuestas? —dijo el soldado—. Nunca rechazo una apuesta. Va una pieza de oro a que la alfombra será más útil que problemática.
—Hecho —dijo Abdullah—. Lo haremos a tu manera. Me sorprende, amigo mío, que nunca llegaras a comandar ese ejército tuyo.
—A mí también —dijo el soldado—. Hubiese sido un buen general.
A la mañana siguiente los despertó una niebla densa. Todo estaba blanco y húmedo, y era imposible ver más allá de los arbustos más cercanos. Medianoche se enrolló junto a Abdullah, temblando. Cuando Abdullah se plantó frente a la botella del genio, este tenía un aspecto decididamente enfurruñado.
—Sal —dijo Abdullah—. Necesito pedir un deseo.
—Puedo concedértelo bastante bien desde aquí dentro —respondió cavernosamente—. No me gusta esta humedad.
—Muy bien —dijo Abdullah—. Deseo que vuelva mi alfombra mágica.
—Hecho —dijo el genio—. ¡Y espero que eso te enseñe a no hacer apuestas tontas!
Durante un rato, Abdullah miró hacia arriba y a su alrededor, expectante, pero no parecía que ocurriese nada. Después Medianoche dio un brinco. La cara de Mequetrefe asomó del morral del soldado, con sus orejas ladeadas hacia el sur. Cuando Abdullah miró en esa dirección, le pareció escuchar un leve susurro, que bien podría haber sido del viento o de algo que se movía en la niebla. Pronto la niebla se arremolinó y luego volvió a arremolinarse más intensamente. El rectángulo gris de la alfombra apareció a la vista y planeó hasta situarse en el suelo, junto a Abdullah.
Llevaba un pasajero. Acurrucado sobre ella, pacíficamente dormido, había un hombre malvado con un largo mostacho. Su nariz ganchuda presionaba la alfombra, pero Abdullah pudo ver el aro de oro, medio oculto por el mostacho y la sucia tela del turbante. Una de las manos del hombre agarraba firmemente una pistola engastada en plata. No había duda de que se trataba de Kabul Aqba.
—Creo que he ganado la apuesta —murmuró Abdullah.
El murmullo (o quizá la frialdad de la niebla) hizo que el bandido se revolviese inquieto y mascullase con mal humor. El soldado se llevó un dedo a los labios y agitó la cabeza. Abdullah asintió. De haber estado solo, se habría preguntado qué demonios hacer, pero con el soldado allí, sintió que estaba casi en igualdad con Kabul Aqba. Tan silenciosamente como le fue posible, dio un ronquido y le susurró a la alfombra:
—Sal de debajo de ese hombre y flota junto a mí.
Se formaron unas ondas en el filo de la alfombra. Abdullah comprendió que estaba intentando obedecer. Dio una sacudida pero, evidentemente, el peso de Kabul Aqba no le permitía escurrirse bajo él. Así que lo intentó de otra manera. Se elevó tres centímetros más en el aire, y antes de que Abdullah pudiera darse cuenta de lo que pretendía hacer, salió como una flecha de debajo del durmiente.
—¡No! —dijo Abdullah, pero lo dijo demasiado tarde.
Kabul Aqba se pegó un golpetazo en el suelo y se despertó. Trató de incorporarse y se quedó sentado, agitando su pistola y aullando en una extraña lengua.
Actuando con rapidez, pero con calma, el soldado cogió la alfombra flotante y la enrolló alrededor de la cabeza de Kabul Aqba.
—Coge su pistola —dijo, sujetando con sus musculosos brazos al bandido, que forcejeaba.
Abdullah se agachó sobre una rodilla y agarró la fuerte mano que agitaba la pistola. Era una mano muy, muy fuerte. Abdullah no pudo hacer nada para quitarle la pistola. Sólo pudo colgarse de ella y darse golpes, a un lado y a otro, mientras la mano intentaba liberarse. Kabul Aqba parecía sorprendentemente fuerte. Mientras era vapuleado, intentó agarrar uno de los dedos del bandido y estirarlo para que soltara la pistola. Pero, llegados a este punto, Kabul Aqba rugió y se hizo más grande y Abdullah fue arrojado hacia atrás, con la alfombra de algún modo enrollada alrededor de él en lugar de alrededor de Kabul Aqba. El soldado, por su parte, aguantó el envite. Resistió incluso a pesar de que Kabul Aqba seguía creciendo y rugiendo como si el cielo se desplomase, y el soldado pasó de estar aferrado a sus brazos a aferrarse primero a su cintura y luego a sus piernas. Kabul Aqba gritó como si su voz fuera la de una tormenta y creció más todavía, hasta que sus piernas fueron demasiado grandes para ser sujetadas las dos a la vez, y el soldado se deslizó y quedó rígidamente agarrado a una de ellas, justo por debajo de la vasta rodilla. La pierna pataleó para que la soltaran, pero no lo consiguió. De modo que Kabul Aqba extendió unas enormes alas coriáceas y trató de salir volando. Pero aunque se escurrió de nuevo hacia abajo, el soldado siguió aguantando.
Abdullah observó todo esto mientras forcejeaba para salir de debajo de la alfombra. Captó también de un vistazo a Medianoche, situada sobre Mequetrefe para protegerlo, más grande incluso de lo que lo había sido cuando encaró a los guardias, pero no lo suficientemente grande. Lo que se erguía allí delante de ellos era uno de los más poderosos demonios. Su mitad superior se perdía arriba entre la niebla, batida en arremolinado humo por sus alas, que eran incapaces de volar porque el soldado anclaba al suelo la garra de uno de sus pies.
—¡Explícate, oh, poderoso entre los poderosos! —gritó Abdullah a la niebla—. ¡Por los Siete Grandes Sellos, te conjuro a que ceses la lucha y te expliques!
El demonio dejó de rugir y detuvo el violento aleteo de sus alas.
—¿Tú me conjuras, mortal? —la hosca voz cayó desde lo alto.
—Sí, lo hago —dijo Abdullah—. Qué hacías con mi alfombra y bajo la forma del más innoble de los nómadas. ¡Me has engañado por lo menos dos veces!
—Muy bien —dijo el demonio. Empezó a arrodillarse laboriosamente.
—Ya lo puedes soltar —dijo Abdullah al soldado, que, ajeno a las leyes que gobiernan a los demonios, colgaba aún del enorme pie—. Ahora está obligado a quedarse y responderme.
El soldado lo soltó con recelo y se secó el sudor del rostro. No se mostró menos tranquilo cuando el demonio plegó sus alas y se arrodilló con naturalidad. Nada extraño, porque incluso arrodillado el demonio era tan alto como una casa y la cara que se hacía visible entre la niebla era horrorosa. Abdullah echó otro vistazo a Medianoche, que había vuelto a tamaño normal y se había escabullido entre los arbustos con Mequetrefe colgando de su boca. Pero la cara del demonio ocupaba casi toda su atención. Aunque brevemente, ya había visto antes esa mirada hueca y marrón y el anillo de oro que atravesaba la nariz ganchuda: cuando Flor-en-la-noche fue secuestrada en el jardín.
—Rectifico —dijo Abdullah—. Me has engañado tres veces.
—Oh, fueron más veces —dijo la voz del demonio retumbando indescriptiblemente—. Tantas que ya he perdido la cuenta.
En este punto, Abdullah cruzó los brazos con enfado:
—Explícate.
—Gustosamente —dijo el demonio—. De hecho estaba esperando que alguien me interrogase, aunque había supuesto que probablemente lo haría el duque de Farqtan o los tres príncipes rivales de Thayack, pero no tú. Ninguno antes ha mostrado suficiente determinación, lo que en cierto modo me sorprende. Salvo tú, y eso que nunca fuiste mi primera opción. Sabe, pues, que soy uno de los más grandes demonios de la Congregación de Demonios Buenos, y mi nombre es Hasruel.
—No sabía que hubiera demonios buenos —dijo el soldado.
—Oh, claro que los hay, inocente norteño —le dijo Abdullah—. He escuchado el nombre de este pronunciado en términos que lo sitúan casi al nivel de los ángeles.
El demonio frunció el ceño, una imagen poco agradable.
—Desinformado mercader —retumbó—, soy más importante que algunos ángeles. Unos doscientos ángeles del cielo inferior están a mi mando. Sirven como guardianes en la entrada de mi castillo.
Abdullah mantuvo los brazos cruzados y dio golpecitos en el suelo con el pie.
—Siendo ese el caso —dijo—, explícame porqué has considerado correcto comportarte conmigo de forma tan poco angelical.
—La culpa no es mía, mortal —dijo el demonio—. La necesidad me espoleó a hacerlo. Entiéndelo todo y perdóname. Sabe que mi madre, el gran espíritu Dazrah, en un momento de descuido, hará unos veinte años, se permitió ser embelesada por un demonio de la Congregación del Mal. Y dio a luz a mi hermano Dalzel que, puesto que el Mal y el Bien no casan bien juntos, resultó débil y blanco y escuchimizado. Mi madre no toleraba a Dalzel y me lo dio a mí para que lo criara. Me prodigué en cuidados durante su crecimiento. Así que puedes imaginar mi horror y mi pena cuando demostró haber heredado la naturaleza de su malvado padre. Cuando llegó a la mayoría de edad, su primer acto fue robar mi vida y esconderla, convirtiéndome de esta forma en su esclavo.
—¿Cómo? —dijo el soldado—. ¿Quieres decir que estás muerto?
—En absoluto, hombre ignorante —dijo Hasruel—. Los demonios no somos como vosotros los mortales. Sólo si es destruida una pequeña y concreta porción de nosotros podemos morir. Por esta razón, todos los demonios se quitan prudentemente esa pequeña parte y la esconden. Así lo hice yo. Pero cuando instruí a Dalzel para que escondiese su propia vida, yo, amorosa e imprudentemente, le dije dónde había escondido la mía. Y al instante se apoderó de ella, forzándome a hacer lo que se le antojara si no quería morir.
—Ahí quería yo llegar —dijo Abdullah—, se le antojó que raptaras a Flor-en-la-noche.
—Rectifico —dijo Hasruel—. Mi hermano ha heredado la grandeza de mente de su madre, la gran Dazrah. Me ordenó raptar a todas y cada una de las princesas del mundo. Tiene sentido, si te paras a pensarlo. Mi hermano está en edad de casarse, pero es tan mezclado de nacimiento que ningún demonio femenino lo aceptará. Se ha visto forzado a recurrir a mujeres mortales. Pero naturalmente, como demonio que es, sólo le sirven las mujeres de más alta cuna.
—Mi corazón sufre por tu hermano —comentó Abdullah—. ¿No se sentiría satisfecho con menos que la totalidad?
—¿Y por qué debería? —preguntó Hasruel—. Él dirige ahora mi poder. Ha pensado cuidadosamente el tema. Y entendiendo claramente que sus princesas serían incapaces de caminar sobre el cielo, como hacemos los demonios, me ordenó primero que sustrajese cierto castillo que pertenecía a un mago de estas tierras de Ingary para alojar en él a sus prometidas, y sólo después me ordenó que comenzara a raptar princesas. En esto ando ocupado ahora. Pero, obviamente, al mismo tiempo hago planes para mí mismo. Por cada princesa que me llevo, procuro dejar atrás al menos un amante herido o un príncipe desconsolado, alguien que pueda decidirse a intentar el rescate. Para conseguirlo, tendrá que desafiar a mi hermano y averiguar dónde esconde mi vida.
—¿Y aquí es donde entro yo, poderoso maquinador? —preguntó Abdullah con frialdad—. Formo parte de tus planes para recuperar tu vida, ¿no es así?
—Un poco sí —respondió el demonio—. Aunque lo cierto es que mis esperanzas estaban puestas en los herederos de Alberia o en el príncipe de Peichstan, pero ambos han olvidado el asunto y se han dedicado a la caza. De hecho, todo el mundo ha mostrado una destacable falta de espíritu, incluyendo al rey de High Norland, que se ha resignado a tener que catalogar sus libros por sí mismo, sin la ayuda de su hija; y aún así, él me parecía una opción más prometedora que tú. Podría decirse que tú eras una apuesta mínima. Después de todo, la profecía de tu nacimiento era altamente ambigua. Confieso haberte vendido la alfombra casi con aburrimiento.