El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Mequetrefe había elegido aquel momento para ir de exploración debajo de un asiento de roble. Abdullah se lanzó por él. Mientras se arrastraba de rodillas hacia atrás con el gatito retorciéndose en su mano, pudo escuchar el golpeteo de unas botas en el suelo de la cantina. El soldado estaba abriendo el cerrojo de la ventana. Abdullah puso a Mequetrefe en el sombrero y se volvió a buscar a Medianoche. Y entonces vio la botella del genio, que se calentaba en la chimenea. Medianoche estaba en el otro extremo de la habitación, subida sobre un alto estante. La situación era desesperanzadora. El sonido de las botas se escuchaba cada vez más cerca, y se dirigía hacia la puerta de la habitación. El soldado le daba golpes a la ventana, que parecía estar atrancada.

Abdullah cogió rápidamente la botella.

—¡Ven aquí, Medianoche! —dijo y corrió hacia la ventana, donde chocó con el soldado, que estaba retrocediendo.

—¡Apártate! —dijo el soldado—. Esto está atrancado. Voy a darle una patada.

Mientras Abdullah se tambaleaba, la puerta se abrió de golpe y tres corpulentos hombres de uniforme irrumpieron en la habitación. Al mismo tiempo, las botas del soldado golpearon con una patada el marco de la ventana. Esta se abrió violentamente y el soldado se precipitó al exterior por el alféizar. Los tres hombres gritaron. Dos se dirigieron a la ventana y uno se lanzó a por Abdullah. Abdullah volcó el asiento de roble, salió corriendo hacia la ventana y saltó al exterior sin pensárselo dos veces, saliendo de nuevo a la lluvia.

Justo después se acordó de Medianoche, y se dio la vuelta.

La gata estaba enorme de nuevo, más grande que nunca, y se cernía como una sombra negra bajo la ventana, enseñando sus inmensos colmillos blancos a los tres hombres, que chocaron y cayeron uno sobre el otro al intentar escapar a toda prisa por la puerta. Abdullah salió corriendo tras el soldado, agradecido. Corría como loco en dirección a la esquina más alejada de la fonda. El cuarto guardia, que se había quedado sujetando los caballos, comenzó a perseguirlos a la carrera hasta que se dio cuenta de su estupidez y volvió por los caballos y estos, a su vez, se asustaron y salieron cabalgando cuando lo vieron correr hacia ellos. Mientras Abdullah trataba de dar alcance al soldado, apresurándose a través del encharcado huerto de la cocina, escuchó el griterío de los cuatro guardias que intentaban atrapar a sus caballos.

El soldado era un experto en huidas. Sin perder el más mínimo instante, encontró un camino que conducía desde el jardín de verduras a un sembradío y, allí, una cancela que daba a campo abierto. La espesura cubierta de lluvia que se divisaba en la distancia era una promesa de seguridad.

—¿Cogiste a Medianoche? —jadeó el soldado mientras trotaban por la empapada hierba del campo.

—No —dijo Abdullah—, No tenía aliento para explicarse.

—¿Qué? —exclamó el soldado. Se paró y dio media vuelta.

En ese preciso momento, los cuatro caballos, cada uno con su respectivo guardia subido a la silla de montar, llegaron saltando la valla del sembradío. El soldado profirió una violenta maldición. Abdullah y él aceleraron hacia la espesura. Cuando alcanzaron los arbolados alrededores, los jinetes ya habían recorrido la mitad de la distancia que los separaba. El soldado y Abdullah atravesaron los arbustos y se introdujeron en el campo arbolado cuyo suelo, para sorpresa de Abdullah, estaba poblado de miles de flores que cubrían de azul la lejanía, como si fuesen una alfombra.

—¿Qué… estas flores? —jadeó.

—Jacintos del bosque —dijo el soldado—. Si has perdido a Medianoche, te mataré.

—No la he perdido. Ella nos encontrará. Creció. Te lo dije. Magia —jadeó de nuevo.

El soldado no había visto nunca ese truco de Medianoche. No creyó a Abdullah.

—Más rápido —dijo—. Tenemos que dar un rodeo y volver a recogerla.

Se apresuraron, pisoteando los jacintos, sofocados con su extraño e intenso perfume. De no ser por la negra tempestad y los gritos de los guardias, habría creído que corrían sobre el suelo del cielo. Volvió rápidamente a su sueño. Pensó que cuando hiciera el jardín de la casa que compartiría con Flor-en-la-noche, tendría jacintos azules como estos a miles. Pero eso no le hizo pasar por alto que estaban dejando un rastro de quebrados tallos blancos y flores destrozadas. Y no podía dejar de escuchar el ruido de ramas rotas que hacían los guardias mientras espoleaban los caballos por el bosque, en su búsqueda.

—La situación es desesperada —dijo el soldado—. Haz que ese genio tuyo consiga que los guardias nos pierdan de vista.

—Ten en cuenta…, oh, zafiro de los soldados… No habrá deseos… pasado mañana —jadeó Abdullah.

—Que te adelante otro —dijo el soldado.

El humo azul asomó con enfado de la botella que llevaba Abdullah en la mano.

—Te concedí el último deseo con la única condición de que me dejaras tranquilo —dijo el genio—. Lo único que pido es que me dejéis en paz en mi botella, a solas con mi dolor. ¿Y eso hacéis? No. Al primer signo de problemas, empezáis a lloriquear en busca de un deseo extra. ¿Es que no hay nadie aquí que me tenga en cuenta?

—Emergencia… Oh, jacinto… jacinto de los espíritus embotellados —resopló Abdullah—. Transpórtanos lejos de aquí.

—No, no hagas eso —dijo el soldado—, no desees que nos aleje de aquí sin Medianoche. Mejor que nos haga invisibles hasta que la encontremos.

—Jade azul de los genios —jadeó Abdullah.

—Si hay algo que odio —interrumpió el genio, alzándose en una nube malva— más que esta lluvia y que me den la lata continuamente pidiendo deseos por adelantado, es que me coaccionen con florituras. Si quieres un deseo, habla claro.

—Llévanos a Kingsbury —dijo Abdullah con sofoco.

—Haz que nos pierdan esos tipos —dijo a la vez el soldado.

Se miraron el uno al otro mientras corrían.

—Decidid —dijo el genio. Cruzó sus brazos y se alzó despreciativamente tras ellos.

—No voy a dejar a Medianoche —dijo el soldado.

—Si vamos… gastar un deseo… —jadeó Abdullah— deberíamos… provechosamente…, insensato cazafortunas…, adelantar nuestra… búsqueda… Kingsbury.

—Entonces puedes irte si mí —dijo el soldado.

—Los jinetes están sólo a ciento cincuenta metros —remarcó el genio.

Miraron sobre sus hombros y descubrieron que era completamente cierto. Abdullah cedió a toda prisa.

—Entonces haz que no puedan vernos —balbuceó.

—Haznos imperceptibles hasta que nos encuentre Medianoche —añadió el soldado—. Sé que lo hará. Es así de lista.

Abdullah vislumbró una sonrisita malévola en la cara de humo del genio y en sus brazos humeantes mientras hacía ciertos gestos.

A esto le siguió una extrañeza pegajosa y húmeda. El mundo se distorsionó alrededor de Abdullah y creció, vasto y azul y verde y desenfocado. Se arrastraba lenta y arduamente, agachado entre lo que parecían ser jacintos gigantes, apoyando con extremo cuidado cada mano enorme y verrugosa porque, por alguna razón, no podía mirar hacia abajo (sólo hacia arriba y hacia el frente). Era un esfuerzo tan duro que quería detenerse y quedarse agachado donde estaba, pero el suelo se estremecía aterradoramente. Podía sentir que unas criaturas gigantescas galopaban hacia él, así que se arrastró con frenesí. Con todo, apenas pudo salir a tiempo del camino. El enorme casco de un caballo, tan grande como una torre circular, con la base metálica, aplastó todo lo que había junto a él. Abdullah estaba tan asustado que se quedó completamente inmóvil. Juraría que las criaturas también se habían detenido bastante cerca. Así se quedó un tiempo. Luego, el estrépito de cascos empezó de nuevo y siguió un rato más, pisoteando aquí y allá, siempre muy cerca, hasta que, después de lo que le pareció la mayor parte del día, las criaturas desistieron en su búsqueda y se marcharon, pisoteando y haciendo ruido.

Capítulo 13

En el que Abdullah desafía al destino

Abdullah se quedó agazapado un rato largo, pero cuando vio que las criaturas no iban a regresar, volvió a arrastrarse, de modo impreciso y desatinado, esperando descubrir qué le había pasado. Sabía que algo le había pasado, pero no parecía tener mucho cerebro con el que pensar.

Mientras se arrastraba, cesó la lluvia. Esto le apenó, pues resultaba maravillosamente refrescante para su piel. Por otro lado, una mosca voló en círculos alrededor de un rayo de sol y se posó en la hoja de un jacinto cercano. Abdullah lanzó vertiginosamente su larga lengua, alcanzó a la mosca y se la tragó. «¡Qué rica!», pensó. Y luego pensó: «Pero si las moscas están sucias». Más preocupado que nunca se arrastró hasta otro macizo de jacintos silvestres.

Y allí había alguien que era justo como él.

Era marrón y rechoncho y verrugoso, y tenía los ojos amarillos encima de la cabeza. Tan pronto como este le vio, abrió su amplia boca sin labios en un alarido de horror y empezó a hincharse. Abdullah no esperó a ver más. Se dio la vuelta y se arrastró tan rápido como le permitían sus deformadas piernas. Ahora sabía en qué se había convertido. Era un sapo. El malicioso genio lo había arreglado todo para que fuese un sapo hasta que Medianoche lo encontrara. Y cuando lo hiciera, seguramente se lo comería.

Se arrastró debajo de la hoja de la flor más cercana y se escondió allí.

Casi una hora más tarde, las hojas de los jacintos se separaron para dejar pasar las garras de un monstruo negro. Parecía interesado en Abdullah. El monstruo le cubrió la cabeza con sus garras y le dio unos golpecitos. Abdullah estaba tan atemorizado que intentó saltar hacia atrás. Y se encontró a sí mismo tumbado de espaldas entre los jacintos del bosque.

Lo primero que hizo fue pestañear mirando a los árboles, intentando adaptarse al hecho de tener otra vez pensamientos en la cabeza. Algunos de esos pensamientos eran más bien desagradables, como el recuerdo de dos bandidos convertidos en sapos que se arrastraban frente a la charca de un oasis, o el haberse comido una mosca, o el ser casi pisoteado por un caballo. Después miró alrededor y vio al soldado agachado cerca de él. Parecía tan desconcertado como Abdullah. Tenía su morral al lado y, más atrás, Mequetrefe hacía decididos esfuerzos para saltar fuera de su sombrero. El genio se encontraba junto al sombrero, complacido.

Tan pequeño como la llama de una lámpara de alcohol, el genio se asomaba al exterior apoyando el humo de sus brazos en el cuello de la botella.

—¿Os divertís? —preguntó mofándose—. Os he pillado, ¿eh? ¡Eso os enseñará a no molestarme con más deseos de la cuenta!

La repentina transformación de Abdullah y el soldado había sobresaltado de tal manera a Medianoche que su pequeño cuerpo formaba un arco y les bufaba con enfado a los dos.

El soldado alargó su mano hacia ella, haciendo ruiditos tranquilizadores:

—Como vuelvas a asustar así a Medianoche —le dijo al genio—, romperé tu botella.

—Eso ya lo dijiste antes —respondió el genio— y no pudiste hacer nada, ¡mala suerte!, la botella está encantada.

—Entonces me aseguraré de que su próximo deseo sea convertirte en sapo —dijo el soldado alzando su pulgar hacia Abdullah.

El genio dirigió a Abdullah una mirada desconfiada. Abdullah no dijo nada pero le pareció una buena idea para mantener al genio a raya. Suspiró. De una manera o de otra, no había forma de dejar de malgastar deseos.

Se levantaron, recogieron sus cosas y reanudaron el viaje. Pero a partir de entonces viajaron con mucha más cautela, escogiendo los caminos más estrechos y las veredas que encontraban. Y aquella noche, en lugar de ir a una fonda, se detuvieron en un antiguo granero vacío. Había algo allí que interesaba a Medianoche y la mantenía alerta. De repente, se escabulló hacia las esquinas en sombra. Después de un rato volvió trotando con un ratón muerto para Mequetrefe y lo dejó cuidadosamente junto a él en el sombrero del soldado. Aunque Mequetrefe no estaba muy seguro de qué hacer con eso, al final decidió que era la clase de juguete sobre el que podía saltar con ferocidad y jugar a matar. Medianoche salió a merodear de nuevo. La mayor parte de la noche, Abdullah escuchó los débiles sonidos de su cacería.

Con todo, al soldado le preocupaba alimentar a los gatos. Al día siguiente quería que Abdullah fuese a la granja más cercana y comprase leche.