El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

Después de un desayuno como ese, Abdullah se sintió más afectuoso con el mundo entero. Se dijo a sí mismo que el genio no podía haber elegido un mejor compañero para él que este soldado. Y el genio no era tan malo. Además, seguro que pronto estaría mirando a Flor-en-la-noche. Estaba pensando que tampoco el sultán y Kabul Aqba eran tan malas personas cuando descubrió contrariado que el soldado pretendía llevar a la gata y a su gatito con ellos hacia Kingsbury.

—Pero, oh, el más benevolente bombardero y considerado coracero —protestó—, ¿que será del esquema que te habías hecho para ganar tu paga? No puedes robar a los ladrones con un gatito en tu sombrero.

—Considero que ahora que me has prometido una princesa ya no necesito hacer nada de eso —respondió el soldado con calma—. Y nadie debería dejar que Medianoche y Mequetrefe mueran de hambre en esta montaña. ¡Eso es muy cruel!

Abdullah sabía que no tenía argumentos. Ató amargamente la botella del genio a su cinturón y juró no volver nunca más a hacerle una promesa al soldado. El soldado rehízo su morral, dispersó el fuego y cogió cuidadosamente su sombrero con el gatito dentro. Partió montaña abajo junto al arroyo, silbándole a Medianoche como si fuera un perro.

Medianoche, sin embargo, tenía otros planes. Cuando Abdullah salió tras el soldado, ella se detuvo en el camino mirándole fijamente. Abdullah no se dio cuenta y trató de sortearla dando un rodeo. Entonces la gata, de repente, volvió a convertirse en una enorme pantera negra, incluso más grande que antes (si eso era posible), que gruñía y bloqueaba su camino. Se detuvo, francamente aterrorizado, y la bestia saltó sobre él. Estaba tan asustado que no podía ni gritar. Cerró los ojos y espero a que le arrancara la garganta. ¡Se acabaron el destino y las profecías!

En lugar de eso, algo suave tocó su garganta. Patas pequeñas y firmes pies pisaban sus hombros y otro conjunto de tales pinchaban su pecho. Abdullah abrió los ojos y descubrió que Medianoche tenía de nuevo el tamaño de un gato y se aferraba al frente de su chaqueta. Los ojos verdeazulados parecían decir: «Llévame, o verás».

—Muy bien, formidable felino —dijo Abdullah—. Pero ten cuidado de no rasgar más el bordado de esta chaqueta. Una vez fue mi mejor traje. Y, por favor, recuerda que cargo contigo en total desacuerdo. No me gustan los gatos.

Con tranquilidad, Medianoche se subió a los hombros de Abdullah, donde se sentó con petulancia, balanceándose mientras Abdullah siguió bajando lenta y pesadamente la montaña el resto del día.

Capítulo 12

En el que la ley alcanza a Abdullah y al soldado

Por la tarde, Abdullah casi se había acostumbrado a Medianoche. Ella, al contrario que el perro de Jamal, olía a limpio y era, a todas luces, una madre excelente. Sólo abandonó los hombros de Abdullah para alimentar a su gatito. Excepto por ese hábito suyo de crecer cuando él la enfadaba, sentía que podía llegar a tolerarla con el tiempo. El gatito, por su parte, era encantador. Se puso a jugar con el extremo de la trenza del soldado e intentó cazar mariposas (de manera temblorosa) cuando se detuvieron a almorzar. El resto del día lo pasó subido a la parte delantera de la chaqueta del soldado, mirando con avidez la hierba y los árboles y las cataratas, con su hilera de helechos, de camino a la Llanura.

Pero a Abdullah le disgustó completamente el número que montaron el soldado y sus nuevas mascotas cuando pararon por la noche. Decidieron quedarse en la primera fonda del primer valle al que llegaron, y aquí el soldado decretó que sus gatos tendrían que disfrutar de las mejores atenciones.

El posadero y su mujer eran de la opinión de Abdullah. Se trataba de gente ignorante que ya estaba de mal humor a causa del misterioso robo, ocurrido aquella misma mañana, de un cuenco de leche y un salmón. Corretearon de un lado a otro con adusta desaprobación y trajeron la cesta adecuada y una suave almohada que pusieron encima. Aunque huraños, se apresuraron en traer leche, hígado de pollo y pescado. A regañadientes prepararon ciertas infusiones que, según afirmaba el soldado, eran buenas para prevenir las úlceras de las orejas de los gatos. Salieron furiosos en busca de hierbas que se supone curaban a los gatos de los gusanos. Pero no pudieron creerlo cuando se les pidió que calentaran agua para el baño porque el soldado sospechaba que Mequetrefe había cogido una pulga.

Abdullah se vio forzado a negociar.

—¡Oh, príncipe y princesa de los patrones! —dijo—, os pido que seáis pacientes con las excentricidades de mi excelente amigo. Cuando dice un baño se refiere, por supuesto, a un baño para él mismo y para mí. Ambos estamos algo sucios del viaje y un poco de agua limpia y caliente sería bienvenida, y pagaremos, qué duda cabe, los extras necesarios.

—¿Qué? ¿Yo? ¿Baño? —dijo el soldado cuando el posadero y su mujer salieron desconcertados a poner a hervir las grandes calderas.

—Sí, tú —dijo Abdullah—, o tú y tus gatos y yo nos separamos esta misma tarde. El perro de mi amigo Jamal, allá en Zanzib, era bastante menos desagradable a la nariz que tú, oh, sucio guerrero; y Mequetrefe, con pulgas o sin ellas, es también bastante más limpio que tú.

—¿Pero qué hay de mi princesa y de la hija de tu sultán si te marchas? —preguntó el soldado.

—Ya se me ocurrirá algo —dijo Abdullah—. Pero preferiría que te dieras un baño y, si lo deseas, metieras a Mequetrefe contigo. Ese fue mi propósito al pedirlo.

—Bañarte te debilita —dijo el soldado dubitativamente—. Pero supongo que mientras estoy ahí metido, podría bañar también a Medianoche.

—Usa ambos gatos como esponjas si te place, encaprichado soldado de infantería —dijo Abdullah. Y se dispuso a deleitarse con su propio baño. Como el clima de Zanzib era muy caluroso, la gente estaba acostumbrada a bañarse a menudo. Abdullah visitaba los baños públicos al menos un día sí y otro no, y ya lo echaba de menos. El propio Jamal iba a los baños una vez en semana, y se rumoreaba que llevaba a su perro con él. Abdullah pensó que el soldado, que ahora empezaba a calmarse metido en el agua caliente, no estaba más embobado con sus gatos de lo que Jamal lo estaba con su perro. Esperaba que Jamal y el perro se las hubieran ingeniado para escapar y, de ser así, que no estuviesen sufriendo las penalidades del desierto.

Después del baño, el soldado no parecía más débil en absoluto, si bien el tono de su piel se había vuelto de un moreno más pálido. Al parecer, Medianoche había salido corriendo con la simple visión del agua pero Mequetrefe, aseguró el soldado, había disfrutado cada momento.

—¡Jugaba con las pompas de jabón! —dijo con adoración.

—Espero que te creas merecedora de todo este embrollo —dijo Abdullah dirigiéndose a Medianoche mientras esta se sentaba en su cama, limpiándose delicadamente tras comer su leche y su pollo. La gata se giró y le dedicó una mirada desdeñosa (¡por supuesto que lo merecía!) antes de continuar con la seria tarea de lavarse las orejas.

La cuenta, a la mañana siguiente, era enorme. La mayor parte del cargo extra era debido al agua caliente, pero cojines, cestas e hierbas sumaban también una cantidad importante. Abdullah tiritó al pagar y preguntó con preocupación cuánto camino faltaba hasta Kingsbury.

«Seis días a pie», le dijeron.

—¡Seis días! —Abdullah casi lanzó un gruñido. Seis días gastando a este ritmo y, cuando al fin la encontrara, apenas podría mantener a Flor-en-la-noche en la más calamitosa pobreza. Peor aún, tendría que soportar seis días de enredos del soldado y los gatos antes si quiera de poder pescar un brujo y comenzar la búsqueda. No, pensó Abdullah. Su siguiente deseo sería que el genio los transportara a todos a Kingsbury. Eso significaba que sólo tendría que aguantar otro dos días más.

Reconfortado con este pensamiento, bajó por la carretera dando grandes zancadas con Medianoche montada serenamente en sus hombros y la botella del genio balanceándose de un lado a otro. El sol brillaba. Después del desierto, el verdor del campo era un auténtico placer para Abdullah. Incluso empezaba a apreciar las casas de tejados de hierba. Tenían deliciosos jardines silvestres y, en muchas de ellas, había rosas u otras flores enredadas en las puertas. El soldado le dijo que los tejados de hierba eran costumbre allí. Se llamaban techos de paja y aseguró que servían para evitar la lluvia, cosa que le pareció muy difícil de creer a Abdullah.

Al poco tiempo, Abdullah estaba inmerso en otra de sus fantasías. En esta ocasión, Flor-en-la-noche y él vivían en una casita de tejado de hierba y rosas alrededor de la puerta. Pensó que podría fabricar para ella tal jardín que sería la envidia de todos en kilómetros a la redonda. Se puso a planificar el jardín.

Desafortunadamente, hacia el final de la mañana, su sueño fue interrumpido por unas gotas de lluvia cada vez más numerosas. Medianoche odiaba la lluvia y se quejaba ruidosamente en el oído de Abdullah.

—Métela dentro de tu chaqueta —dijo el soldado.

—No puedo hacer eso, oh, adorador de los animales —dijo Abdullah—. Ella no me quiere a mí más de lo que yo la quiero a ella y no hay duda de que aprovecharía la oportunidad para arañarme el pecho.

El soldado le dio a Abdullah su sombrero, con Mequetrefe en su interior cuidadosamente cubierto con un sucio pañuelo, y metió a Medianoche dentro de su propia chaqueta.

Siguieron caminando medio kilómetro más. Para entonces llovía a cántaros.

El genio dejó asomar un anguloso rastro de humo azul de la botella.

—¿No puedes hacer algo con toda esta agua que me está cayendo encima?

Con su pequeño y chirriante hilo de voz, Mequetrefe venía a decir lo mismo. Abdullah se sacó el pelo mojado de los ojos y se sintió agobiado.

—Tendremos que encontrar algún sitio donde refugiarnos —dijo el soldado.

Afortunadamente, había una fonda a la vuelta de la esquina. Chapoteando, entraron agradecidos en la cantina de la fonda y Abdullah comprobó encantado que el techo de hierba no dejaba pasar la lluvia.

El soldado (y Abdullah ya se estaba acostumbrando a esto) pidió un salón privado con chimenea para que los gatos estuvieran cómodos y comida para los cuatro. Abdullah también se estaba acostumbrando a preguntarse por cuánto le saldría todo aquello, aunque tuvo que admitir que el fuego era muy bienvenido. Chorreando, se instaló frente a la chimenea con un vaso de cerveza (en esta fonda en particular, la cerveza sabía como si realmente procediera de un camello que estuviese bastante indispuesto) a la espera del almuerzo. Medianoche secó al gatito y después se secó a sí misma. El soldado colocó las botas junto al fuego y dejó que humearan mientras el genio de la botella, por su parte, se amodorraba en la chimenea y también humeaba. Nadie se quejó de nada, ni siquiera el genio.

Entonces escucharon el sonido de caballos en el exterior. Lo cual no era inusual. La mayoría de la gente de Ingary viajaba a caballo siempre que le era posible. Tampoco era sorprendente que unos caballos se detuvieran en la fonda. Debían estar tan mojados como ellos. Abdullah estaba pensando que tendría que haber pedido al genio que los proveyera de caballos en lugar de leche y salmón, cuando escuchó los gritos que los jinetes proferían al posadero por la ventana del salón:

—¡Dos hombres, un soldado de Strangia y un tipo de tez oscura vestido de forma extravagante, buscados por asalto y robo!, ¿los has visto?

Antes de que los jinetes hubieran terminado de gritar, el soldado se había situado junto a la ventana de la estancia, con la espalda apoyada sobre el muro, de modo que podía mirar a través de ella sin ser visto y, de algún modo, había cogido su morral con una mano y su sombrero con la otra.

—Hay cuatro —dijo—, por el uniforme no hay duda de que son guardias.

Lo único que Abdullah podía hacer era permanecer boquiabierto del disgusto, pensando que eso era lo que pasaba cuando uno iba pidiendo cestas para gatos y baños y daba razones a los posaderos para no olvidarle. «¡Salones privados!», pensó cuando escuchó al posadero afirmar que sí, que de hecho los dos hombres estaban ahora mismo en el salón pequeño.

El soldado lanzó su sombrero a Abdullah.

—Pon a Mequetrefe aquí dentro. Después coge a Medianoche y prepárate para salir por la ventana en cuanto ellos entren en la fonda.