—Mmm… —dijo el soldado cuando Abdullah acabó. Meditabundo, puso más plantas aromáticas en el fuego, que era ahora toda la luz que quedaba—. ¡Vaya vida! Pero debo añadir que creo que merece la pena, ya que estás destinado a casarte con una princesa. Eso es algo que yo siempre he deseado hacer… Casarme con una agradable y tranquila princesa de naturaleza bondadosa y con un pedacito de reino. Tremendo sueño el mío, la verdad.
A Abdullah se le ocurrió una idea espléndida.
—Es posible que lo puedas cumplir —dijo con tranquilidad—. El día que te conocí se me concedió un sueño…, una visión, en la que un ángel de humo del color de la lavanda se me acercó y te señaló, oh, el más inteligente de los cruzados, mientras dormías en un banco fuera de la fonda. Dijo que podías prestarme una ayuda valiosa para encontrar a Flor-en-la-noche. Y que si lo hacías, dijo el ángel, tu recompensa sería casarte con otra princesa. —Esto era (o podría serlo) casi verdad, se dijo Abdullah. Sólo tenía que pedir el deseo adecuado mañana. O mejor dicho, pasado mañana, recordó, ya que el genio le había forzado a usar el deseo de hoy— ¿Me ayudarás —preguntó ansiosamente mirando la cara del soldado iluminada por el fuego— a cambio de esa gran recompensa?
Abdullah notó que el soldado no parecía ni emocionado ni falto de interés.
—No sé muy bien qué podría hacer yo para ayudarte —dijo finalmente el soldado—. Para empezar, no soy ningún experto en demonios. No parece que haya muchos aquí tan al norte. Lo que deberías hacer es preguntarle a alguno de esos malditos magos de Ingary lo que hacen los demonios cuando raptan princesas. Los magos lo sabrán. Si quieres, yo podría ayudarte a sacarle la verdad a alguno. Sería un placer. Pero en cuanto a la princesa, estas no crecen en los árboles, ya sabes. La más cercana debe ser la hija del rey de Ingary, que está allá lejos, en Kingsbury. Pero si ella es lo que tu amigo de humo tenía en mente, entonces supongo que lo mejor será que tú y yo bajemos por aquel camino y veamos qué pasa. La mayoría de los obedientes brujos del rey viven también por allí, o eso me dijeron… Parece que tiene sentido. ¿Te cuadra esta idea?
—Excelentemente, amigo militar de mi alma —dijo.
—Entonces trato hecho. Pero no te prometo nada —dijo el soldado.
Sacó dos mantas de su morral y sugirió que avivaran el fuego, y se dispusieron a dormir.
Abdullah desenganchó la botella del genio de su cinturón y la puso cuidadosamente junto a él sobre la lisa roca, en el lado opuesto al soldado. Después se envolvió en la manta y se acomodó para lo que resultó ser una noche bastante agitada. La roca estaba dura. Y aunque no tenía ni mucho menos tanto frío como la noche anterior en el desierto, el aire húmedo de Ingary le hacía temblar lo mismo. Además, en el momento en que cerró los ojos empezó a obsesionarse con la bestia salvaje que había en la cueva, encima del barranco. Siguió imaginando que podía escucharla rondando por el campamento. Una o dos veces abrió los ojos e incluso llegó a pensar que había visto algo moviéndose más allá de la luz de la lumbre. Cada vez que sintió esto se incorporó y echó más leña al fuego, las llamas se inflamaron y le mostraron que no había nada. Pasó bastante tiempo antes de que se quedara dormido. Y cuando se durmió tuvo un sueño infernal. Soñó que al amanecer llegaba un demonio y se sentaba sobre su pecho. Abrió los ojos para decirle que se fuera y descubrió que no era un demonio sino la bestia de la cueva. Esta permaneció con su dos grandes patas delanteras plantadas en su pecho, mirándole fijamente con ojos que eran como lámparas azuladas en la aterciopelada oscuridad de su abrigo. Hasta donde Abdullah podía decir, era un demonio con la forma de una enorme pantera negra.
Se incorporó con un grito.
Naturalmente, allí, no había nada. Justo ahora rompía el alba. El fuego era una mancha cereza en el gris del crepúsculo y el soldado, un bulto oscuro que roncaba suavemente al otro lado del fuego. Tras él, las tierras estaban blancas con la niebla. Con cansancio, Abdullah puso otro arbusto en el fuego y se quedó dormido de nuevo.
Se despertó con el tempestuoso rugido del genio.
—¡Detén a esta cosa! ¡QUÍTAMELO de encima!
Abdullah saltó. El soldado saltó. Era completamente de día. No había duda de lo que vieron ambos. Un pequeño gato negro estaba agachado junto a la botella del genio justo al lado del lugar en que había estado la cabeza de Abdullah. O el gato era muy curioso o estaba convencido de que había algo de comida en la botella, porque tenía puesta su nariz delicada pero firmemente en el cuello del frasco. En torno a la cabecita negra del gato, el genio salía a borbotones de diez o doce espirales distorsionadas, y las espirales de humo se convertían en manos o caras y después volvían a convertirse en humo de nuevo.
—¡Ayúdame! —gritaban a coro—. ¡Está intentando comerme!
El gato ignoraba completamente al genio. Se comportaba como si en la botella estuviera el más tentador de los olores.
En Zanzib todo el mundo odiaba a los gatos. La gente no tiene mejor opinión de ellos que de las ratas y ratones que comen. Si un gato se te acerca, le pegas una patada y ahogas a cualquier gatito que se te ponga a mano. Así que Abdullah corrió tras el gato, preparado para lanzarle un puntapié.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Largo!
El gato saltó. De algún modo evitó el latigazo del pie de Abdullah y se encaramó en el saliente, desde donde bufó y miró enfurecido. Así que no era mudo, pensó Abdullah observándole fijamente los ojos. Eran azulados. ¡Conque era eso lo que se había sentado encima de él por la noche! Cogió una piedra y echó hacia atrás su brazo para arrojársela.
—¡No hagas eso! —dijo el soldado—. ¡Pobre animalito!
El gato no esperó a que Abdullah tirase la piedra. Se perdió de vista.
—Esa bestia no es ningún pobre animalito —dijo— debes darte cuenta, oh, bondadoso pistolero, de que la criatura casi te saca un ojo la pasada noche.
—Lo sé —dijo el soldado cariñosamente—, sólo para defenderse, pobre cosita. ¿Es un genio eso que hay dentro de ese frasco tuyo? ¿Es ese tu amigo de humo azul?
Un viajero que le vendió una alfombra le dijo una vez a Abdullah que la mayoría de la gente del norte era inexplicablemente sentimental con los animales. Abdullah se encogió de hombros y se giró amargamente hacia la botella, dentro de la cual el genio se había desvanecido sin una palabra de agradecimiento. ¡Sabía que esto tenía que pasar! Ahora tendría que vigilar la botella como un halcón.
—Sí —dijo.
—Lo suponía —comentó el soldado—. He oído hablar de los genios. Ven y mira esto, ¿quieres? Se detuvo y cogió su sombrero con cuidado, sonriendo extraña y tiernamente.
Definitivamente parecía que algo no marchaba bien en el soldado aquella mañana, como si su cerebro se hubiera ablandado durante la noche. Abdullah se preguntaba si serían esos arañazos, que ya casi habían desaparecido. Abdullah se acercó a él con preocupación.
De repente el gato apareció de nuevo en el saliente, haciendo ese sonido de poleas metálicas y mostrando enfado y preocupación en cada ápice de su pequeño cuerpo negro. Abdullah lo ignoró y miró el sombrero del soldado. Redondos ojos azules le observaban desde el grasiento interior. La pequeña boca sonrosada bufaba con rebeldía, el gatito se fue gateando hacia la parte de atrás del sombrero moviendo la diminuta escobilla de su cola para equilibrarse.
—¿No es dulce? —dijo el soldado embobado.
Abdullah echó un vistazo al gato que maullaba en lo alto de la roca, se quedó helado y miró de nuevo con más atención. Era enorme. Era una poderosa pantera que le mostraba sus grandes colmillos blancos.
—Estos animales deben pertenecer a una bruja, valeroso compañero —dijo temblorosamente.
—Si es así, entonces la bruja debe de estar muerta —dijo el soldado—. Tú lo has visto. Viven salvajes en aquella cueva. La madre gata habrá cargado a su gatito todo el camino hasta aquí por la noche, ¿no es maravilloso? ¡Ha debido saber que le íbamos a ayudar! —Miró hacia la enorme bestia que gruñía en la roca y no pareció darse cuenta de su tamaño—. ¡Baja, cosita dulce! —dijo persuasivamente—. Sabes que no te dañaremos ni a ti ni a tu gatito.
La bestia madre se lanzó desde la roca. Abdullah dio un grito ahogado, se echó a un lado y se sentó de golpe. El enorme cuerpo negro pasó volando sobre él y, para su sorpresa, el soldado empezó a reír. Abdullah miró con indignación y descubrió que la bestia se había convertido en una pequeña gata negra y ahora estaba de lo más cariñoso, caminando sobre el hombro del soldado y frotándose en su cara.
—¡Oh! ¡Eres una maravilla, pequeña Medianoche! —El soldado soltó una risita—. Sabes que cuidaré de tu Mequetrefe por ti, ¿no? Así es. ¿Ronroneas?
Abdullah se levantó con disgusto y dio la espalda a esta fiesta del amor. La sartén se había limpiado muy concienzudamente por la noche. El plato de latón estaba pulido. Contrariado, fue y lavó ambos en el arroyo, esperando que el soldado olvidara pronto a esas peligrosas bestias mágicas y empezara a pensar en el desayuno.
Pero cuando el soldado soltó finalmente el sombrero y se quitó con ternura a la madre gata del hombro, en lo que pensó fue en el desayuno de los gatos.
—Necesitarán leche —dijo— y un buen plato de pescado fresco. Pide a ese genio tuyo que les consiga algo.
Un chorro malva azulado saltó del cuello de la botella y se esparció en un boceto de la cara irritada del genio.
—¡Oh, no! —dijo el genio—. Un deseo al día es todo lo que concedo, y él consiguió ayer el deseo de hoy. Ve y pesca en el arroyo.
El soldado avanzó con enfado hacia el genio.
—No hay peces a esta altura de la montaña —dijo— y la pequeña Medianoche está muriéndose de hambre y tiene un gatito que alimentar.
—¡Peor para ti! —dijo el genio—, y no intentes amenazarme, soldado. Por menos de eso hay hombres que se han convertido en sapos.
El soldado era realmente un hombre valiente (o uno muy tonto), pensó Abdullah.
—Hazme eso y romperé tu botella, sea cual sea mi forma —gritó—. No te pido el pescado para mí.
—Prefiero la gente egoísta —respondió el genio—. ¡De manera que quieres que te convierta en sapo!
Entonces salieron más borbotones de humo azul de la botella y se convirtieron en brazos que hacían unos gestos que Abdullah temía reconocer.
—No, no, detente. Te lo imploro, oh, zafiro entre los espíritus —dijo apresuradamente—. Deja al soldado tranquilo y, como un gran favor, consiente concederme otro deseo un día antes de lo debido: que los animales sean alimentados.
—¿También quieres convertirte en sapo? —dijo el genio.
—Si está escrito en la profecía que Flor-en-la-noche ha de casarse con un sapo, entonces conviérteme en sapo —dijo piadosamente—, pero trae primero leche y pescado, gran genio.
El genio se arremolinó de mal humor.
—¡Vaya con la profecía! Contra eso no puedo. De acuerdo. Tendrás tu deseo, con la condición de que me dejes en paz los dos próximos días.
Abdullah suspiró. Era una manera terrible de desperdiciar un deseo.
—Muy bien.
Una vasija de barro con leche y un salmón en un plato ovalado cayeron en la roca junto a sus pies. El genio ofreció a Abdullah una terrible mirada de enfado y se arrastró al interior de la botella.
—¡Gran trabajo! —dijo el soldado, y procedió a hacer un puré cociendo el salmón a fuego lento en la leche y asegurándose de que no hubiera raspas con las que pudiera ahogarse la gata.
Abdullah notó que la gata había pasado todo este tiempo lamiendo pacíficamente a su gatito en el sombrero. No parecía darse cuenta de que el genio estaba allí. Pero sí que se dio cuenta del salmón. Tan pronto como empezó a cocinarse, dejó a su gatito y empezó a enredarse en torno al soldado, maullando hambrienta y apremiante.
—¡Ya mismo, ya mismo, mi querida negrita! —dijo el soldado.
Lo único que se le ocurría a Abdullah es que la magia de la gata y la del genio eran tan diferentes que no eran capaces de percibirse el uno al otro. Lo bueno de la situación era que quedaría leche y salmón de sobra para los dos humanos.
Mientras la gata engullía con delicadeza, y su gatito daba lengüetazos, estornudaba y hacía con torpeza todo lo que podía para beber la leche con sabor a salmón, el soldado y Abdullah se dieron una fiesta con la papilla hecha de leche y filete de salmón asado.