—Me sentiría honrado, oh, el más discreto de los luchadores, si pudiera acompañarte —dijo Abdullah.
—No me importa —dijo el soldado—. No te mentiré, estaría bien tener compañía para variar. Recogió su morral y su sombrero (parecía que había tenido tiempo para esconderlos ordenadamente detrás de un árbol antes de que empezara la lucha) y enfiló el camino hacia el bosque.
Durante algún tiempo caminaron con paso seguro entre los árboles. El soldado hizo que Abdullah se sintiera deplorablemente desentrenado. Daba zancadas tan ligera y fácilmente como si el camino fuese cuesta abajo, y Abdullah cojeaba tras él. Sentía su pie izquierdo en carne viva.
Habiéndose alejado bastante, el soldado paró y le esperó en un promontorio en un claro del bosque.
—¿Te hace daño esa estrambótica bota? —preguntó—. Siéntate en la roca y quítatela. —Se descolgó su morral mientras hablaba.— Tengo algo así como un botiquín de primeros auxilios bastante insólito, aquí dentro —dijo—. Lo encontré en el campo de batalla. Creo. En algún lugar de Strangia, en cualquier caso.
Abdullah se sentó y se descalzó. El alivio que sintió al quitársela fue rápidamente anulado cuando miró su pie. Estaba en carne viva. El soldado gruñó y le colocó rápidamente una especie de venda blanca que se quedó fija sin necesidad de atarla. Abdullah aulló. Después, un bendito frescor llegó de la venda.
—¿Es algún tipo de magia? —preguntó.
—Probablemente —dijo el soldado—, creo que esos magos de Ingary le dieron estos morrales a su ejército. Ponte la bota. Ahora podrás caminar. Deberíamos estar lejos antes de que los papás de esos chicos empiecen a buscarnos a lomos de sus caballos.
Abdullah pisó con precaución cuando se puso la bota. Definitivamente la venda tenía que ser mágica. Su pie parecía curado. Ahora casi era capaz de seguir el ritmo del soldado (y menos mal, porque el soldado continuó subiendo sin parar hasta que Abdullah sintió que habían caminado tanto como él el día anterior en el desierto). Abdullah no podía evitar echar un nervioso vistazo hacia atrás de vez en cuando, por si acaso los caballos estaban persiguiéndolos. Se dijo que al menos era un cambio con respecto a los camellos, aunque, por una vez, sería bastante agradable no tener a nadie persiguiéndolo. Pensando en esto, llegó a la conclusión de que también en el Bazar los parientes de la primera mujer de su padre lo habían perseguido desde el mismo momento en que este murió. Estaba enfadado consigo mismo por no haberse dado cuenta antes.
Entretanto, habían ascendido mucho, el bosque a esa altura daba paso a ásperos arbustos que crecían entre las peñas. A la caída de la tarde caminaban entre rocas, en algún lugar cerca de la cima de una línea de montañas, donde apenas unos pocos matojos, pequeños y olorosos, permanecían aferrados a las grietas. Abdullah pensó, mientras el soldado se encaminaba a lo largo de una especie de barranco entre altos riscos, que habían llegado a otro tipo de desierto. No parecía muy probable que encontraran allí algo para cenar.
Un poco más allá del barranco, el soldado se detuvo y se quitó el morral.
—Cuídame esto un momento —dijo—. Creo que allí arriba, a este lado del acantilado, hay una cueva. Voy a asomarme y veré si es un buen lugar para pasar la noche.
Cuando miró con cansancio hacia arriba, a Abdullah le pareció ver una apertura oscura en las rocas sobre sus cabezas. No le apetecía dormir allí. Parecía un lugar frío y duro. Pero pensó, mientras veía con pesar cómo el soldado subía fácilmente el acantilado y llegaba al agujero, que probablemente era mejor que dormir a cielo abierto sobre las rocas.
Y entonces sonó un estrépito como de engranajes metálicos.
Abdullah vio al soldado salir tambaleándose de la cueva, con una mano sobre su cara, y casi caerse de espaldas por el acantilado. Pero, de algún modo, consiguió salvarse y llegó resbalando y maldiciendo en una tormenta de escombros.
—¡Hay un animal salvaje ahí dentro! —jadeó—. Movámonos. —Sangraba abundantemente por ocho grandes arañazos. Cuatro de ellos comenzaban en su frente, cruzaban su mano, y bajaban por su mejilla hasta la barbilla. Los otros cuatro habían rasgado su manga y arañado su brazo desde la muñeca hasta el codo. Parecía que había conseguido taparse la cara con las manos justo a tiempo para no perder un ojo. Temblaba tanto que Abdullah tuvo que coger su sombrero y su morral y guiarlo para bajar el barranco (y lo hizo bastante rápidamente. Cualquier animal que pudiera ganarle la batalla a este soldado era un animal con el que Abdullah no quería encontrarse).
El barranco acababa cien metros más abajo. Y allí donde terminaba era un sitio perfecto para acampar. Ahora estaban en la otra cara de las montañas, con una amplia vista sobre las tierras que se extendían a lo lejos, todo tamizado de oro, verde y niebla en el sol del oeste. El barranco acababa en un espacioso suelo de roca y ascendía por una pendiente suave hasta acabar en otra especie de cueva, pues ahí las rocas colgaban sobre el suelo inclinado. Era aún mejor, justo delante había un pequeño arroyo que bajaba murmurando por la montaña.
Por muy perfecto que fuese, Abdullah no deseaba parar en un sitio tan cercano al animal salvaje de la cueva. Pero el soldado insistió. Los arañazos le dolían. Se echó en la roca inclinada y sacó algún tipo de ungüento del botiquín mágico.
—Enciende un fuego —dijo mientras se lo untaba en sus heridas—, los animales salvajes tienen miedo del fuego.
Abdullah cedió, trepó con dificultad y se dispuso a cortar los arbustos olorosos para el fuego. Un águila o algo similar había anidado en los peñascos hacía tiempo. Con el viejo nido llenó sus brazos de palitos y bastantes ramas, así que pronto tuvo una buena pila de leña. Cuando el soldado hubo terminado de untarse el ungüento, sacó un yesquero y encendió un pequeño fuego a medio camino de la roca inclinada. Las llamas crepitaban y saltaban de lo más alegremente. El humo, que olía parecido al incienso que Abdullah solía quemar en su puesto, se dispersaba desde el final del barranco y se extendía hacia el inicio de un glorioso atardecer. «Si esto realmente asusta a las bestia de la cueva», pensó Abdullah, «sería casi perfecto estar aquí». Sólo casi perfecto porque, por supuesto, no había nada para comer en kilómetros a la redonda. Abdullah suspiró.
El soldado sacó una lata de su morral.
—¿Te importaría rellenar esto con agua? A menos —dijo echándole un ojo a la botella del genio que Abdullah llevaba atada al cinturón— que tengas algo más fuerte en ese frasco tuyo.
—Desgraciadamente, no —dijo Abdullah—. Esto es meramente una reliquia familiar, un raro cristal ahumado de Singispat, que llevo por razones sentimentales. —No tenía intención de informar a alguien tan poco honesto como el soldado de la existencia del genio.
—Una pena —dijo el soldado—. Trae agua entonces, y yo me las apañaré para cocinarnos algo de cena.
Así el lugar se convirtió en un sitio casi completamente perfecto. Abdullah fue saltando presto hasta el arroyo. Cuando regresó vio que el soldado había sacado una sartén y vaciaba en ella paquetes de carne seca y guisantes secos. Añadió el agua y un par de cubitos misteriosos y lo puso todo a hervir en el fuego. En muy poco tiempo se había convertido en un sustancioso estofado. Y olía deliciosamente.
—¿Más material de los magos? —preguntó Abdullah mientras el soldado servía la mitad del estofado en un plato de latón y se lo pasaba.
—Eso creo —dijo el soldado—, lo cogí del campo de batalla. —Tomó la sartén para comer y encontró un par de cucharas. Se sentaron amigablemente a comer, con el fuego crepitando entre ellos mientras el cielo se volvía lentamente rosado y carmesí y dorado, y las tierras allí abajo empezaban a ponerse azules.
—No estás acostumbrado a pasar apuros, ¿verdad? —señaló el soldado—. Buenas ropas, botas caras, pero por el aspecto que tienen se ve que les has dado demasiado uso últimamente y se han desgastado y desgarrado. Y por tu forma de hablar y tu bronceado debes ser de bastante al sur de Ingary, ¿no?
—Todo eso es verdad, oh, el más preciso observador de los compañeros —dijo Abdullah cauteloso—. Y todo lo que yo sé de ti es que vienes de Strangia y actúas de la manera más extraña, exhibiendo las monedas de tu paga para que te roben.
—¡Maldita paga! —interrumpió el soldado con enfado—. No conseguí ni un penique de Strangia ni de Ingary. Me dejé todas mis agallas en esa guerra, todos lo hicimos, y al final dijeron: «Eh, chavales, ahora es tiempo de paz» y nos lanzaron a morir de hambre. Así que me dije a mí mismo ¡De acuerdo! ¡Alguien me debe todo el trabajo que he hecho y creo que ese alguien es la gente de Ingary! ¡Ellos son los que trajeron a los magos e hicieron trampas para ganar! Así que me puse en camino, dispuesto a reclamarles mi paga del modo en que me viste hacerlo hoy. Puedes llamarlo estafa si quieres, pero ya me has visto, júzgame. ¡Sólo le saco el dinero a los que intentan robarme!
—La palabra estafa nunca ha cruzado mis labios, oh, virtuoso veterano —dijo Abdullah con sinceridad—, yo diría que tu plan es de lo más ingenioso, y creo que nadie salvo tú podría llevarlo a cabo.
Esto pareció calmar al soldado. Miró pensativamente hacia la azul lejanía.
—Todo lo que ves ahí abajo —dijo— es la Llanura de Kingsbury. Debería reportarme un montón de oro. ¿Sabes?, cuando salí de Strangia, lo único que tenía era un pedazo de plata de tres peniques y un botón de latón que solía hacer pasar por un soberano.
—Entonces has ganado mucho —dijo Abdullah.
—Y aún ganaré más —prometió el soldado.
Dejó la sartén cuidadosamente a un lado y pescó dos manzanas de su morral. Le dio una a Abdullah, se comió la otra y luego se estiró tumbándose hacia atrás para contemplar la tierra que oscurecía lentamente. Abdullah asumió que estaba calculando el oro que iba a ganar allí abajo. Se sorprendió cuando el soldado dijo:
—Siempre me encantó el campo por la noche. Echa un vistazo a ese atardecer. ¡Glorioso!
En verdad era glorioso. Las nubes habían llegado del sur y se expandían como un paisaje rubí a lo largo del cielo. Abdullah vio filas de montañas púrpura, a veces del color del vino tinto; una grieta de humo naranja como el corazón de un volcán; un calmado lago rosado. Más allá, reposando sobre una infinidad de cielo marino de azul dorado, estaban las islas, los arrecifes, las bahías y los promontorios. Era como si mirara hacia la costa del cielo o la tierra al oeste del paraíso.
—Y esa nube de ahí —dijo el soldado, señalando—, ¿no parece exactamente un castillo?
Así era. Permanecía en un alto cabo sobre una laguna celeste, una maravilla de esbeltas torres doradas, rubí, e índigo. El cielo dorado que vislumbró a través de la torre más alta, era como una ventana. Le recordaba dolorosamente a la nube que había visto sobre el palacio del sultán mientras era conducido a las mazmorras. Aunque no tenía la misma forma, le devolvió su pena con tanta fuerza que gritó:
—Oh, Flor-en-la-noche, ¿dónde estás?
Capítulo 11
En el que un animal salvaje hace que Abdullah malgaste un deseo
El soldado se giró hacia Abdullah y lo miró.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Nada —dijo Abdullah—, salvo que mi vida ha estado llena de decepciones.
—Cuenta —dijo el soldado—. Desahógate. Después de todo, yo te he hablado de mí.
—Nunca me creerías —dijo Abdullah—, mis penas son aún mayores que las tuyas, oh, asesino entre los mosqueteros.
—Inténtalo —dijo el soldado.
De algún modo, no fue difícil de contar lo que brotaba en Abdullah con el atardecer y el sufrimiento que acarreaba el atardecer. Así que, mientras el castillo se esparcía y disolvía en bancos de arena en el lago celeste y todo el atardecer se desvanecía suavemente del púrpura al marrón hasta concentrarse en tres rayas de rojo oscuro, como las marcas de garra que se curaban en la cara del soldado, Abdullah contó su historia. O por lo menos, contó lo esencial. No contó, por supuesto, nada tan personal como los sueños que tenía despierto o la incómoda manera en que se habían hecho realidad más tarde. Y fue muy cuidadoso de no decir nada acerca del genio. Desconfiaba de que el soldado cogiese la botella y se desvaneciera con ella durante la noche, y la fuerte sospecha de que el soldado tampoco había contado su historia completa le animó a redactar los hechos de ese modo. El final de la historia fue bastante difícil de contar sin referirse al genio, pero Abdullah pensó que lo había hecho bastante bien. Tal como lo contó, parecía que se había escapado de sus cadenas y de los bandidos más o menos por su propia voluntad, y que después había hecho a pie todo el camino hasta el norte de Ingary.