—Estoy viajando por Ingary —dijo el soldado—, pensé dar un paseo por el país que nos conquistó. Descubrir cómo es antes de sentar la cabeza. Mi paga es una buena suma. Si me administro bien, me puedo costear todo el viaje.
—Mis felicitaciones —dijo Abdullah.
—Nos pagaron la mitad en oro —añadió el soldado.
—Ajá —dijo Abdullah.
Para su descanso algunos clientes locales llegaron justo entonces. La mayoría eran agricultores, con mugrientos pantalones cortos y batas extravagantes que le recordaban a Abdullah su propio camisón y enormes y sonoras botas. Estaban muy alegres, hablaban en voz alta de la cosecha de heno y daban golpetazos en las mesas pidiendo cerveza. Desde ese momento en adelante siguió llegando más y más gente, la patrona y el pequeño y frenético patrón, no paraban de entrar y salir de la fonda con bandejas llenas de vasos. Y el soldado (Abdullah no sabía si sentirse aliviado o enfadado o animado) perdió interés en Abdullah y se puso seriamente a hablar con los recién llegados. No parecía que ellos le encontrasen aburrido. Ni parecía importarles que hubiera sido un soldado enemigo. Al instante uno de ellos le invitó a cerveza. Se hacía más popular conforme llegaba más y más gente. Los vasos de cerveza se amontonaban frente a él. Poco rato después pidieron cena para él y, apartado de la multitud que rodeaba al soldado, Abdullah escuchó cosas como: «Una gran batalla… Vuestros magos les dieron ventaja… Fijaos… Nuestro calvario… Nuestro flanco izquierdo se replegó… Nos acorralaron en la montaña… Nuestra infantería se vio forzada a huir… Huyendo como conejos… No tan mal… Nos reunieron y nos dieron una paga…».
Entretanto, la mesonera se dirigió hacia Abdullah con una bandeja humeante y más cerveza, sin que este la hubiese pedido. Tenía aún tanta sed que estuvo casi encantado con la cerveza. Y la cena se le antojó tan deliciosa como la de la fiesta del sultán. Estaba tan ocupado prestándole atención a todo esto que por un momento perdió el rastro del soldado. Cuando volvió a mirar al soldado, este estaba inclinado (sus ojos azules brillando con sincero entusiasmo) sobre su propio plato, ahora vacío, y movía los vasos y los platos de la mesa para mostrar a su campestre auditorio dónde estaba exactamente cada cosa durante la Batalla de Strangia. Al momento se quedó sin vasos, tenedores y platos. Puesto que la sal y la pimienta eran el rey de Strangia y su general, no le quedaba nada que usar como rey de Ingary, su hermano o los magos. Pero el soldado no dejó que esto le preocupara. Cogió una bolsa de su cinturón y sacó dos monedas de oro y algunas de plata y las arrojó sobre la mesa para representar al rey de Ingary, sus magos y sus generales.
Abdullah no pudo evitar pensar que aquello fue extraordinariamente estúpido por su parte. Las dos piezas de oro causaron muchos comentarios. En una mesa cercana, cuatro jóvenes con aspecto de patanes se giraron en sus asientos y prestaron toda su atención. Inmerso en su explicación de la batalla, el soldado no reparó en esto.
Finalmente, la mayoría de los que rodeaban al soldado se levantó y volvió a su trabajo. El soldado se levantó con ellos, se colgó su morral en la espalda, se colocó el sucio sombrero que llevaba escondido en el bolsillo superior del morral y preguntó por el camino que conducía al pueblo más cercano. Mientras todos le daban las explicaciones al soldado, Abdullah intentó encontrar a la patrona para pagarle su cuenta. Pero ella tardó en aparecer. Cuando llegó, el soldado había desaparecido por la curva de la carretera. A Abdullah no le importó demasiado. Sea cual fuese la ayuda que el genio pensara que este hombre podía ofrecerle, Abdullah sintió que no la necesitaba. Se alegró de poder mirar al destino cara a cara por una vez.
Abdullah, que no era un tonto como el soldado, pagó su cuenta con la más pequeña de sus monedas de plata. Por aquellos lugares eso parecía mucho dinero. La mesonera entró en la posada en busca de cambio. Mientras esperaba su regreso, Abdullah no pudo evitar escuchar a los cuatro patanes. Tuvieron una discusión rápida y significativa.
—Si vamos deprisa al viejo sendero —dijo uno— podemos pillarle en el bosque, en lo alto de la colina.
—Si nos escondemos en los arbustos —convino el segundo—, a ambos lados del camino, podremos atacarle por los dos lados.
—Nos dividiremos el dinero en cuatro partes —insistió el tercero—, tiene más del que enseñó, eso es seguro.
—Pero debemos asegurarnos de que esté muerto primero —dijo el cuarto—, no queremos que vaya contando historias.
Y después del «bien», «bien» y «bien» de los otros tres, se levantaron y se marcharon justo cuando la patrona se apresuraba hacia Abdullah con dos puñados de monedas de cobre.
—Espero que este sea el cambio correcto, señor. No se ve mucha plata del sur aquí, y he tenido que preguntarle a mi marido cuánto valía. Dice que son cien de nuestras monedas de cobre, y nos debe cinco, así que…
—Bendita seas, oh, crema de los mesoneros y fabricante de cerveza celestial —dijo Abdullah con prisa devolviéndole un puñado de monedas en lugar de la agradable larga charla que ella obviamente pretendía obtener. Ella se le quedó mirando pero él salió tan rápido como pudo detrás del soldado. Puede que aquel hombre fuese descarado, aprovechado y tremendamente aburrido, pero eso no significaba que mereciera ser asaltado y asesinado por su oro.
Capítulo 10
Que habla de violencia y matanzas
Abdullah no podía ir muy rápido. Con el frío clima de Ingary, sentado en la fonda se le había quedado todo el cuerpo entumecido. Y las monedas que guardaba en su bota izquierda le habían hecho una severa ampolla en el pie. Empezó a cojear antes de haber recorrido cien metros, pero estaba demasiado preocupado por el soldado como para aminorar el paso. Sin parar de cojear, dejó atrás algunas cabañas de tejados de hierba y después el pueblo hasta que llegó a un camino más abierto. Desde allí pudo divisar al soldado en la distancia, que paseaba hacia un lugar donde el camino subía una colina cubierta con los frondosos árboles que crecían en aquellas tierras. Ese debía ser el sitio elegido por los violentos jóvenes para acometer su emboscada. A pesar de la cojera, Abdullah trató de ir más rápido. Un irritado humo azul salió de la botella, alzándose hasta su cintura.
—¿Tienes que golpearme así? —dijo.
—Sí —jadeó Abdullah—, el hombre que elegiste para que me ayudara necesita mi ayuda.
—¡Uh! —dijo el genio—. Ahora te entiendo. Nada cambiará tu romántica visión de la vida. Seguro que tu siguiente deseo es una armadura brillante.
El soldado caminaba bastante despacio. Abdullah cubrió el espacio que les separaba y entró en el bosque poco después que él. Pero allí, el camino serpenteaba entre los árboles para hacer más fácil la subida, de manera que Abdullah perdió de vista al soldado hasta que llegó cojeando a la última curva, donde lo volvió a ver sólo unos pocos metros por delante. Este resultó ser el momento exacto que los patanes habían elegido para hacer su ataque. Dos de ellos saltaron desde un lado del camino sobre la espalda del soldado. Por el otro lado del camino, los otros dos se abalanzaron de frente sobre él. Durante un momento se desató una tremenda lucha. Abdullah se apresuró a ayudar, aunque se acercó con dudas porque nunca le había pegado a nadie en su vida.
Mientras se aproximaba, tuvo lugar una sucesión de milagros. Los dos tipos situados a la espalda del soldado salieron volando en direcciones opuestas, a un lado y otro de la carretera. Uno de ellos se golpeó la cabeza con un árbol y no volvió a molestar a nadie, mientras que el otro cayó desplomado. De los dos que encaraban al soldado, uno recibió casi al instante una interesante herida y se dobló para contemplarla. El otro, para sorpresa de Abdullah, se elevó en el aire y, por un momento, estuvo colgado de la rama de un árbol. De allí cayó de golpe y se quedó inconsciente en la carretera. En este punto, el joven que estaba agachado se enderezó y se dirigió hacia el soldado con un cuchillo largo y estrecho. El soldado agarró por la muñeca el brazo que sostenía el cuchillo. Hubo un punto muerto lleno de gruñidos en el que Abdullah se sorprendió a sí mismo creyendo fervorosamente que el conflicto se resolvería a favor del soldado. Estaba pensando que su preocupación había sido completamente innecesaria cuando el tipo tirado en la carretera se levantó de repente y se lanzó sobre el soldado por la espalda con otro cuchillo largo y estrecho. Con rapidez, Abdullah hizo lo que era necesario. Se adelantó y le golpeó en la cabeza con la botella del genio.
—¡Ay! —gritó el genio. Y el tipo se derrumbó como un roble caído.
Con este sonido, después de haber atado al otro joven, el soldado se giró. Abdullah retrocedió rápidamente. No le gustó la velocidad con la que se giró el soldado ni la manera en la que disponía sus manos, con los dedos firmemente juntos como dos asesinas armas sin filo.
—Escuché que planeaban matarte, valiente veterano —explicó rápidamente—, y corrí para poder advertirte y prestarte mi ayuda.
El soldado clavó sus ojos (muy azules, pero ya nada inocentes) en los suyos. Eran ojos que habrían destacado por su astucia incluso en el Bazar de Zanzib. Parecían catalogar a Abdullah de todas las maneras posibles. Por fortuna parecían satisfechos con lo que veían. El soldado dijo: «Entonces, gracias» y se giró para patear la cabeza del joven atado, que dejó de moverse también; y con esto, se acabó la partida.
—Quizá —sugirió Abdullah—, deberíamos informar a un agente.
—¿Para qué? —preguntó el soldado—. Se agachó y, para ligera sorpresa de Abdullah, realizó una búsqueda rápida y experta en los bolsillos del joven cuya cabeza acababa de golpear. Obtuvo un gran puñado de monedas de cobre y, mostrándose satisfecho, las guardó en su propio bolsillo.
—Un pésimo cuchillo, después de todo —dijo mientras lo rompía en dos—. Puesto que estás aquí, ¿por qué no miras al que has atizado, mientras yo hago lo propio con los otros dos? El tuyo debe valer al menos una moneda de plata.
—¿Quieres decir —preguntó Abdullah dubitativamente— que la costumbre de este país permite robar a los ladrones?
—No he oído hablar de que sea una costumbre —dijo el soldado con calma—, pero sí es lo que yo acostumbro a hacer. ¿Por qué crees que enseñé mi oro en la fonda? Siempre hay algún malvado que piensa que un estúpido soldado merece que lo atraquen. Y casi todos ellos llevan suelto encima.
Cruzó la carretera y empezó a registrar al joven que había caído del árbol. Tras dudar un momento, Abdullah se dio a la ingrata tarea de rebuscar en los bolsillos del que él había derribado con la botella. No tuvo más remedio que revisar la idea que tenía del soldado. A un hombre que podía enfrentarse con tanta seguridad a cuatro atacantes a la vez era mejor tenerlo de amigo que de enemigo. Y los bolsillos del joven inconsciente contenían tres piezas de plata. También había un cuchillo. Abdullah intentó romperlo en la carretera como había hecho el soldado con el otro.
—Ah, no —dijo el soldado—. Ese sí es un buen cuchillo. Quédatelo.
—Honestamente, no sé usarlo —dijo Abdullah tendiéndoselo al soldado—, soy un hombre de paz.
—Entonces no llegarás lejos en Ingary —dijo el soldado—. Guárdalo y úsalo para cortar tu carne, si lo prefieres. Yo tengo seis cuchillos mejores que ese en mi morral, todos de diferentes rufianes. Quédate la plata también… aunque mostraste tan poco interés cuando hablé de mi oro que debes estar forrado, ¿no es así?
«Este es en verdad un hombre observador y perspicaz», pensó Abdullah, guardándose el dinero.
—No soy tan rico que no pueda serlo más —dijo.
Luego, sintiéndose parte de aquello, le quitó los cordones de las botas al joven y los usó para afianzar la botella del genio a su cinturón. Mientras lo hacía, el hombre se reanimó y gruñó.
—Están despertándose. Lo mejor es que nos vayamos —dijo el soldado—. Cuando despierten tergiversarán el asunto, dirán que fuimos nosotros los que les atacamos a ellos. Y como quiera que este es su pueblo y nosotros somos extranjeros, les creerán a ellos. Pienso acortar por las montañas. Si quieres un consejo, haz lo mismo.