El castillo en el aire (El castillo ambulante, #2) – Diana Wynne Jones

—¡Qué elocuencia! —dijo el genio—. Aunque lo cierto es que tienes razón. Pero ¿has pensado las oportunidades de sembrar el caos que me darán el sultán o sus soldados?

—¿Caos? —preguntó Abdullah con los ojos ansiosamente ocupados en los veloces camellos.

—Nunca dije que mis deseos tuvieran que hacer ningún bien —contestó el genio—; de hecho, juro que siempre harán el mayor daño posible. Los bandidos, por ejemplo, van ahora camino de la prisión, o de algo peor, por haberle robado la fiesta al sultán. Los soldados los capturaron anoche.

—Me causas mayor trastorno a mí por no concederme un deseo y, al contrario que los bandidos, yo no merezco eso.

—Considérate desafortunado —dijo el genio—. Ya somos dos. Tampoco yo merezco estar encerrado en esta botella.

Los jinetes se habían acercado ahora lo suficiente como para ver a Abdullah, que podía escuchar disparos en la distancia y ver armas desenfundadas.

—Concédeme entonces el deseo de mañana —dijo con urgencia.

—Esa podría ser la solución —convino el genio para sorpresa de Abdullah—. ¿Qué deseo, pues?

—Transpórtame junto a la persona más cercana que pueda ayudarme a encontrar a Flor-en-la-noche —contestó Abdullah, y descendió corriendo el banco de arena y alzó la botella—. Deprisa —dijo al genio que ahora ondulaba sobre él.

El genio parecía un poco confundido.

—Esto resulta enojoso —dijo el genio—. Normalmente, mis poderes de adivinación son excelentes, pero lo que veo no tiene ni pies ni cabeza.

No demasiado lejos de donde estaban, una bala hizo un surco en la arena. Abdullah corrió, llevando al genio como la vasta llama ondulante de una vela malva.

—Sólo llévame junto a esa persona —gritó.

—Supongo que será lo mejor —dijo el genio—. Quizá tú puedes darle algo de sentido a todo esto.

La tierra parecía dar vueltas bajo los veloces pies de Abdullah. De pronto, parecía estar dando inmensas zancadas a través de tierras que se arremolinaban delante de él, ansiosas por encontrarle. Aunque la combinación de sus pies vertiginosos con el mundo que giraba lo convertía todo en un borrón (a excepción del genio, que se bamboleaba plácidamente en su mano, fuera de la botella), Abdullah supo que los veloces camellos se quedarían atrás al instante. Sonrió y siguió dando zancadas, sintiéndose tan plácido como el genio, regocijándose en el aire frío. Durante bastante tiempo le pareció correr al galope. Después, todo paró.

Abdullah estaba de pie en el campo, en medio de un camino, recobrando el aliento. Le llevó un tiempo acostumbrarse a este nuevo lugar. Era frío, como la primavera de Zanzib, y la luz era diferente. Aunque el sol brillaba radiantemente en un cielo azul, la luz que producía era más débil y más triste que aquella a la que estaba acostumbrado Abdullah. Quizá esto era debido a la gran cantidad de árboles frondosos que se alineaban en el camino y que derramaban una cambiante sombra verde sobre todas las cosas. O podía deberse a la hierba verde que crecía en los márgenes. Abdullah esperó a que sus ojos se acostumbraran y después buscó en derredor a la persona que supuestamente le ayudaría a encontrar a Flor-en-la-noche.

Todo cuanto podía ver era lo que parecía ser una fonda en una curva del camino, situada entre los árboles. A Abdullah le dio la impresión de que era un lugar espantoso. Era de madera enlucida con yeso blanco, como la más pobre de las moradas de Zanzib, y parecía que sus dueños sólo habían podido permitirse un tejado de hierba muy compactada. Alguien había tratado de embellecer el lugar plantando flores amarillas y rojas cerca de la carretera. El cartel de la fonda, que se balanceaba en un poste clavado entre las flores, era el intento de pintar un león por parte de un mal artista.

Ahora que finalmente había llegado, Abdullah miró la botella del genio con la intención de ponerle de nuevo el corcho. Pero se disgustó al descubrir que parecía haberlo tirado, quizá en el desierto o durante el viaje. «Oh, bueno», pensó. Levantó la botella a la altura de su rostro.

—¿Dónde está la persona que puede ayudarme a encontrar a Flor-en-la-noche? —preguntó.

Un rastro de vapor, que parecía mucho más azul que antes a la luz de esta extraña tierra, humeó de la botella.

—Dormido en un banco frente al León Rojo —susurró irritado, y se volvió a meter en la botella. La profunda voz del genio venía de su interior—: Me interesa. Brilla con deshonestidad.

Capítulo 9

En el que Abdullah se encuentra con un viejo soldado

Abdullah caminó hacia la fonda. Cuando llegó, comprobó que realmente alguien dormitaba en uno de los asientos de madera situados fuera del lugar. También había mesas, lo que sugería que, además, se servían comidas. Abdullah se deslizó hasta un asiento y miró dubitativamente al hombre dormido.

Parecía un auténtico rufián. Ni en Zanzib, ni cuando estuvo entre los bandidos, había visto Abdullah jamás tales marcas de deshonestidad como las que tenía la cara tostada de aquel hombre. De primeras, el enorme morral que había en el suelo junto a él hizo pensar a Abdullah que, quizá, se dedicaba a hacer chapuzas; pero estaba bien afeitado y, aparte de este, los únicos hombres que Abdullah había visto sin barba ni bigote eran los soldados del norte, los mercenarios del sultán. Tal vez se trataba de un mercenario. Sus ropas parecían los restos ajados de una especie de uniforme, y llevaba el pelo trenzado sobre su espalda, a la manera de los soldados del sultán. Una moda que los hombres de Zanzib encontraban bastante desagradable, pues se rumoreaba que los soldados nunca deshacían ni lavaban su trenza. Y a la vista de esta trenza, caída sobre el respaldo de la silla donde dormía, Abdullah podía creer que era cierto. Pero no era sólo la trenza, no había nada limpio en él. Aun así, se le veía fuerte y sano, si bien no era joven. Su pelo bajo la suciedad era de color gris hierro.

Abdullah dudó en despertar al tipo. No parecía alguien en quien se pudiera confiar. Y el genio había admitido abiertamente que concedía deseos para provocar el caos. Este hombre puede llevarme junto a Flor-en-la-noche, meditó Abdullah, pero seguramente me robará por el camino.

Mientras seguía con sus dudas, una mujer con delantal se asomó a la puerta de la fonda, quizá para ver si había clientes fuera. La ropa que llevaba le hacía la forma de un regordete reloj de arena, y a Abdullah le pareció claramente extranjera y desagradable.

—¡Oh! —dijo al ver a Abdullah—. ¿Está esperando que le sirvan, señor? Debería haber golpeado en la mesa. Eso es lo que hacen todos por aquí. ¿Qué tomará?

Ella hablaba con el mismo acento bárbaro de los mercenarios del norte. Por lo que Abdullah concluyó que estaba en el país de aquellos hombres, fuera este cual fuese. Le sonrió.

—¿Qué me ofreces, oh, joya del camino? —preguntó.

Evidentemente, nadie antes había llamado joya a la mujer. Se enrojeció, sonrió y retorció su mandil.

—Bueno, ahora hay pan y queso —dijo—, pero se está haciendo la cena. Si no le importa esperar media hora, señor, puede tomar un pastel de carne con verduras de nuestra huerta.

Eso sonaba perfecto, mucho más de lo que Abdullah hubiera esperado de cualquier fonda con un tejado de hierba.

—Esperaré media hora de lo más encantado, oh, flor entre las mesoneras.

Ella le regaló otra sonrisita:

—¿Y quizá una bebida mientras espera, señor?

—Por supuesto —dijo Abdullah, que estaba todavía muy sediento del desierto. ¿Podría molestarla con un vaso de sorbete o, si no tiene, el zumo de cualquier fruta?

Ella le miró preocupada:

—Oh, señor, yo… Por aquí no somos mucho de zumo de frutas, y nunca he oído hablar de lo otro. ¿Qué tal una agradable jarra de cerveza?

—¿Qué es cerveza? —preguntó Abdullah cautelosamente. Lo cual desconcertó a la mujer.

—Yo…, bien, yo… es, er…

El hombre que había en el otro banco se levantó y bostezó.

—La cerveza es la única bebida apropiada para un hombre —dijo—. Un producto maravilloso.

Abdullah se giró para mirarlo de nuevo. El hombre le observaba con su par de ojos azules, redondos, límpidos y completamente honestos. Ahora que se había despertado no había trazas de deshonestidad en su cara morena.

—Fabricada con cebada y lúpulo —añadió el hombre—. Ya que estás aquí, patrona, me tomaré una pinta.

La expresión de la mesonera cambió por completo.

—Ya te lo he dicho —respondió ella—, quiero ver el color de tu dinero antes de servirte nada.

El hombre no se ofendió. Sus ojos azules miraron lastimeramente a los de Abdullah. Después suspiró y cogió del asiento una larga pipa blanca de barro, que procedió a llenar y encender.

—¿Entonces cerveza, señor? —dijo la propietaria, volviéndose hacia Abdullah con una sonrisita.

—Si le place, señora de tremenda hospitalidad —dijo—, tráigame un poco y traiga también una cantidad apropiada para este caballero de aquí.

—Muy bien, señor. —Y echando una mirada desaprobadora al hombre de la trenza, volvió a meterse dentro.

—Muy amable por tu parte —dijo el hombre a Abdullah—. Vienes de lejos, ¿no?

—He recorrido un largo camino desde el sur, honorable trotamundos —contestó Abdullah con cautela. Pues no había olvidado lo deshonesto que parecía estando dormido.

—Del extranjero, ¿eh? Es lo que pensé al ver un bronceado como el tuyo —observó el hombre.

Abdullah estaba casi seguro de que el tipo andaba fisgoneando para ver si merecía la pena robarle. Así que se sorprendió cuando el hombre dejó de hacer preguntas.

—Tampoco yo soy de por aquí —dijo mientras fumaba grandes nubes de humo de su pipa bárbara—. Soy de Strangia. Un viejo soldado. De regreso al mundo con una simple paga después de que Ingary nos venciera en la guerra. Como has visto, mi uniforme despierta todavía muchos prejuicios aquí en Ingary.

Esto último lo dijo mirando a la mesonera que volvía con dos vasos de espumoso líquido marrón. Ella no le dirigió la palabra. Golpeó la mesa con un vaso frente a él y luego puso el otro cuidadosa y educadamente delante de Abdullah.

—La cena estará en media hora, señor —dijo antes de marcharse.

—¡Salud! —exclamó el soldado, alzando su vaso. Dio un trago largo a su bebida.

Abdullah estaba agradecido a este viejo soldado. Gracias a él, ahora sabía que se encontraba en un país llamado Ingary. Así que dijo «¡Salud!» y alzó dubitativamente su propio vaso. Le pareció que el contenido había salido de la vejiga de un camello. Al olerlo, el tufo no ayudó a desvanecer esa impresión. Se permitió probarlo sólo porque aún estaba terriblemente sediento. Bebió un sorbo con precaución. Bueno, estaba húmedo.

—Maravilloso, ¿no es así? —dijo el viejo soldado.

—Es algo de lo más interesante, oh, capitán de los guerreros —dijo Abdullah intentando no estremecerse.

—Es curioso que me llames capitán —dijo el soldado—. Por supuesto, no lo era. Sólo llegué a ser cabo. Presencié un montón de batallas y aunque de hecho tuve esperanzas de promoción el enemigo se lanzó sobre nosotros antes de que llegara mi oportunidad. Una batalla terrible, ya sabes. Estábamos en plena marcha. Ninguno de nosotros esperaba que el enemigo llegara allí tan pronto. En fin, ahora todo ha acabado y no tiene sentido llorar por la leche derramada; pero que quede claro, los ingarianses no lucharon limpio. Llevaban un par de magos para asegurarse la victoria. En fin, ¿qué puede hacer un simple soldado como yo contra la magia? Nada. ¿Quieres que te cuente cómo fue la batalla?

Abdullah comprendió entonces en qué consistía la malicia del genio. El hombre que supuestamente iba a ayudarle era un tremendo aburrimiento.

—No sé absolutamente nada de asuntos militares, oh, el más valiente de los estrategas —dijo firmemente.

—No importa —dijo el soldado con alborozo—. Créeme si te digo que fuimos total y completamente derrotados. Salimos huyendo. Ingary nos conquistó. Invadió todo el país. Nuestra familia real, benditos sean, tuvo que huir también, y pusieron en el trono al hermano del rey de Ingary. Se decía que querían legitimar al príncipe casándolo con nuestra princesa Beatrice, pero ella huyó con el resto de la familia, ¡larga vida para ella!, y no se le pudo encontrar. Pero fíjate, el nuevo príncipe no era malo del todo. Nos dio una paga a todo el ejército de Strangia antes de soltarnos. ¿Quieres saber en qué empleo mi dinero?

—Si te place contarlo, oh, el más bravo de los veteranos —contestó Abdullah ahogando un bostezo.