Título original: Castle in the Air.
Annotation
Al sur de la tierra de Ingary, Abdullah, un joven y no muy próspero mercader de alfombras, pasa su humilde y tranquila vida soñando despierto con que es el hijo perdido de un gran príncipe y está destinado a casarse con una princesa. Pero un día la quietud de sus ensoñaciones se rompe con la visita de un extranjero que le vende una alfombra mágica.
Desde ese momento se desata una vertiginosa fantasía, en la que nada (o casi nada) es lo que parece, llena de genios contestones, demonios buenos y malos, animales con insual personanalidad, persecuciones a camello y un castillo flotante cargado de princesas. Y un final que dejará a todos con la boca abierta.
Capítulo 1
En el que Abdullah compra una alfombra
Al sur de la tierra de Ingary, en los sultanatos de Rashpuht, vivía un joven mercader llamado Abdullah en la lejana ciudad de Zanzib. Tal como suele suceder con los mercaderes, Abdullah no era rico. Había sido una decepción para su padre y este al morir sólo le dejó el dinero suficiente para comprar y surtir un modesto puesto en la esquina noreste del Bazar. El resto del dinero de la herencia, así como el gran emporio de alfombras situado en el centro del Bazar, fue a parar a manos de los familiares de la primera mujer de su padre.
Nunca nadie le había dicho a Abdullah por qué había decepcionado a su padre. Cierta profecía de su nacimiento tenía algo que ver con ello, pero Abdullah no se había preocupado de averiguar nada; al contrario, desde muy pequeño, se había ido inventando su propia historia. Soñaba despierto con que él era en realidad el hijo perdido de un gran príncipe, lo que quería decir, por supuesto, que su padre no era su padre. Estos pensamientos no eran sino castillos en el aire… Y él lo sabía, Todo el mundo le decía que había heredado el aspecto de su padre, Cuando se miraba al espejo, veía a un joven decididamente guapo, de rostro fino, aguileño, y claramente parecido al retrato juvenil de su padre, siempre admitiendo que este poseía un florido mostacho, en tanto que Abdullah atesoraba apenas seis pelos en su labio superior, en espera de que se multiplicaran pronto. Desafortunadamente, y en esto también estaba de acuerdo todo el mundo, Abdullah había heredado el carácter de su madre (la segunda mujer de su padre), quien había sido una mujer soñadora y timorata, así como una gran decepción para todo el mundo. Pero eso no preocupaba particularmente a Abdullah. La vida de un mercader de alfombras ofrece pocas oportunidades para la valentía y, a fin de cuentas, él estaba contento con su vida. El puesto que había comprado, aunque pequeño, resultó estar bastante bien situado, no muy lejos del barrio este, donde los ricos vivían en grandes casas rodeadas de hermosos jardines. Mejor aún, era el primer sitio del Bazar al que llegaban los fabricantes de alfombras cuando entraban en Zanzib desde el desierto del norte. Tanto la gente adinerada como los fabricantes de alfombras iban normalmente en busca de las tiendas más grandes del centro del Bazar, pero una cantidad sorprendentemente cuantiosa de ellos estaba más que dispuesta a hacer un alto en el puesto de un joven mercader de alfombras si este se apresuraba a su encuentro y les ofrecía respetuosamente gangas y descuentos.
De este modo, Abdullah tenía a menudo la oportunidad de comprar antes que nadie alfombras de la calidad más excelsa y revenderlas para obtener su beneficio. Entre que compraba y vendía podía sentarse en su puesto y continuar soñando despierto, que era lo que más se adecuaba con su manera de ser. De hecho, podría decirse que su único problema era la familia de la primera mujer de su padre que seguía visitándolo una vez al mes para señalarle sus errores.
—¡Pero no estás ahorrando nada! —le gritó un fatídico día el hijo del hermano de la primera mujer de su padre, Hakim (al que Abdullah detestaba).
Abdullah le explicó que su costumbre era usar la ganancia para comprar otra alfombra mejor. De manera que, aunque todo ese dinero estaba invertido en la mercancía almacenada, lo cierto es que el producto era mejor y mejor cada vez. Y, como le dijo a los parientes de su padre, él no tenía necesidad de más, ya que no estaba casado.
—¡Pues deberías casarte! —gritó la hermana de la primera mujer de su padre, Fátima (a la que Abdullah detestaba incluso más que a Hakim)—. Te lo dije una vez, y te lo diré de nuevo: ¡Un joven de tu edad ya debería tener al menos dos mujeres! —Y no contenta sólo con eso, Fátima declaró que ella misma se iba a encargar de buscarle esposas (una oferta que hizo que Abdullah se echase a temblar).
—Además, cuanto más valiosa sea tu mercancía, más probable será que te roben y más perderás si tu puesto se incendia. ¿Has pensado eso? —le regañó el hijo del tío de la primera mujer de su padre, Assif (un hombre al que Abdullah odiaba más que a los dos primeros juntos).
Abdullah, por su parte, le aseguró a Assif que siempre dormía dentro del puesto y que era muy cuidadoso con las lámparas. En ese punto los tres familiares de la primera mujer de su padre sacudieron la cabeza diciendo «¡Bah!», y se marcharon. Normalmente esto significaba que le dejarían en paz otro mes. Abdullah suspiró con alivio y directamente se puso a soñar.
A estas alturas el sueño era ya enormemente detallado. En él, Abdullah era el hijo de un poderoso príncipe que vivía tan lejos, al este, que su país era desconocido en Zanzib. Pero Abdullah había sido raptado cuando tenía dos años por un malvado bandido llamado Kabul Aqba. Kabul Aqba tenía una nariz ganchuda, como el pico de un buitre, y llevaba un aro de oro ensartado en una de las ventanas de su nariz. Portaba una pistola con culata engastada en plata con la que amenazó a Abdullah, y había una amatista en su turbante que parecía conferirle poder sobrehumano. Abdullah estaba tan asustado que huyó al desierto, donde fue hallado por el hombre al que ahora llamaba padre. El ensueño no tomaba en consideración que su padre nunca se había aventurado en el desierto en toda su vida; de hecho, solía decir que cualquiera que se aventurara más allá de Zanzib debía de estar loco. Sea como fuere, Abdullah podía dibujar cada centímetro de aquel viaje de pesadilla que había hecho antes de ser encontrado, sediento, con los pies cansados y doloridos, por el buen mercader. Del mismo modo, podía dibujar con gran detalle el palacio del que había sido arrebatado, con su sala del trono llena de columnas y suelo de pórfido verde, sus aposentos para las mujeres, y sus cocinas, todas de la más extrema riqueza. Había siete cúpulas en su tejado, cada una recubierta de oro batido.
Últimamente, sin embargo, su sueño se centraba en la princesa con quien Abdullah había sido prometido en matrimonio desde su nacimiento. Ella era de tan ilustre cuna como él y había crecido sin conocer a Abdullah hasta convertirse en una auténtica belleza, de facciones perfectas y ojos profundos, oscuros y melancólicos. Vivía en un castillo tan rico como el de Abdullah, al que se llegaba a través de una avenida con una hilera de estatuas angelicales interrumpida por siete patios marmóreos, cada uno con una fuente en su centro, a cual más hermosa, empezando con una hecha de crisolita y terminando con una de platino tachonado de esmeraldas.
Pero aquel día, Abdullah sintió que el decorado no le satisfacía. Era este un sentimiento que le asaltaba a menudo después de la visita de los parientes de la primera mujer de su padre. Se le ocurrió que un buen palacio debería tener jardines magníficos. Abdullah adoraba los jardines aunque sabía muy poco de ellos. Sólo conocía los parques públicos de Zanzib (en los que el césped estaba algo pisoteado y las flores escaseaban) donde a veces, cuando tenía dinero para permitirse que el tuerto Jamal vigilase su puesto, pasaba la hora del almuerzo. Jamal tenía un puesto de frituras contiguo al suyo y se prestaba, por unas monedas, a atar a su perro frente al puesto de Abdullah. Abdullah era muy consciente de que no estaba suficientemente cualificado para inventar un jardín propio, pero puesto que cualquier cosa era mejor que pensar en dos esposas elegidas por Fátima, se perdió en las ondulantes frondas y perfumadas sendas de los jardines de su princesa.
O casi. Antes de que Abdullah hubiera apenas empezado, fue interrumpido por un hombre alto y sucio que llevaba una deslustrada alfombra en sus brazos.
—¿Compras alfombras para ponerlas a la venta, hijo de una grandísima casa? —preguntó el extranjero, inclinándose ligeramente.
Para alguien que pretendía vender una alfombra en Zanzib, donde compradores y vendedores siempre se hablaban el uno al otro del modo más formal y florido, las maneras de este hombre resultaban escandalizadoramente abruptas. De cualquier modo, Abdullah se molestó porque su sueño del jardín se estaba haciendo añicos con esta irrupción de la vida real. Respondió bruscamente:
—Así es, oh, rey del desierto. ¿Quieres tratar con este miserable mercader?
—Tratar no, vender. Oh, maestro de un montón de felpudos —le corrigió el forastero.
«¡Felpudos!», pensó Abdullah. Eso era un insulto. Una de las alfombras exhibidas en el frontal del puesto de Abdullah era un raro ejemplar, engalanado de flores, procedente de Ingary (Ochinstan, como era conocida esa tierra en Zanzib) y en el interior había al menos dos, una de Inhico y otra de Farqtan, que el sultán en persona no habría desdeñado para cualquiera de las habitaciones más pequeñas de su palacio. Pero, por supuesto, Abdullah no podía mencionarlo. Las costumbres de Zanzib no permiten que uno se alabe a sí mismo. En lugar de eso, hizo una pequeña y fría reverencia.
—Es posible que mi bajo y escuálido establecimiento pueda proveerte de aquello que buscas, oh, perla de las maravillas —y, mientras lo decía, volvió los ojos criticonamente a la sucia ropa de desierto, el corroído tachón a un lado de la nariz y el andrajoso pañuelo de la cabeza del extranjero.
—Peor que escuálido, supuesto vendedor de cobertores de suelos —convino el extranjero. Sacudió uno de los extremos de su deslustrada alfombra hacia Jamal, que justo entonces estaba friendo calamares bajo nubes de humo azul con olor a pescado—. ¿No penetra en tu mercancía la honorable actividad de tu vecino —preguntó—, ni siquiera el duradero aroma a pulpo?
Abdullah hervía de tal modo por dentro que, para esconder su rabia, se puso a frotarse las manos mecánicamente. Se suponía que la gente no debía decir ese tipo de cosas. Y un ligero olor a calamares podría incluso mejorar aquello que el extranjero quería vender, pensó, mientras ojeaba la raída alfombra gris pardusca que portaba el hombre en sus brazos.
—Tu humilde sirviente cuida de fumigar el interior de este puesto con pródigos perfumes, oh, príncipe de sabiduría —dijo—. Pese a todo, ¿permitiría al príncipe la heroica sensibilidad de su nariz mostrar la mercancía a este miserable comerciante?
—Por supuesto que sí, oh, lirio entre escombros —respondió el extranjero—. ¿Por qué iba a estar yo aquí si no?
Abdullah separó remisamente las cortinas e introdujo al hombre dentro de su puesto. Allí encendió la lámpara que colgaba del poste, olfateó y decidió que no iba a gastar incienso en esa persona. El interior olía aún intensamente por los perfumes del día anterior.
—¿Qué magnificencia vas a desplegar delante de mis inútiles ojos? —preguntó dudosamente.
—¡Esta, comprador de gangas! —dijo el hombre, y con una diestra sacudida del brazo hizo que la alfombra se desenrollara a lo largo del suelo.
Abdullah también era capaz de hacerlo. Un mercader de alfombras aprendía esas cosas. No estaba impresionado. Metió sus manos dentro de las mangas en una actitud servil y estirada y examinó la mercancía. La alfombra no era grande. Desenrollada se veía incluso más deslustrada de lo que había imaginado, si bien el patrón era inusual, o lo habría sido si la mayor parte de él no hubiese estado desgastado. Lo que quedaba estaba sucio, y sus esquinas, deshilachadas.
—Ay de mí, este pobre vendedor no puede ofrecer más de tres monedas de cobre por esta, la más ornamental de las alfombras —observó—. Este es el límite de mi modesto monedero. Son tiempos difíciles, ¡oh, capitán de muchos camellos! ¿Es aceptable el precio?