Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—¡Pero no es posible! —protestó el Barón—. Los gusanos… No hay más que arena hasta…

—Esa gente parece perfectamente capaz de evitar los gusanos —dijo el Emperador. La niña se sentó en el estrado al lado del trono, haciendo bascular sus pequeños pies. Había un indudable aire de seguridad en la forma en que observaba la escena. El Barón observó aquellos pequeños pies oscilantes, las sandalias moviéndose bajo las ropas.

—Desafortunadamente —dijo el Emperador—, tan sólo envié cinco transportes con una reducida fuerza de ataque para capturar prisioneros e interrogarlos. Apenas consiguieron escapar con tan sólo tres prisioneros y un solo transporte. Comprendedlo bien, Barón: mis Sardaukar fueron casi aniquilados por una fuerza defensiva compuesta en gran parte por mujeres, niños y viejos. Esta niña estaba al mando de uno de los grupos que nos atacaron.

—¡Ved, Vuestra Majestad! —dijo el Barón—. ¡Ved como son!

—Yo misma me dejé capturar —dijo la niña—. No quería enfrentarme con mi hermano y tener que decirle que su hijo había sido asesinado.

—Sólo un puñado de hombres consiguió escapar —dijo el Emperador—. ¡Escapar!

¿Los oís bien?

—Los hubiéramos aniquilado también, de no haber sido por las llamas —dijo la niña.

—Mis Sardaukar se sirvieron de los chorros de sus transportes como lanzallamas —dijo el Emperador—. Un movimiento desesperado, y lo único que les permitió escapar con tres prisioneros. Observad bien esto, mi querido Barón: ¡Sardaukar obligados a huir confusamente ante mujeres y niños y viejos!

—Debemos atacarles en masa —chirrió el Barón—. Debemos destruirles hasta el último vestigio de…

—¡Silencio! —rugió el Emperador. Se levantó del trono—. ¡No abuséis por más tiempo de mi indulgencia! Permanecéis aquí, ante mí, con vuestra estúpida inocencia y…

—Majestad —dijo la vieja Decidora de Verdad.

El Emperador la hizo callar imperativamente.

—¡Me decís que no sabéis nada de lo que hemos descubierto, nada de las cualidades guerreras de este soberbio pueblo! —Se dejó caer de nuevo en su trono—. ¿Por quién me estáis tomando, Barón?

El Barón retrocedió dos pasos, pensando: Ha sido Rabban. Me ha hecho esto a mí. Rabban me ha…

—Y esa falsa disputa con el Duque Leto —gruñó el Emperador, hundiéndose en su trono—. Qué maravillosamente la maniobrásteis.

—Majestad —imploró el Barón—. ¿Qué es lo que…?

—¡Silencio!

La vieja Bene Gesserit puso una mano en el hombro del Emperador, inclinándose a susurrar algo a su oído.

La niña sentada en el estrado dejó de balancear sus pies.

—Aterrorízale un poco más, Shaddam —dijo—. No debería alegrarme por ello, pero siento un placer imposible de dominar.

—Cállate, niña —dijo el Emperador. Se inclinó hacia adelante y le puso una mano en la cabeza, mirando al Barón—. ¿Es posible, Barón? ¿Es posible que seáis tan simple de espíritu como me sugiere mi Decidora de Verdad? ¿No reconocéis a esta niña, la hija de vuestro aliado, el Duque Leto?

—Mi padre nunca fue su aliado —dijo la niña—. Mi padre está muerto, y esa vieja bestia Harkonnen no me ha visto nunca antes.

El Barón estaba paralizado por la estupefacción. Cuando recobró su voz sólo pudo jadear:

—¿Quién?

—Soy Alia, hija del Duque Leto y de Dama Jessica, hermana del Duque Paul-Muad’Dib —dijo la niña. Se subió al estrado—. Mi hermano ha prometido empalar tu cabeza en la punta de su estandarte, y creo que lo hará.

—Ya basta, niña —dijo el Emperador, y se recostó en el trono, con la mano en la mejilla, estudiando al Barón.

—Yo no recibo órdenes del Emperador —dijo Alia. Se volvió y miró a la Reverenda Madre—. Ella lo sabe.

El Emperador alzó los ojos hacia su Decidora de Verdad.

—¿Qué quiere decir?

—¡Esta niña es una abominación! —dijo la anciana—. Su madre merece un castigo como nunca se haya impuesto a nadie en la historia. ¡Muerte! ¡Ninguna muerte será bastante rápida para esta niña y para aquella que la ha engendrado! —Apuntó un dedo sarmentoso hacia Alia—. ¡Sal de mi mente!

—¿T-P? —susurró el Emperador. Dirigió su atención a la niña—. ¡Por la Gran Madre!

—No comprendéis, Majestad —dijo la anciana—. No es telepatía. Está en mi mente. Está como todas las demás antes de mí, todas aquellas otras que me han dejado sus recuerdos. ¡Está en mi mente! ¡Sé que es imposible, pero está en ella!

—¿Qué otras? —preguntó el Emperador—. ¿Qué es este desatino?

La anciana se irguió y dejó caer su brazo.

—He hablado demasiado, pero sigue en pie el hecho de que esta niña que no es una niña debe ser destruida. Desde hace mucho tiempo sabemos cómo hay que prevenir un tal nacimiento, pero una de nosotras nos ha traicionado.

—Chocheas, vieja mujer —dijo Alia—. No sabes cómo ocurrió, y sin embargo sigues diciendo tonterías. —Alia cerró los ojos, inspiró profundamente y contuvo la respiración. La Vieja Reverenda Madre, gimió y se tambaleó.

Alia abrió los ojos.

—Así es cómo pasó —dijo—. Un accidente cósmico… y tú representaste tu papel en él. La Reverenda Madre alzó ambas manos, con las palmas empujando el aire hacia Alia.

—¿Qué es lo que ocurre aquí? —preguntó el Emperador—. Niña, ¿puedes realmente proyectar tus pensamientos dentro de la mente de otro?

—No es en absoluto así —dijo ella—. Si yo no he nacido como tú, no puedo pensar como tú.

—Matadla —murmuró la vieja mujer, y se aferró al respaldo del trono para sostenerse—. ¡Matadla! —sus viejos ojos profundamente hundidos se clavaron en Alia.

—Silencio —dijo el Emperador, y estudió a Alia—. Niña ¿puedes comunicarte con tu hermano?

—Mi hermano sabe que estoy aquí —dijo Alia.

—¿Puedes decirle que se rinda como precio por tu vida? Alia le sonrió con una limpia inocencia.

—No lo hará —dijo.

El Barón avanzó vacilante hasta el estrado, por el lado de Alia.

—Majestad —suplicó—, yo no sabía nada de…

—Interrumpidme otra vez, Barón —dijo el Emperador—, y os cortaré la posibilidad de volver a interrumpirme… para siempre. —Su atención seguía centrada en Alia, estudiándola a través de sus párpados entrecerrados—. No quieres, ¿eh? ¿Puedes leer en mi mente lo que pienso hacer contigo si no me obedeces?

—Ya te he dicho que no puedo leer en las mentes —dijo ella—, pero uno no necesita telepatía para leer tus intenciones.

El Emperador frunció el ceño.

—Niña, tu causa es desesperada. Basta con que reúna mis fuerzas y reduzca este planeta a…

—No es tan sencillo —dijo Alia. Señaló a los dos hombres de la Cofradía—. Pregúntaselo a ellos.

—No es juicioso oponerse a mis deseos —dijo el Emperador—. Tú no puedes negarme nada.

—Mi hermano está llegando —dijo Alia—. Incluso un Emperador debe temblar ante Muad’Dib, porque su fuerza es la de la rectitud y el cielo sonríe sobre él. El Emperador saltó en pie.

—Este juego ya ha durado demasiado. Tomaré a tu hermano y a todo este planeta y los reduciré a…

La estancia retumbó y se estremeció a su alrededor. Una repentina cascada de arena cayó tras el trono, en el punto donde la estructura estaba acoplada a la nave del Emperador. La presión del aire aumentó bruscamente y la piel de los presentes se estremeció cuando un escudo de enormes dimensiones fue activado.

—Te lo dije —observó ella—. Mi hermano está llegando.

El Emperador estaba inmóvil frente a su trono, con la mano derecha apretada contra su oído, escuchando su servoreceptor que le transmitía el informe de la situación. El Barón avanzó dos pasos tras Alia. Los Sardaukar tomaron posiciones en las puertas.

—Regresaremos rápidamente al espacio para reorganizarnos —dijo el Emperador—. Barón, mis excusas. Esos locos están atacando protegidos por la tormenta. Van a saber ahora lo que es la cólera del Emperador. —Señaló a Alia—. Arrojad su cuerpo a la tormenta.

A esas palabras, Alia retrocedió fingiendo terror.

—¡Deja que la tormenta tome lo que pueda! —exclamó. Y se arrojó en brazos del Barón.

—¡La tengo, Majestad! —gritó el Barón—. ¡Voy a arrojarla a… aaaaaahhhhhhhh! —la tiró al suelo, apretándose el brazo derecho.

—Lo siento, abuelo —dijo Alia—. Acabas de conocer el gom jabbar de los Atreides. —Se puso de pie, abrió la mano y dejó caer una aguja goteante. El Barón se derrumbó. Sus ojos se desorbitaron mientras miraba la mancha roja que había aparecido en su palma izquierda.

—Tú… tu… —rodó hacia un lado entre sus suspensores, y no fue más que una enorme masa de fláccida carne suspendida a pocos centímetros del suelo, con la cabeza colgando y la boca muy abierta.

—Esa gente está loca —gruñó el Emperador—. ¡Rápido! A la nave. Vamos a purificar este planeta de todos…

Algo destelló a su izquierda. Un fulgurante relámpago surgió de la pared y crepitó en el suelo metálico. Una acre olor a aislante quemado se extendió por el selamlik.

—¡El escudo! —gritó uno de los oficiales Sardaukar—. ¡El escudo exterior ha sido abatido! Ellos…

Sus palabras fueron ahogadas por un rugido metálico, mientras el casco de la nave, tras el Emperador, vacilaba y se estremecía.

—¡Han hecho saltar la proa de nuestra nave! —gritó alguien. Una nube de polvo penetró en la estancia. Bajo esta cobertura, Alia echó a correr hacia la puerta de entrada. El Emperador se volvió bruscamente y ordenó a su gente que se dirigiera hacia la salida de emergencia que acababa de abrirse en aquel momento en la pared de la nave, tras el trono. Hizo una rápida señal con la mano a un oficial Sardaukar, a través del polvo que lo invadía todo.

—¡Resistiremos aquí! —ordenó el Emperador.

Otra conmoción sacudió la estructura. Las dobles paredes saltaron violentamente al otro lado de la estancia, dejando entrar un torrente de arena y el sonido de gritos. Una pequeña figura envuelta en ropas negras se destacó momentáneamente contra la luz: Alia, que buscaba un cuchillo para rematar, como requería el adiestramiento Fremen, a todos los Harkonnen y Sardaukar heridos. Los Sardaukar de la Casa se desplegaron en la grisácea bruma, formando un arco para proteger la retirada del Emperador.

—¡Salvaos, Majestad! —gritó un oficial Sardaukar—. ¡En la nave!

Pero el Emperador permanecía inmóvil, de pie junto al trono, solo, señalando con su mano la puerta del selamlik. Una sección de unos cuarenta metros de pared se había abatido, y las puertas del selamlik se abrían sobre la arena agitada por la tormenta. Hasta una distancia infinita, una nube de polvo crepitaba desde las nubes, y los destellos de los escudos cortocircuitados surgían por todas partes. La llanura hervía con figuras luchando… Sardaukar y hombres embozados que continuaban surgiendo de los torbellinos de la tormenta.

Todo esto no era más que el coro a lo que el Emperador señalaba con su mano tendida.

De las nubes de arena estaba surgiendo una compacta hilera de formas resplandecientes… grandes curvas ondulantes con destellos cristalinos que se convirtieron en abiertas bocas de gusanos de arena, una masiva pared de ellos, cada uno con un pelotón de Fremen cabalgando al ataque sobre sus lomos. Llovieron sobre ellos con un silbido y un roce de ropas contra ropas, y hendieron, apartaron, aplastaron el confuso tumulto que reinaba en la planicie.

Avanzaban directamente hacia la estructura del Emperador, mientras los Sardaukar de la Casa, por primera vez en su historia, contemplaban petrificados una carga que sus mentes no conseguían aceptar.

Pero las figuras cabalgando a lomos de los gusanos eran hombres, y el relucir de las hojas que blandían en sus manos a la siniestra luz amarillenta de la tormenta era algo que los Sardaukar habían sido adiestrados a afrontar. Se arrojaron a la lucha. Y en la llanura de Arrakeen se desarrolló un gigantesco combate cuerpo a cuerpo, mientras un escogido grupo de guardias personales Sardaukar empujaban al Emperador al interior de la nave, sellaban la puerta a sus espaldas y se disponían a morir allí. En el shock del comparativo silencio en el interior de la nave, el Emperador miró a los desorbitados rostros de su séquito, viendo a su hija mayor con las mejillas empurpuradas, la vieja Decidora de Verdad inmóvil como una sombra negra, con la capucha echada sobre su rostro, y fi nalmente los dos rostros que buscaba… los dos hombres de la Cofradía. Sus uniformes grises, sin ornamentos, concordaban perfectamente con la ostentosa calma que mantenían a pesar de las grandes emociones que les rodeaban. El más alto de los dos, sin embargo, mantenía una mano sobre su ojo izquierdo. Mientras el Emperador le miraba, alguien golpeó inadvertidamente el brazo del hombre de la Cofradía, la mano se movió, y el ojo quedó expuesto. El hombre había perdido una de las lentes de contacto, de enmascaramiento, y el ojo que miraba era totalmente azul, de un azul tan profundo que parecía negro.

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