Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

—Hay trabajo que hacer —dijo Paul, mientras el hombre retrocedía unos pasos. Se volvió, abriéndose paso entre la gente hacia la plataforma, saltó a ella e hizo frente a la multitud.

—¡Hazlo! —gritó una voz.

Murmullos y susurros siguieron al grito.

Paul aguardó a que volviera el silencio. Hubo aún algunos golpes de tos y movimientos inquietos. Cuando renació la calma en la caverna, Paul alzó la cabeza, y su voz llegó a todos los rincones de la amplia bóveda.

—Estáis cansados de esperar —dijo.

Dejó que nuevamente se calmaran los gritos que llegaron como respuesta. Están realmente cansados de esperar, pensó Paul. Blandió el cilindro, pensando en el mensaje que contenía. Su madre se lo había mostrado, explicándole que había sido tomado a un correo de los Harkonnen.

El mensaje era explícito: ¡Rabban había sido abandonado a sus propios recursos en Arrakis! ¡No iba a recibir más ayuda ni refuerzos!

Paul habló de nuevo con voz fuerte.

—¡Creéis que ya es tiempo para que desafíe a Stilgar y cambie la jefatura de todos vosotros! —Antes de que nadie pudiera responder, gritó furiosamente—: ¿Creéis acaso que el Lisan al-Gaib es tan estúpido como eso?

Hubo un atónito silencio.

Está aceptando su título religioso, pensó Jessica. ¡No debe hacerlo!

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

Paul habló secamente, tanteando las reacciones emotivas.

—Las costumbres cambian —dijo.

—¡Somos nosotros quienes decimos qué es lo que hay que cambiar! —se alzó una voz colérica en un rincón de la caverna.

Hubo aquí y allá algunos gritos de aprobación.

—Como queráis —dijo Paul.

Y Jessica captó las sutiles entonaciones que le indicaban que Paul estaba usando la Voz tal como ella le había enseñado.

—Sois vosotros quienes tenéis que decidir —admitió Paul—. Pero antes quiero que me escuchéis.

Stilgar avanzó a lo largo de la plataforma, con el rostro impasible.

—Esta es también la costumbre —dijo—. Cualquier Fremen tiene derecho a exigir que su voz sea escuchada en Consejo. Paul-Muad’Dib es un Fremen.

—El bien de la tribu es lo más importante, ¿no? —preguntó Paul.

—Todas nuestras decisiones van encaminadas a tal fin —respondió Stilgar, conservando en su voz su tranquila dignidad.

—Correcto —dijo Paul—. Entonces, ¿quién gobierna a estos hombres de nuestra tribu… y quién gobierna a todos los hombres y todas las tribus a través de los instructores que hemos adiestrado en el extraño arte del combate?

Paul aguardó, mirando por encima de las innumerables cabezas. No hubo respuesta.

—¿Es acaso Stilgar quien gobierna todo esto? El mismo lo niega. ¿Soy yo, entonces?

Incluso Stilgar actúa a veces de acuerdo con mi voluntad, y los sabios, los más sabios entre los sabios, me escuchan y me honran en el Consejo.

Había un tenso silencio en toda la multitud.

—¿O es acaso mi madre? —Paul señaló a Jessica, envuelta en las negras ropas ceremoniales, a su lado—. Stilgar y los otros jefes le piden consejo en cualquier decisión importante. Vosotros lo sabéis. ¿Pero acaso una Reverenda Madre dirige marchas a través del desierto o guía las incursiones contra los Harkonnen?

Paul pudo ver los ceños fruncidos y las expresiones pensativas, pero oyó también algunos coléricos murmullos.

Es una forma peligrosa de afrontar la situación, pensó Jessica, pero recordó el cilindro y lo que implicaba el mensaje que había en él. Y vio lo que pretendía Paul: llegar hasta el fondo de su incertidumbre, erradicarla, y dejar que todo lo demás viniera por sí mismo.

—Ningún hombre reconoce a un jefe sin un desafío y un combate, ¿no? —preguntó Paul.

—¡Es la costumbre! —gritó alguien.

—¿Cuál es nuestro objetivo? —preguntó Paul—. Abatir a Rabban, la bestia Harkonnen, y hacer de este planeta un mundo en el cual podamos vivir nosotros y nuestras familias en la felicidad y en la abundancia del agua. ¿Es este nuestro objetivo?

—Las tareas difíciles exigen métodos difíciles —dijo alguien.

—¿Acaso arrojáis vuestros cuchillos antes de la batalla? —preguntó Paul—. Os digo esto como un hecho, no como una bravata o un desafío: no hay ningún hombre aquí, incluido Stilgar, que pueda vencerme en combate singular. El propio Stilgar admite esto. El lo sabe, y todos vosotros también.

De nuevo se alzaron encolerizados murmullos entre la multitud.

—Muchos de vosotros os habéis batido conmigo en el terreno de prácticas —dijo Paul—. Sabéis que no es ninguna estúpida bravuconería. Digo esto porque es un hecho conocido por todos nosotros, y sería una estupidez si no lo reconociera yo mismo. Comencé a adiestrarme en estas artes mucho antes que vosotros, y aquellos que me enseñaron eran mucho más duros que cualquiera que vosotros hayáis afrontado nunca.

¿Cómo creéis sino que yo haya podido vencer a Jamis a una edad en la cual vuestros hijos aún juegan?

Está usando bien la Voz, pensó Jessica, pero con esta gente no es suficiente. Está bastante bien aislada de todo control verbal. Debe agredirles también con la lógica.

—Así pues —dijo Paul—, volvamos a esto —tomó el cilindro de mensajes, extrajo éste y lo mostró—. Esto fue tomado a un correo Harkonnen. Su autenticidad está fuera de toda duda. Está dirigido a Rabban. Dice que cualquier petición que haga de nuevas tropas será rechazada, que su producción de especia es inferior a la cuota, que debe extraer mucha más especia de Arrakis con la gente q ue posee.

Stilgar avanzó hasta situarse al lado de Paul.

—¿Cuántos de vosotros habéis comprendido lo que significa esto? —preguntó Paul—. Stilgar lo ha visto inmediatamente.

Paul devolvió el mensaje y el cilindro a su cintura. Tomó de su cuello una cinta de hilo shiga trenzado, sacó un anillo y lo mostró a la multitud.

—Este era el sello ducal de mi padre —dijo—. He jurado no llevarlo nunca hasta el día en que pueda conducir a mis tropas sobre todo Arrakis y reclamar el planeta como mi legítimo feudo —se puso el anillo en un dedo, y cerró el puño. El silencio en la caverna se hizo aún más profundo.

—¿Quién gobierna aquí? —preguntó Paul. Alzó su puño—. ¡Yo gobierno aquí! ¡Yo gobierno sobre cada centímetro cuadrado de Arrakis! ¡Este es mi feudo ducal, lo quiera o no el Emperador! ¡El se lo concedió a mi padre, y me corresponde a través de mi padre!

Paul se alzó sobre la punta de sus pies y observó la multitud, intentando captar sus emociones.

Casi, pensó.

—Aquí hay hombres que ocuparán posiciones importantes en Arrakis cuando reclame los derechos Imperiales que me pertenecen —dijo Paul—. Stilgar es uno de esos hombres. ¡No porque quiera corromperlo! Tampoco por gratitud, aunque yo sea uno de entre los muchos que hay aquí que le debemos la vida. ¡No! Sino porque es sabio y fuerte. Porque gobierna a su gente con su inteligencia y no sólo con las reglas. ¿Me creéis estúpido? ¿Pensáis que estoy dispuesto a cortarme el brazo derecho y dejarlo sangrando en el suelo de esta caverna sólo para proporcionaros un espectáculo?

Fulminó a la multitud con la mirada.

—¿Hay alguien aquí que se atreva a decir que no soy el legítimo gobernante de Arrakis? —preguntó—. ¿Acaso tengo que probarlo privando a todas las tribus del erg de su jefe?

Junto a Paul, Stilgar le dirigió una interrogadora mirada.

—¿Cómo podría privarme de una parte de nuestra fuerza en el momento en que estamos más necesitados de ella? —preguntó Paul—. Yo soy vuestro jefe, y os digo que debemos dejar de dedicarnos a matar a nuestros mejores hombres. ¡Por el contrario, debemos matar a nuestros verdaderos enemigos, a los Harkonnen!

En un gesto fulminante, Stilgar blandió su crys y lo apuntó hacia la multitud.

—¡Larga vida al Duque Paul-Muad’Dib! —exclamó.

Un rugido ensordecedor invadió la caverna, resonando en las paredes de roca:

—¡Ya hya chouhada! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Muad’Dib! ¡Ya hya chouhada!

¡Larga vida a los guerreros de Muad’Dib!, tradujo Jessica para sí misma. La escena que ella, Paul y Stilgar habían preparado había funcionado correctamente. El tumulto murió lentamente. Cuando se restableció el silencio, Paul hizo frente a Stilgar.

—Arrodíllate, Stilgar —dijo.

Stilgar dobló su rodilla sobre la plataforma.

—Dame tu crys —dijo Paul.

Stilgar obedeció.

Esto no lo habíamos planeado, pensó Jessica.

—Repite conmigo, Stilgar —dijo Paul, y recitó de memoria las palabras de la investidura tal como las había oído a su padre—: Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque.

—Yo, Stilgar, tomo este cuchillo de manos de mi Duque —dijo Stilgar, y aceptó la lechosa hoja que le tendía Paul.

—Clavaré esta hoja donde mi Duque me ordene —dijo Paul.

Stilgar repitió las palabras, con voz lenta y solemne.

Recordando las fuentes del ritual, Jessica sintió que las lágrimas acudían a sus ojos. Agitó la cabeza. Conozco las razones de esto, pensó. No tendría que conmoverme así.

—Dedico esta hoja a la causa de mi Duque y a la muerte de sus enemigos por tanto tiempo como la sangre corra por mis venas —dijo Paul.

Stilgar repitió tras él las palabras.

—Besa la hoja —ordenó Paul.

Stilgar obedeció y luego, a la manera Fremen, besó el brazo de Paul que en combate empuñaba el cuchillo. A una seña de Paul, guardó el cuchillo y se puso en pie. Un susurro de sorpresa recorrió la multitud, y Jessica oyó las palabras:

—La profecía… Una Bene Gesserit nos mostrará el camino y una Reverenda Madre lo verá. —Y luego, más lejos—: ¡Nos lo ha mostrado a través de su hijo!

—Stilgar es el jefe de esta tribu —dijo Paul—. Que nadie se engañe en esto. Stilgar gobierna con mi voz. Aquello que Stilgar os diga, es como si os lo hubiera dicho yo mismo.

Hábil, pensó Jessica. El jefe de la tribu no puede perder prestigio ante aquellos que deberán obedecerle.

Paul bajó la voz para decir:

—Stilgar, quiero mensajeros en el desierto esta noche, y ciélagos que convoquen una Reunión del Consejo. Cuando hayas hecho esto, toma a Chatt, Korba, Otheym y otros dos lugartenientes elegidos por ti. Tráelos a mis apartamentos para preparar los planes de batalla. Tenemos que poder mostrarle una victoria al Consejo de Jefes cuando lleguen. Paul hizo una seña a su madre para que le acompañara, abandonando la plataforma y abriéndose camino entre la multitud, dirigiéndose hacia el corredor central y a los apartamentos que le habían sido preparados. Mientras Paul avanzaba entre la multitud, muchas manos tocaron sus ropas y algunas voces le invocaron.

—¡Mi cuchillo obedecerá las órdenes de Stilgar, Paul-Muad’Dib! ¡Haznos combatir, Paul-Muad’Dib! ¡Haz que la sangre de los Harkonnen bañe nuestro mundo!

Sintiendo las emociones a su alrededor, Jessica captó los frenéticos deseos de luchar de aquella gente. Nunca habían estado más dispuestos. Les estamos arrastrando hasta las cimas más altas, pensó.

En la estancia interior, Paul indicó una silla a su madre.

—Espera aquí —dijo. Y atravesó las cortinas en dirección al corredor. Jessica permaneció sola en la silenciosa estancia después de que Paul se hubo ido, sin más sonidos que el débil zumbido de las bombas de viento que hacían circular el aire por el sietch.

Ha ido a buscar a Gurney Halleck para traerlo aquí, pensó. Y se maravilló por la extraña mezcla de emociones que la inundaba. Gurney y su música le evocaban tantos momentos felices en Caladan, antes de su partida hacia Arrakis. Pero parecía como si hubiera sido otra persona la que hubiera estado en Caladan. Habían transcurrido tres años desde entonces, pero realmente se había convertido en otra persona. El enfrentarse nuevamente a Gurney la forzaba a reflexionar en todos aquellos cambios que se habían producido en ella.

El servicio de café de Paul, de plata y jasmium, heredado de Jamis, se hallaba sobre una mesa baja a su derecha. Lo miró, pensando en cuántas manos habían tocado aquel metal. La propia Chani había servido a Paul aquél último mes.

¿Qué otra cosa puede hacer esa mujer del desierto por un Duque excepto servirle el café?, se dijo. No le aporta ningún poder, ninguna familia. Paul tan sólo tiene una gran posibilidad… aliarse con una Gran Casa poderosa, quizá incluso con la familia Imperial. Hay princesas en edad de matrimonio, después de todo, y cada una de ellas es una Bene Gesserit.

Jessica se imaginó así misma abandonando los rigores de Arrakis por la seguridad y el poder que le esperaban como madre de un consorte real. Miró los pesados tapices que cubrían las paredes rocosas de aquella celda, pensando en cómo había llegado hasta allí… cabalgando a lomos de gusanos, en los palanquines y en las plataformas cargadas de útiles y víveres necesarios para la inminente campaña.

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