Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Se volvió hacia sus hombres, que le seguían en formación dispersa. Buenos elementos, incluso los nuevos a los que no había tenido tiempo de someter a prueba. Buenos elementos. No necesitaba tener que repetirles constantemente lo que tenían que hacer. No se apreciaba el destello de ningún escudo entre ellos. No había cobardes en su grupo llevando consigo algún escudo que pudiera atraer a un gusano y arruinar todo el trabajo de recogida de la especia.

Desde el lugar donde se encontraba, en una elevación entre las rocas, Gurney veía claramente la oscura mancha de la especia, a medio kilómetro de distancia aproximadamente, y el tractor acercándose a su centro. Alzó la vista hacia la protección aérea, calculando su cota… no demasiado alta. Asintió para sí mismo y reemprendió la ascensión.

En aquel instante, la cresta estalló.

Doce cegadores chorros de llamas rugieron hacia arriba, en dirección a los tópteros y al ala de acarreo. Al mismo tiempo, un horrísono fragor metálico le llegó desde el tractor, y las rocas en torno a Gurney empezaron a vomitar hombres encapuchados. Gurney tuvo tiempo de pensar: ¡Por los cuernos de la Gran Madre! ¡Cohetes! ¡Están utilizando cohetes!

Luego se encontró frente a frente con una figura encapuchada agazapada sobre sí misma, con un crys en la mano apuntándole. Otros dos hombres saltaron de las rocas, a su izquierda y a su derecha. Sólo los ojos del guerrero frente a él eran visibles para Gurney, entre la capucha y el velo del albornoz color arena, pero su actitud y la tensión en que se mantenía encogido, preparado para saltar, le advirtieron que se trataba de un combatiente hábil y entrenado. Sus ojos tenían el azul de los Fremen del desierto profundo.

Gurney movió una mano hacia el cuchillo, manteniendo los ojos fijos en el crys del otro. Si se atrevían a usar cohetes, esto quería decir que disponían de otras armas a proyectiles. Aquel momento requería una extrema cautela. Por el ruido sabía que la mayor parte de su cobertura aérea había sido abatida. A sus espaldas se oían gruñidos, imprecaciones, un rumor de lucha.

Los ojos de su adversario habían seguido el movimiento de la mano de Gurney hacia su cuchillo, para fijarse luego en sus propios ojos.

—Deja el cuchillo en su funda, Gurney Halleck —dijo el hombre. Gurney vaciló. Aquella voz tenía un sonido extrañamente familiar, pese a la distorsión producida por el filtro del destiltraje.

—¿Conoces mi nombre? —dijo.

—No necesitas el cuchillo conmigo, Gurney —dijo el hombre. Se irguió, introdujo su crys en la funda bajo sus ropas—. Di a tus hombres que cesen en su inútil resistencia. El hombre echó hacia atrás la capucha y retiró su filtro.

El shock producido por lo que vio tensó los músculos de Gurney. Por un momento creyó hallarse contemplando el fantasma del Duque Leto Atreides. Luego, la comprensión fue llegando lentamente.

—Paul —jadeó. Y más fuerte—: Paul, ¿eres realmente tú?

—¿No crees en tus propios ojos? —preguntó Paul.

—Se decía que estabas muerto —dijo Gurney con voz ronca. Dio medio paso hacia adelante.

—Di a tus hombres que se rindan —ordenó Paul. Señaló hacia abajo, a las estibaciones inferiores de la cresta.

Gurney se volvió, reluctante, sin acabar de decidirse a apartar sus ojos de Paul. Vio tan sólo algunos combatientes aislados. Los encapuchados hombres del desierto parecían estar en todas partes. El tractor estaba inmóvil y silencioso, con un grupo de Fremen encima de él. No se oía a ningún aparato sobre sus cabezas.

—¡Alto la lucha! —gritó Gurney. Inspiró profundamente, hizo bocina con las manos y repitió—: ¡Aquí Gurney Halleck! ¡Alto la lucha!

Lentamente, las figuras que luchaban se separaron. Ojos interrogantes se volvieron hacia él.

—¡Son amigos! —gritó Gurney.

—¡Vaya amigos! —respondió una voz—. ¡La mitad de nuestra gente ha muerto!

—Ha sido un error —dijo Gurney—. No lo empeoréis.

Se volvió de nuevo hacia Paul, mirando fijamente a sus azules ojos enteramente Fremen.

Una sonrisa afloró a la boca de Paul, pero había una dureza en aquella expresión que a Gurney le recordó al Viejo Duque, el abuelo de Paul. Vio entonces una serie de detalles en Paul que nunca había visto antes en los Atreides: un cuerpo delgado y nervioso, una piel coriácea, una mirada atenta y calculadora.

—Se decía que estabas muerto —repitió Gurney.

—Y me ha parecido que la mejor protección es que sigan creyéndolo —dijo Paul. Gurney se dio cuenta de que aquella sería la única disculpa que oiría nunca por haber sido abandonado a sus propios recursos, dejándole creer que el joven Duque… su amigo, había muerto. Se preguntó entonces si quedaba aún en él algo del muchacho que había conocido y al que había adiestrado en el arte de la lucha.

Paul avanzó un paso hacia Gurney, sintiendo que algo le escocía en los ojos.

—Gurney…

Pareció que todo ocurriera sin el concurso de sus voluntades: se encontraron el uno en brazos del otro, palmeándose las espaldas, comprobando el reconfortante contacto de la sólida carne.

—¡Condenado muchacho! ¡Condenado muchacho! —repetía una y otra vez Gurney. Y Paul:

—¡Gurney! ¡Viejo Gurney!

Luego se separaron, mirándose el uno al otro. Gurney inspiró profundamente.

—Así que es gracias a ti que los Fremen son tan hábiles en las tácticas de batalla. Tendría que haberlo comprendido. Hacen cosas que sólo yo podría hacer. Si tan sólo hubiera comprendido… —agitó la cabeza—. Si tan sólo hubieras enviado un mensaje, muchacho. Nada hubiera podido detenerme. Hubiera venido corriendo y… Una expresión en los ojos de Paul le interrumpió… una expresión dura, calculadora. Gurney suspiró.

—Y alguien, seguro, se hubiera preguntado por qué Gurney Halleck se había ido tan precipitadamente, y alguien hubiera hecho algo más que formularse simples preguntas. Hubieran iniciado una caza para buscar las respuestas.

Paul asintió, observando a los Fremen que estaban esperando a su alrededor… las curiosas miradas valorativas en los rostros de los Fedaykin. Apartó la vista de sus comandos de la muerte y la volvió a posar en Gurney. El haber encontrado a su viejo maestro de armas le llenaba de alegría. Era como un feliz presagio, la señal de que el curso del futuro le sería propicio.

Con Gurney a mi lado…

Miró más allá de la cresta y de los Fedaykin, estudiando a los contrabandistas que habían venido con Gurney.

—¿De qué lado están tus hombres, Gurney? —preguntó.

—Todos son contrabandistas —dijo Gurney—. Están del lado donde hay beneficios.

—Nuestra aventura promete muy pocos beneficios —dijo Paul, y captó el imperceptible gesto que le había hecho Gurney con su mano derecha… el viejo código manual de otros tiempos. Le estaba diciendo que entre los contrabandistas había hombres en los que uno no podía confiar.

Llevó una mano a sus labios para indicar que había comprendido, y alzó la mirada hacia los hombres que permanecían de guardia entre las rocas. Vio allí a Stilgar. El recuerdo de su problema aún no solucionado con Stilgar enfrió en parte su alegría.

—Stilgar —dijo—, este es Gurney Halleck, del que me has oído hablar. El maestro de armas de mi padre, uno de los que me enseñaron a combatir, un viejo amigo. Puede confiarse en él para cualquier aventura.

—Entiendo —dijo Stilgar—. Tú eres su Duque.

Paul observó el oscuro rostro encima suyo, preguntándose qué razones habían impelido a Stilgar a decir precisamente aquello. Su Duque. Había habido una extraña, sutil entonación en la voz de Stilgar, como si quisiera decir alguna otra cosa. Y esto no era propio de Stilgar, que era un jefe Fremen, un hombre que decía lo que pensaba.

¡Mi Duque!, pensó Gurney. Miró a Paul como si le viera por primera vez. Sí; con Leto muerto, el título recae sobre los hombros de Paul.

El esquema de la guerra de los Fremen en Arrakis adquirió una nueva fisonomía en la mente de Gurney. ¡Mi Duque! Algo que ya estaba muerto en las profundidades de su consciencia empezó de nuevo a vivir. Sólo en parte oyó a Paul ordenando que los contrabandistas fueran desarmados hasta el momento de ser interrogados. La mente de Gurney volvió a la realidad cuando oyó protestar a algunos de sus hombres. Agitó la cabeza y se volvió.

—¿Estáis sordos? —gritó—. Este es el legitimo Duque de Arrakis. Haced lo que os ordena.

Gruñendo, los contrabandistas se resignaron.

Paul se acercó a Gurney, hablando en voz baja.

—Nunca hubiera esperado que cayeras en esa trampa, Gurney.

—He sido bien castigado —dijo Gurney—. Estoy por apostar que aquella mancha de especia no tiene más espesor que un grano de arena, un cebo para atraernos.

—Ganarías tu apuesta —dijo Paul. Miró a los hombres que iban siendo desarmados—.

¿Hay algunos otros hombres de mi padre entre tu equipo?

—Ninguno. Están todos dispersos. Algunos están entre los comerciantes libres. Muchos han gastado todas sus ganancias en irse de este lugar.

—Pero tú te quedaste.

—Yo me quedé.

—Porque Rabban está aquí —dijo Paul.

—Pensé que no me quedaba nada excepto la venganza —dijo Gurney. Un grito extrañamente sincopado resonó en la cima de la cresta. Gurney miró hacia arriba y vio a un Fremen agitando un pañuelo.

—Se acerca un hacedor —dijo Paul. Avanzó hacia un espolón rocoso, seguido por Gurney, y miró hacia el sudoeste. La ola de arena levantada por el gusano era visible a mitad de camino entre las rocas y el horizonte, un rastro coronado de polvo que cortaba directamente el desierto en dirección a ellos.

—Es un ejemplar grande —dijo Paul.

Un estrépito metálico procedente de la factoría sonó a sus espaldas. La gran masa estaba girando sobre sí misma como un gigantesco insecto, moviéndose pesadamente hacia las rocas.

—Lástima que no hayamos podido salvar el ala de acarreo —dijo Paul. Gurney le miró, observando después las manchas de humeantes restos en el desierto, donde el ala y los ornitópteros habían sido abatidos por los cohetes Fremen. Sintió un repentino dolor por los hombres perdidos allí… sus hombres.

—Tu padre hubiera llorado más bien por los hombres que no había podido salvar —dijo.

Paul le dirigió una dura mirada, luego bajó los ojos.

—Eran tus amigos, Gurney —dijo—. Te comprendo. Para nosotros, sin embargo, eran unos intrusos. Podían ver cosas prohibidas. Tú también tendrías que comprenderlo.

—Comprendo perfectamente —dijo Gurney—. Ahora, me siento curioso por ver lo que no tenía que ver.

Paul alzó los ojos y reconoció aquella sonrisa de viejo lobo que tan bien conocía, el surco de la cicatriz de estigma a lo largo de la mejilla del hombre. Gurney señaló con la cabeza al desierto bajo ellos. Los Fremen continuaban con sus tareas. No parecían estar en absoluto preocupados por la rápida aproximación del gusano.

Les llegó un martilleo sordo procedente de las dunas abiertas más allá de la falsa mancha de especia… un sordo pulsar que hacía vibrar la roca bajo sus pies. Gurney vio a los Fremen dispersarse por la arena, a lo largo del camino del gusano. Y el gusano estaba ahora ya muy cerca, como un gigantesco pez de arena, abriendo la superficie con su cresta, sus anillos reluciendo y retorciéndose. Desde su privilegiada posición sobre el desierto, Gurney pudo seguir la captura del gusano… el atrevido salto del primer hombre con los garfios, el giro de la criatura, y después todo el grupo de hombres escalando la moviente colina del flanco del gusano.

—Eso es algo de lo que no tendrías que haber visto —dijo Paul.

—Circulan muchas historias y rumores —dijo Gurney—. Pero no es una cosa que se pueda creer sin haberla visto. —Agitó la cabeza—. La criatura que todos los hombres de Arrakis temen, y vosotros la usáis como un animal de monta.

—Oíste a mi padre hablar del poder del desierto —dijo Paul—. Ahí está. La superficie de este planeta es nuestra. No hay tormenta ni criaturas que puedan detenernos. Nosotros, pensó Gurney. Se refiere a los Fremen. Está hablando de sí mismo como de uno de ellos. Miró nuevamente al azul de especia de los ojos de Paul. Sabía que también sus propios ojos tenían un toque de este color, pero los contrabandistas podían obtener alimentos de otros planetas, y había una sutil implicación de castas entre ellos según el tono y la intensidad de los ojos. Cuando un hombre se convertía en demasiado parecido a los indígenas se decía de él que había tomado «un toque de especia». Y había siempre un cierto desprecio en esta expresión.

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