No le desafiaré si puedo evitarlo, pensó. Si hay otra manera de impedir el jihad…
—Para la comida de la tarde y la plegaria nos detendremos en la Caverna de los Pájaros, al otro lado de la Cresta Habbanya —dijo Stilgar. Clavó él mismo unos garfios para equilibrar la marcha del hacedor, y señaló una lejana barrera rocosa que surgía en el desierto.
Paul estudió la cordillera, las grandes vetas rocosas que se alzaban como gigantescas olas. Ningún rastro de verdor, ninguna flor ablandaba la rigidez de aquel horizonte. Más allá de las montañas se abría la vía del sur, diez días y diez noches como mínimo, a la máxima velocidad posible de un hacedor.
Veinte martilleadores.
El camino les llevaría mucho más lejos de las patrullas Harkonnen. Sabía cómo era: sus sueños se lo habían mostrado. Un día, mientras seguían avanzando hacia el sur, habría un leve cambio en el color del horizonte… algo casi imperceptible, casi una ilusión debida a la esperanza… y entonces llegarían al nuevo sietch.
—¿Muad’Dib está de acuerdo con mi decisión? —preguntó Stilgar. Había un levísimo toque de sarcasmo en su voz, pero los oídos Fremen a su alrededor, alertas a la menor variación en el grito de un pája ro o al mensaje desgranado por un ciélago, captaron el sarcasmo y miraron a Paul, esperando su reacción.
—Stilgar oyó mi juramento de lealtad cuando consagramos a los Fedaykin —dijo Paul—. Mis comandos de la muerte saben que hablo con honor. ¿Acaso Stilgar duda de ello?
Había un sincero dolor en la voz de Paul. Stilgar lo captó y bajó los ojos.
—Nunca dudaré de Usul, el compañero de mi sietch —dijo—. Pero tú eres PaulMuad’Dib, el Duque Atreides, y tú eres el Lisan al-Gaib, la Voz del Otro Mundo. A esos hombres no los conozco.
Paul volvió la mirada para fijarla en la Cresta Habbanya, surgiendo del desierto frente a ellos. Bajo sus pies, el hacedor estaba aún lleno de fuerza y voluntad. Podría transportarles a una distancia de casi el doble que cualquier otro gusano. Lo sabía. Ninguno, ni siquiera en las fábulas que se contaban a los niños, podía ser parangonado con aquel viejo del desierto. Paul comprendió que aquel sería el inicio de una nueva leyenda.
Una mano le aferró el hombro.
Paul la miró, siguió el brazo hasta alcanzar el rostro que se hallaba al otro extremo… los oscuros ojos de Stilgar brillando entre la máscara del filtro y la capucha del destiltraje.
—El hombre que guió el Sietch Tabr antes de mí —dijo Stilgar— era mi amigo. Compartimos los mismos peligros. Más de una vez me debió su vida… como yo le debía la mía.
—Yo soy tu amigo, Stilgar —dijo Paul.
—Nadie puede dudarlo —dijo Stilgar. Apartó su mano y se alzó de hombros—. Así tendrá que ser.
Paul comprendió que Stilgar estaba demasiado inmerso en las costumbres Fremen como para considerar siquiera la existencia de alguna otra posibilidad. Allí un jefe tenía que morir para abandonar las riendas del poder a otro. Y Stilgar era un naib a este respecto.
—Debemos dejar este hacedor en arenas profundas —dijo Paul.
—Sí —admitió Stilgar—. Andaremos desde aquí hasta la caverna.
—Lo hemos cabalgado mucho tiempo —dijo Paul—. Ahora va a enterrarse en la arena y dormir durante uno o dos días.
—Tú eres el mudir de la arena —dijo Stilgar—. Di cuando… —se interrumpió, mirando al cielo hacia el este.
Paul siguió su mirada. El azul de la especia en sus ojos hacía el cielo más oscuro, de un intenso azul, en el cual se destacaba en un violento contraste un lejano y rítmico parpadeo.
¡Un ornitóptero!
—Un pequeño tóptero —dijo Stilgar.
—Tal vez un explorador —dijo Paul—. ¿Crees que nos haya visto?
—A esta distancia tan sólo somos un gusano en la superficie —dijo Stilgar. Hizo un rápido gesto con su mano izquierda—. Abajo. Dispersaos por la arena. Los Fremen se dejaron deslizar por los flancos del gusano, saltando a la arena y confundiéndose con ella bajo sus capas. Paul registró el lugar donde había caído Chani. Poco después, sólo quedaban él y Stilgar a lomos del animal.
—Primero en subir, último en bajar —dijo Paul.
Stilgar asintió, deslizándose con ayuda de sus garfios y saltando a la arena. Paul esperó hasta que el hacedor estuvo a una prudente distancia, y entonces soltó sus garfios. Aquel era el momento más delicado, con un gusano que aún no estaba completamente exhausto.
Liberado de los aguijones y de los garfios, el enorme gusano se hundió en la arena. Paul corrió con paso ligero a lo largo del gigantesco lomo, eligió con precisión el momento y saltó. Cayó sobre la arena y siguió corriendo, precipitándose hacia el lado liso de una duna como le habían enseñado, y escondiéndose bajo una cascada de arena que cubrió sus ropas.
Ahora, esperar…
Paul se volvió cuidadosamente, hasta distinguir una franja de cielo entre los bordes de sus ropas. Imaginó a los demás haciendo exactamente lo mismo a lo largo del camino seguido por el gusano.
Oyó el batir de las alas del tóptero antes incluso de verlo. Luego hubo un silbido de los chorros, y el aparato pasó sobre el sendero trazado en el desierto, giró en un amplio arco y se dirigió hacia las rocas.
Un tóptero sin identificaciones, observó Paul.
Desapareció de su vista, tras la Cresta Habbanya.
El grito de un pájaro resonó sobre el desierto. Luego otro.
Paul se liberó de la arena y escaló hasta el borde de su duna. Otras figuras se levantaron a lo largo de una línea sobre los bordes de las dunas. Reconoció a Chani y a Stilgar entre ellas.
Stilgar señaló hacia la cresta montañosa.
Se reunieron y se pusieron en marcha sobre la arena, con el ritmo desacompasado que no atraía a los hacedores. Stilgar se reunió con Paul en la cresta de una duna endurecida por el viento.
—Era un aparato contrabandista —dijo Stilgar.
—Así parecía —dijo Paul—. Pero estamos demasiado lejos en el desierto para los contrabandistas.
—También ellos tienen sus problemas con las patrullas —dijo Stilgar.
—Si llegan tan lejos en el desierto —dijo Paul—, eso quiere decir que pueden ir más lejos todavía.
—Exacto.
—No sería bueno que pudieran ver lo que estamos haciendo más al sur. Los contrabandistas también venden información.
—¿No crees que estaban cazando especia? —preguntó Stilgar.
—En este caso, tendría que haber un ala de acarreo y un tractor en algún lugar cercano —dijo Paul—. Nosotros tenemos especia. Tendamos una trampa en la arena y capturemos algunos contrabandistas. Deben aprender que esta es nuestra tierra, y nuestros hombres necesitan hacer prácticas con sus nuevas armas.
—Ahora es Usul quien está hablando —dijo Stilgar—. Usul piensa como un Fremen. Pero Usul debe tomar decisiones que llevan hasta una terrible finalidad, pensó Paul. Y la tormenta se condensó.
CAPÍTULO XLIII
Cuando la ley y el deber son una sola cosa, unida a la religión, uno pierde algo de su consciencia. Entonces, uno es algo menos que un individuo completo.
De «Muad’Dib: Las noventa y nueve maravillas del universo», por la Princesa Irulan.
La factoría de especia de los contrabandistas, con su ala de acarreo y su anillo de zumbantes ornitópteros, avanzaba sobre las dunas como si fuera una reina rodeada por su cohorte de insectos. Algunas crestas rocosas de escasa altura aparecieron en su camino, parecidas a una imitación en miniatura de la Muralla Escudo. La última tormenta había barrido completamente la arena de las rocas.
En la burbuja de mandos de la factoría, Gurney Halleck se inclinó hacia adelante, ajustó las lentes de aceite de sus binoculares y exploró el paisaje. Más allá de la cresta vio una mancha oscura que podía ser una explosión de especia, e hizo una señal al ornitóptero más cercano para que fuera a investigar.
El tóptero osciló sobre sus alas, indicando que había recibido el mensaje. Se apartó del enjambre, picando hacia la zona más oscura de arena, y dio una vuelta sobre el área lanzando los dardos de sus detectores hacia la superficie.
Casi inmediatamente replegó sus alas y se lanzó en picado, girando en círculo y confirmando así a la factoría que aguardaba, que aquel era un depósito de especia. Gurney bajó sus binoculares, observando que los demás también habían visto la señal. Le gustaba aquel lugar. La cresta rocosa ofrecía una cierta protección. Estaban en la profundidad del desierto, era un lugar poco adecuado para una emboscada… sin embargo… Gurney indicó a un aparato que sobrevolara las rocas y envió a otros a tomar posiciones en distintos puntos rodeando la zona… no a mucha altitud para evitar ser descubiertos por los detectores Harkonnen de largo alcance.
Pero dudaba que las patrullas Harkonnen se aventurasen tan lejos hacia el sur. Aquel era un territorio Fremen.
Gurney revisó sus armas, maldiciendo el hecho que hacía los escudos inutilizables allí. Cualquier cosa que pudiera atraer a un gusano debía ser evitada a toda costa. Se frotó su cicatriz de estigma a lo largo de su mejilla, estudiando el lugar, y decidió que sería más seguro descender con un grupo de hombres a pie, entre las rocas. La inspección a pie seguía siendo aún la más segura. Uno no era nunca demasiado prudente cuando los Fremen y los Harkonnen se cortaban mutuamente el cuello.
Eran los Fremen sin embargo los que le preocupaban ahora. La especiales importaba poco, pero se mostraban como unos verdaderos demonios si alguien metía un pie en un territorio que consideraban prohibido. Y, desde hacía una temporada, eran diabólicamente astutos.
Gurney consideraba insoportable la astucia y el valor en combate de aquellos nativos. Desplegaban un sofisticado conocimiento del arte de la guerra como nunca había encontrado, él que había sido adiestrado por los mejores combatientes del universo antes de participar en batallas donde tan sólo sobrevivían los más fuertes. Examinó nuevamente el desierto, preguntándose de dónde provenía su creciente inquietud. Quizá el gusano que habían visto.. pero estaba lejos, al otro lado de la cresta. Una cabeza apareció al lado de Gurney… el comandante de la factoría, un viejo pirata barbudo y tuerto, con un ojo azul y unos dientes de color lechoso a causa de su dieta de especia.
—Parece un yacimiento rico, señor —dijo el comandante de la factoría —. ¿Vamos allá?
—Sitúate en el borde de aquella cresta —ordenó Gurney—. Déjame desembarcar con mis hombres. Podrás avanzar hasta la especia desde ahí. Yo y mis hombres echaremos un vistazo desde esas rocas.
—De acuerdo.
—En caso de problemas —dijo Gurney—, salva la factoría. Nosotros escaparemos en los tópteros.
El comandante de la factoría saludó.
—De acuerdo, señor —desapareció a través de la abertura.
Gurney escrutó de nuevo el horizonte. No podía desechar la posibilidad de que allí hubiera Fremen: estaban cruzando su territorio. Los Fremen le preocupaban, con su imprevisibilidad y dureza. Y había otras cosas que le contrariaban en aquel trabajo, pero los beneficios eran grandes. El hecho de que fuera imposible enviar a los exploradores a mayor altura, por ejemplo. La necesidad de guardar silencio a través de la radio era otra cosa que aumentaba su inquietud.
La factoría giró, iniciando el descenso. Se deslizó suavemente en dirección a la árida playa al pie de las rocas. Sus cadenas tocaron la arena.
Gurney abrió la burbuja y se soltó el cinturón de seguridad. En el instante en que la factoría se detenía estaba ya en pie, saliendo fuera mientras el domo se cerraba a sus espaldas, deslizándose a lo largo de la cadena ayudándose con manos y pies y saltando a la arena más allá de la red de emergencia. Los cinco hombres de su guardia personal salieron con él, emergiendo por la escotilla delantera. Otros soltaron la factoría del ala de acarreo. Esta alzó el vuelo, empezando a trazar círculos sobre la factoría. Inmediatamente las cadenas de la factoría se pusieron en movimiento, apartándola de la cresta rocosa en dirección a la oscura mancha de especia en medio de la arena. Un tóptero se lanzó en picado y tomó tierra en sus inmediaciones. Otro lo siguió, y luego otro. Vomitaron los pelotones de Gurney, y volvieron a alzar el vuelo. Gurney probó sus músculos en el destiltraje, tensándolos. Se quitó la máscara y el filtro de la cara, perdiendo humedad para cumplir una necesidad más imperiosa: obtener toda la potencia de su voz para gritar sus órdenes. Empezó a escalar las rocas, tanteando el terreno: guijarros y arena gruesa bajo sus pies, y el característico olor de la especia. Un buen emplazamiento para una base de emergencia, pensó. Sería provechoso enterrar algunos pertrechos aquí.