Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

Miró los garfios de doma en su mano izquierda, pensando en que sólo tendría que irlos cambiando a lo largo de la curva del inmenso costado del hacedor para que la criatura contrajese el cuerpo y se curvara hacia el lado requerido, guiándolo así hacia donde quisiera. Había visto ya hacerlo. Había realizado cortos trayectos de entrenamiento a lomos de un gusano. El gusano capturado podía ser cabalgado hasta que se detenía exhausto entre las dunas, y entonces era preciso llamar a un nuevo hacedor. Una vez hubiera superado aquella prueba, Paul sabía que estaría cualificado para realizar el viaje de veinte martilleadores hasta las tierras del sur… para permanecer un tiempo y descansar entre los palmerales y los nuevos sietch donde habían sido conducidos las mujeres y los niños escapando del pogrom.

Levantó la cabeza y miró al sur, recordando que el hacedor que iba a surgir era un factor desconocido, y que igualmente el que lo llamaba era nuevo en aquella prueba.

—Debes calcular con cuidado su aproximación —le había explicado Stilgar—. Debe estar lo suficientemente cerca como para poder saltar a su lomo cuando pase a tu lado, y lo suficientemente lejos como para evitar que te engulla.

Con una brusca decisión, Paul soltó el pestillo del martilleador. El péndulo empezó a girar y a golpear la arena con su reclamo: «Bum… bum… bum. . . »

Se irguió, escrutando el horizonte, recordando las palabras de Stilgar:

—Examina atentamente su línea de aproximación. Recuérdalo, un gusano muy raramente se acerca a un martilleador sin hacerse ver. De todos modos, escucha. Quizá puedas oírlo antes incluso que verlo.

Y las palabras de Chani, susurradas en el corazón de la noche, recomendándole prudencia en mitad de su miedo, volvieron a su mente:

—Cuando te halles en el sendero de un hacedor, debes permanecer inmóvil y silencioso. Debes ser y pensar como un puñado de arena. Ocúltate en tus ropas y conviértete en una pequeña duna en lo más profundo de ti mismo. Lentamente, Paul exploró el horizonte, escuchando, buscando los signos que le habían sido indicados.

Surgió del sudeste: un silbido lejano, un susurro de la arena. Luego distinguió el perfil de la criatura que avanzaba contra la luz del alba, y se dio cuenta de que nunca había visto un gusano tan grande, nunca había oído hablar de uno de este tamaño. Tendría casi tres kilómetros de largo, y la ola de arena que levantaba su cabeza parecía como el acercarse de una montaña.

Esto es algo que nunca he visto, ni en mis visiones ni en mi vida, se dijo Paul. Se apresuró hacia adelante, hacia el camino de la cosa que se acercaba, enteramente absorbido por los imperativos de aquel momento.

CAPÍTULO XLI

«Controlad la moneda y las alianzas… dejad que la chusma se quede con el resto.»
Esto es lo que os dice el Emperador Padishah. Y añade: «Si queréis beneficios, tenéis que dominar.» Hay verdad en estas palabras, pero yo me pregunto: «¿Dónde está la chusma, y dónde están los dominados?»

Mensaje Secreto de Muad’Dib al Landsraad, de «El despertar de Arrakis», por la Princesa Irulan.

Un pensamiento no solicitado llegó a la mente de Jessica: Paul va a ser sometido a la prueba del caballero de la arena en cualquier momento. Han intentado ocultarme este hecho, pero es evidente.

Y Chani ha partido hacia algún misterioso destino.

Jessica estaba sentada en su sala de reposo, aprovechando un momento de descanso entre las clases nocturnas. Era una estancia agradable, no tan amplia como la que la había acogido en el Sietch Tabr antes de su huida del pogrom. Sin embargo, las alfombras eran mullidas, los almohadones blandos, había una mesita baja de café al alcance de la mano, multicolores tapices en las paredes, y suaves globos de luz amarilla. La estancia estaba impregnada del acre y característico antiguo olor de los sietch Fremen, que había terminado por asociar a un sentimiento de seguridad. Sin embargo, sabía que nunca conseguiría superar la sensación de encontrarse en un lugar extranjero. Era una diferencia que ninguna alfombra, ningún tapiz conseguirían eliminar.

Un débil tintineo-tamborileo-palmeo penetró en la sala de reposo. Jessica reconoció la celebración de un nacimiento, probablemente Subiay. Ya había cumplido. Y Jessica sabía que muy pronto le traerían al bebé, un querubín de ojos azules, para que la Reverenda Madre lo bendijera. Sabía también que su hija Alia participaría en la celebración y le informaría de todos los detalles.

Aún no era el momento de la plegaria nocturna de la separación. No habrían iniciado la celebración de un nacimiento a tan poca distancia de la ceremonia en la que se lloraban las incursiones en busca de esclavos de Poritrin, Bela Tegeuse, Rossak y Harmonthep. Jessica suspiró. Sabía que intentaba no pensar en su hijo y en los peligros que debía afrontar… los pozos trampa con sus púas emponzoñadas, las incursiones de los Harkonnen (aunque éstas se habían vuelto más raras gracias a las nuevas armas que Paul había procurado a los Fremen para abatir vehículos aéreos e incursiones), y los peligros naturales del desierto… los hacedores y la sed y los abismos de polvo. Pensó llamar para el café y al mismo tiempo reflexionó acerca de la paradoja que representaba el modo de vivir de los Fremen: la comodidad de aquellos sietch y cavernas, en comparación con los pyons de los graben; y sin embargo, cómo resistían mucho mejor un harj a través del desierto de lo que resistiría cualquier mercenario Harkonnen. Una oscura mano apareció entre los cortinajes, a su lado, depositó una taza sobre la mesilla y se retiró. De la taza se elevó el aroma del café de especia. Una ofrenda por la celebración del nacimiento, pensó Jessica. Tomó el café y bebió un sorbo, sonriéndose a sí misma. ¿En qué otra sociedad de nuestro universo, se dijo, una persona en mi posición aceptaría una bebida anónima y la bebería sin miedo? Ahora puedo alterar cualquier veneno antes de que empiece a hacerme efecto, pero el donante no lo sabe.

Bebió la taza, saboreando la energía y el vigor de su contenido, caliente y delicioso. Y se preguntó qué otra sociedad mostraría aquel respeto natural por su intimidad y confort, hasta el punto de que el donante se introducía en su estancia tan sólo el tiempo suficiente para depositar su presente, sin siquiera presentarse a ella. Había respeto y amor en aquel obsequio… con tan sólo una ligerísima huella de miedo. Otro elemento del incidente la forzó luego a reflexionar: había pensado en café, y este había aparecido. No había nada de telepatía allí, lo sabía. Era el tau, la unidad en la comunidad del sietch, una compensación al sutil veneno de la especia que todos asimilaban. La gran masa de la gente no podía esperar alcanzar nunca la iluminación que le había conferido la semilla de especia; no habían sido entrenados ni preparados para ello. Sus mentes rechazaban aquello que no podían comprender o aceptar. Pero a veces percibían y reaccionaban como un único organismo.

¿Ha superado Paul su prueba en la arena?, se preguntó Jessica. Es capaz de ello, pero incluso los más capaces pueden sufrir un accidente.

La espera.

Es la monotonía, pensó. No se puede esperar así tanto tiempo. La monotonía de la espera te invade.

La espera impregnaba de muchas maneras su vida.

Estamos aquí desde hace más de dos años, pensó, y tendrá que pasar como mínimo el doble de tiempo para que podamos atrevernos no ya a arrancar Arrakis de las manos del gobernador Harkonnen, el Mudir Nahya, la Bestia Rabban, sino tan sólo a pensar en ello.

—¿Reverenda Madre?

La voz al otro lado de los cortinajes era la de Harah, la otra mujer en la casa de Paul.

—Sí, Harah.

Los cortinajes se abrieron y Harah pareció deslizarse a través de ellos. Llevaba sandalias de sietch y una túnica roja y amarilla que dejaba al descubierto sus brazos hasta casi los hombros. Sus cabellos negros estaban peinados hacia atrás, con la raya en medio, y parecían los élitros de un insecto, planos y brillantes contra su cabeza. Sus rasgos de ave de presa parecían ceñudos.

Tras Harah entró Alia, una niña de unos dos años.

Viendo a su hija, Jessica se sintió impresionada una vez más por la semejanza de la niña con Paul, a su misma edad… la misma solemnidad en la interrogadora mirada de sus grandes ojos, los negros cabellos y la firmeza del trazo de su boca. Pero había sutiles diferencias, y era a causa de ellas que la mayor parte de los adultos encontraban a Alia inquietante. La niña —un poco más que una lactante— se comportaba con una calma y una seguridad insólitas para su edad. Los adultos se sentían impresionados cuando se echaba a reír ante un sutil juego de palabras acerca del sexo. O cuando, prestando oído a su voz infantil, indistinta aún a causa del paladar blando todavía no formado, descubrían en sus palabras observaciones que testimoniaban una experiencia imposible en un bebé de dos años.

Harah se hundió en un montón de almohadones con un exasperado suspiro, y frunció el ceño hacia Alia.

—Alia —Jessica invitó a su hija a que se acercara.

La niña se acercó a su madre, dejándose caer a su vez en un almohadón y aferrándole una mano. El contacto de la carne reactivó aquella mutua consciencia que habían compartido antes del nacimiento de Alia. No era una participación de pensamientos… aunque había algo de ello cuando Jessica transformaba el veneno de la especia durante una ceremonia. Era algo más amplio, una consciencia inmediata de otro destello de vida, una resonancia nerviosa que emocionalmente las convertía en una sola persona. Con la formalidad requerida para un miembro de la casa de su hijo, Jessica dijo:

—Subakh ul kuhar, Harah. ¿Te hallas en buena salud?

—Subakh un nar —respondió Harah con la misma tradicional formalidad—. Estoy bien. Las palabras estaban desprovistas de tono. Suspiró de nuevo.

Jessica notó que Alia estaba divertida.

—La ghanima de mi hermano está disgustada conmigo —dijo Alia con su ligero balbuceo.

Jessica observó el término que había usado Alia para referirse a Harah… ghanima. La sutileza del lenguaje Fremen daba a esta palabra el sentido de «algo conquistado en combate», y el modo en que era pronunciada implicaba que esta «algo» no era usado para su función original. Un ornamento, como una punta de lanza usada de contrapeso para una cortina.

Harah miró ceñudamente a Alia.

—No intentes insultarme, niña. Conozco cual es mi lugar.

—¿Qué es lo que has hecho esta vez, Alia? —preguntó Jessica.

—No sólo se ha negado a jugar con los otros niños —respondió Harah—, sino que se ha entrometido en…

—Me he escondido entre los cortinajes y he visto al hijo de Subiay que nacía —dijo Alia—. Es un niño. Lloraba y lloraba. ¡Qué pulmones! Cuando ha llorado bastante…

—Ha salido y lo ha tocado —dijo Harah—, y el niño ha dejado de llorar. Todos saben que un niño Fremen debe llorar cuando nace, en el sietch, porque luego ya no podrá volver a llorar en el curso de un hajr.

—Ya había llorado bastante —dijo Alia—. Sólo quería sentir su destello, su vida. Eso es todo. Y cuando me ha oído, ya no ha vuelto a llorar.

—Todo esto ha provocado nuevos comentarios entre la gente —dijo Harah.

—¿Es sano el chico de Subiay? —preguntó Jessica. Veía que había algo que preocupaba a Harah, y se preguntaba qué sería.

—Tan sano como una madre puede desear —dijo Harah Saben que Alia no le ha hecho ningún daño. No les importa que lo haya tocado. Se ha calmado en seguida y estaba contento. Pero… —se alzó de hombros.

—Lo extraño que hay en mi hija, ¿no es eso? —preguntó Jessica—. La forma en que habla de cosas que no deberían preocuparla hasta dentro de muchos años, de cosas que debería ignorar… de cosas del pasado.

—¿Cómo puede saber cuál era el aspecto de un niño en Bela Tegeuse? —preguntó Harah.

—¡Pero es así! —dijo Alia—. El hijo de Subiay era idéntico al hijo de Mitha, que nació antes de la partida.

—¡Alia! —dijo Jessica—. Te lo he advertido.

—Pero madre, lo he visto y era verdad y…

Jessica agitó la cabeza, viendo la inquietud en el rostro de Harah. ¿Qué es lo que he engendrado?, se preguntó. Mi hija, al nacer, sabía ya todo lo que yo sé… y más aún: todo lo que fue revelado en los corredores del pasado por la Reverenda Madre, dentro de mí.

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