Nunca había cabalgado un hacedor.
Oh, era cierto, había montado en su grupa con los demás en viajes de adiestramiento e incursiones… pero nunca había viajado solo. Hasta que no lo hubiera hecho, su universo se vería limitado por la habilidad de los demás. Esto era algo que ningún verdadero Fremen soportaría. Hasta que lo hiciera, los vastos territorios del sur —un área a unos veinte martilleadores más allá del erg— le estarían vedados a menos que ordenara un palanquín, aceptando viajar como una Reverenda Madre o como un enfermo. El recuerdo de la larga lucha sostenida con su consciencia interior durante la noche volvió a él. Vio allí un extraño paralelismo: si dominaba al hacedor, poseería un medio de control sobre sí mismo. Pero más allá de aquello había una zona neblinosa, la gran turbulencia que parecía adueñarse de todo el universo.
Las diferentes formas en que percibía el universo le obsesionaban… confuso y nítido al mismo tiempo. Lo vio in situ. Y sin embargo, cuando había nacido, cuando las presiones de la realidad comenzaban a actuar sobre el tiempo, el ahora tenía una vida propia y crecía con sus sutiles diferencias. La terrible finalidad permanecía. La consciencia de la raza permanecía. Y por encima de todo ella el jihad, sangriento y salvaje. Chani se le unió fuera de la tienda, con los brazos cruzados sobre su pecho, mirándole de reojo como hacía siempre para adivinar su estado de ánimo.
—Háblame de nuevo de las aguas de tu mundo natal, Usul —le dijo. Paul comprendió que intentaba distraerle, liberar su mente de toda tensión antes de la prueba mortal. El cielo era cada vez más claro, y algunos de sus Fedaykin estaban recogiendo ya sus tiendas.
—Preferiría que tú me hablaras del sietch y de nuestro hijo —dijo Paul—. ¿Nuestro Leto sigue tiranizando a mi madre?
—Y también a Alia —dijo ella—. Y crece muy aprisa. Pronto será un hombrecito.
—¿Cómo es el sur? —preguntó él.
—Cuando hayas cabalgado al hacedor lo verás por ti mismo —dijo ella.
—Pero antes quisiera verlo a través de tus ojos.
—Es terriblemente solitario —dijo ella.
Paul tocó el pañuelo nezhoni que ella llevaba en la frente, bajo el capuchón del destiltraje.
—¿Por qué no quieres hablarme del sietch?
—Ya te he hablado de él. El sietch es un lugar terriblemente solitario sin nuestros hombres. Es un lugar de trabajo. Nos pasamos las horas en las factorías y en los talleres. Hay que fabricar armas, empalar la arena para la previsión del tiempo, recolectar la especia para los tributos. Debemos sembrar las dunas para que la vegetación crezca en ellas y las ancle. Debemos fabricar tejidos y tapices, cargar las células de combustible. Y luego hay que adiestrar a los niños, para que la fuerza de la tribu no decrezca.
—¿No hay nada agradable allí en el sietch? —preguntó él.
—Los niños son agradables. Observamos los ritos. Tenemos suficiente comida. A veces, una de nosotras regresa al norte a dormir con su hombre. La vida debe continuar.
—Mi hermana, Alia… ¿ha sido aceptada por la gente?
Chani se volvió a mirarle a la creciente luz del alba. Sus ojos parecieron taladrarle.
—Discutiremos esto en otra ocasión, amor mío.
—Discutámoslo ahora.
—Tienes que conservar tus energías para la prueba.
Paul se dio cuenta de que había tocado un punto sensible. Había algo ausente, lejano, en su voz.
—Lo desconocido trae sus propios conocimientos —dijo.
Ella asintió con la cabeza. Tras una pausa, dijo:
—Subsiste aún… una cierta incomprensión a causa de lo extraño que hay en Alia. Las mujeres le tienen miedo porque una niña, casi un bebé, habla… de cosas que sólo un adulto tendría que conocer. No comprenden el… cambio en el seno que ha hecho a Alia… diferente.
—¿Hay problemas? —preguntó él. Y pensó: He tenido visiones de problemas cerniéndose sobre Alia.
Chani miró a la resplandeciente línea del amanecer.
—Algunas de las mujeres se han reunido para apelar a la Reverenda Madre. Le piden que exorcice al demonio que hay en su hija. Han citado la escritura: «No se tolerará una bruja entre nosotros.»
—¿Y qué ha dicho mi madre al respecto?
—Ha recitado la ley y ha despedido a las mujeres, confusas. Ha dicho: «Si Alia es fuente de problemas, eso es culpa de la autoridad que no ha sabido prever e impedir estos problemas.» Y ha intentado explicarles cómo el cambio había actuado sobre Alia, en su seno. Pero las mujeres estaban furiosas porque se sentían confusas, y se han ido murmurando.
Tendremos problemas por causa de Alia, pensó Paul.
Un soplo cristalino de arena le rozó el rostro, trayéndole el olor de la masa de preespecia.
—El-Sayal —dijo—, la lluvia de arena que trae el amanecer. Su mirada recorrió la gris luminosidad del desierto, aquel paisaje que superaba toda desolación, aquella arena que era la eterna imagen de una forma recreada en sí misma. Secos relámpagos surgieron de una zona oscura, hacia el sur… la señal de que una tormenta habla alcanzado el límite de su carga estática. El prolongado retumbar del trueno llegó como una secuela poco después.
—La voz que beatifica la tierra —dijo Paul.
Otros de sus hombres estaban saliendo de las tiendas. Los centinelas regresaban de los extremos del campamento. Todos a su alrededor se movían lentamente, siguiendo una antigua rutina que no necesitaba ninguna orden.
—Da el menor número de órdenes posible —le había dicho su padre hacía tiempo… mucho tiempo—. Una vez hayas dado una orden con respecto a algo determinado, siempre tendrás que seguir dando órdenes sobre lo mismo.
Los Fremen conocían esta regla instintivamente.
El maestro de agua del grupo entonó el canto de la mañana, añadiendo las palabras rituales para la iniciación de un nuevo caballero de la arena.
—El mundo es un cadáver —salmodió, y su voz resonó entre las dunas—. ¿Quién puede hacer retroceder el Ángel de la Muerte? Lo q ue Shai-hulud ha decidido, así será. Paul escuchó, reconociendo las mismas palabras con las que se iniciaba el canto de la muerte de sus Fedaykin, las palabras que entonaban cuando se lanzaban al combate.
¿Habrá aquí un nuevo túmulo de rocas, hoy, para celebrar la partida de otra alma?, se preguntó. ¿Acaso los Fremen se detendrán aquí en el futuro, añadiendo otra piedra y pensando en Muad’Dib, que murió en este lugar?
Sabía que esta era una de las alternativas posibles, un hecho a lo largo de las líneas que irradiaban hacia el futuro a partir de aquella posición en el espacio-tiempo. La imperfecta visión le atormentaba. Cuanto más se oponía a su terrible finalidad y luchaba contra el advenimiento del jihad, más se aceleraba el torbellino en un río precipitándose en un abismo… un vórtice de violencia donde todo era niebla y nubes.
—Stilgar se acerca —dijo Chani—. Debo separarme de ti, amor mío. Ahora debo ser la Sayyadina y observar el rito para que sea transcrito con toda su verdad en las Crónicas.
—Le miró y, por un momento, se sintió débil, antes de obligarse a recuperar su control—. Cuando todo esto haya terminado, te prepararé tu comida con mis propias manos —dijo. Se alejó.
Stilgar avanzó a través de la pulverulenta arena, levantando nubecillas a cada paso. Sus oscuros ojos estaban fijos en Paul, con una indomable mirada. La barba negra que afloraba bajo la máscara de su destiltraje, las rugosas mejillas, todo parecía esculpido en alguna clase de roca por el viento.
Llevaba, sujetándolo por el asta, el estandarte de Paul, el estandarte verde y negro con un tubo de agua en el asta… algo que ya era legendario en el lugar. Paul pensó: No puedo hacer la más simple de las cosas sin que se convierta en una leyenda. Ya habrán notado la forma como he despedido a Chani, como he acogido a Stilgar… cada movimiento que haga en el día de hoy. Tanto si muero como si vivo, será una leyenda. No debo morir. Porque entonces sólo quedaría la leyenda, y nada podría detener el jihad. Stilgar clavó el asta del estandarte en la arena, al lado de Paul, y dejó caer sus manos a sus costados. Sus ojos totalmente azules siguieron mirándole sin parpadear. Y Paul pensó que también sus propios ojos estaban empezando a asumir aquella máscara de color de la especia.
—Nos han negado el Hajj —dijo Stilgar, con la solemnidad ritual. Y Paul respondió, tal como le había enseñado Chani:
—¿Quién puede negar a un Fremen el derecho a caminar o cabalgar donde él quiera?
—Yo soy un Naib —dijo Stilgar—, nadie podrá tomarme vivo. Soy un pie del trípode de la muerte que destruirá a nuestros enemigos.
El silencio cayó sobre ellos.
Paul echó una ojeada a los otros Fremen, inmóviles sobre la arena, más allá de Stilgar, inmersos en su personal plegaria. Y pensó que los Fremen eran un pueblo cuya vida consistía en matar, todo un pueblo que había vivido siempre en la rabia y en el dolor, sin pensar nunca que pudiera existir otra cosa… excepto el sueño que les había dado LietKynes antes de morir.
—¿Dónde está el Señor que nos ha conducido a través de los desiertos y de los abismos? —preguntó Stilgar.
—Está siempre con nosotros —entonaron los Fremen.
Stilgar se irguió, avanzó hacia Paul y bajó su voz.
—Ahora, recuerda todo lo que te he dicho. Debes actuar simple y directamente… sin ninguna fantasía. Toda nuestra gente cabalga a los hacedores a la edad de doce años. Tú tienes seis años más, y no has nacido para esta vida. No tienes que impresionar a nadie con tu valor. Sabemos que eres valeroso. Tan sólo debes llamar al hacedor y cabalgarlo.
—Lo recordaré —dijo Paul.
—Cuento con ello. No deseo que la vergüenza caiga sobre tu maestro. Stilgar extrajo una varilla de plástico de aproximadamente un metro de largo de entre sus ropas. Estaba aguzada por un extremo, y el otro tenía un mecanismo a resorte.
—He preparado yo mismo este martilleador. Es bueno. Tómalo.
Paul sintió en su mano la superficie lisa y elástica del plástico y aceptó el martilleador.
—Shishakli tiene tus garfios de doma —dijo Stilgar—. Te los dará apenas estés en aquella duna, allá —señaló a su derecha—. Llama a un hacedor grande, Usul. Muéstranos el camino.
Paul notó el tono de la voz de Stilgar… ritual y a medias preocupada por la suerte de un amigo.
En aquel instante, el sol pareció saltar sobre el horizonte. El cielo adquirió el tinte gris plateado que anunciaba un día de extremado calor y sequedad incluso para Arrakis.
—He aquí el día ardiente —dijo Stilgar, y ahora su voz era enteramente ritual—. Ve, Usul, y cabalga al hacedor, cruza la arena como un conductor de hombres. Paul saludó a su estandarte, observando cómo la tela verde y negra colgaba inerte al cesar el viento del alba. Se volvió hacia la duna que había señalado Stilgar… un montículo de arena cuya cresta formaba una S. La mayor parte de los Fremen se alejaban ya en dirección opuesta, cruzando la otra duna que había albergado su campamento. Una figura embozada permanecía en el sendero de Paul: Shishakli, un jefe de grupo de los Fedaykin, con sólo sus ojos visibles entre la capucha del destiltraje y la máscara. Al acercarse Paul, le presentó dos delgadas varillas, parecidas a látigos. Tenían casi un metro y medio de largo, y en un extremo iban provistas de relucientes garfios de plastiacero, mientras que el otro presentaba un mango profundamente raspado para facilitar la presa.
Paul las aceptó con la mano izquierda, como requería el ritual.
—Estos son mis garfios —dijo Shishakli con voz ronca—. Nunca han fallado. Paul asintió, manteniendo el requerido silencio, rebasó al hombre y ascendió la vertiente de la duna. En la cresta, miró hacia atrás y vio al grupo dispersándose como un enjambre de insectos, con sus ropas flotando. Ahora estaba solo en la cima de la duna, con únicamente el horizonte ante él. Era una buena duna la que había elegido Stilgar, lo suficientemente alta como para permitirle dominar a todas sus compañeras. Deteniéndose, Paul plantó profundamente el martilleador en la cara de la duna vuelta hacia el viento, donde la arena era más compacta y permitía la máxima transmisión del sonido. Después dudó, repasando mentalmente las lecciones y los imperativos de vida y muerte que debía afrontar.
Apenas presionara el pestillo, el martilleador comenzaría a batir su reclamo. En las profundidades de la arena, un gigantesco gusano —un hacedor— lo oiría y acudiría a la llamada del sonido. Paul sabía que con las varillas con garfios en su extremo podría saltar al curvado lomo del gran hacedor. Mientras mantuviera el borde de un anillo del gusano abierto con los garfios, exponiendo a la abrasión de la arena los sensibles estratos internos, el hacedor no se hundiría de nuevo en el desierto. De hecho, antes al contrario levantaría su gigantesco cuerpo lo más alto posible, arqueándolo en su intento de alejar al máximo de la superficie del desierto el segmento abierto. Soy un caballero de la arena, se dijo Paul.