Dune (Crónicas de Dune, #1) – Frank Herbert

¿O acaso era algo que aún no había ocurrido?

No, se tranquilizó, puesto que Alia-la-Extraña, su hermana, también estaba allí, con su madre y con Chani… un viaje de veinte martilleadores hacia el sur, en un palanquín de la Reverenda Madre fijado al dorso de un hacedor salvaje.

Rechazó el pensamiento de cabalgar los gusanos gigantes y se preguntó: ¿O tal vez Alia aún no ha nacido?

Yo estaba en una razzia, recordó Paul. Habíamos ido a recuperar el agua de nuestros muertos en Arrakeen. Y yo descubrí los restos de mi padre en la pira funeraria. Cobijé el cráneo de mi padre en un túmulo de rocas Fremen que domina el Paso Harg.

¿O acaso aún no había ocurrido?

Mis heridas son reales, se dijo Paul. Mis cicatrices son reales. El túmulo con el cráneo de mi padre es real.

Aún en un sueño, Paul recordó que Harah, la mujer de Jamis, había acudido a decirle que había habido una lucha en el corredor del sietch. Esto había ocurrido en el primer sietch, antes de que las mujeres y los niños fueran enviados al profundo sur. Harah había aparecido en el umbral de la estancia interior, con las alas negras de sus cabellos recogidas hacia atrás y sujetas por una cadena de anillos de agua. Había apartado violentamente los cortinajes de la entrada para decirle que Chani acababa de matar a alguien.

Esto ha ocurrido, se dijo Paul. Esto fue real, no fruto del tiempo y sujeto a cambio. Paul recordó haberse precipitado fuera y haber encontrado a Chani bajo los amarillos globos del corredor, envuelta en una brillante túnica azul con la capucha echada hacia atrás, su rostro de elfo rojo por el esfuerzo. Estaba metiendo el crys en su funda. Un grupo de hombres se alejaba apresuradamente, arrastrando un bulto por el corredor. Y Paul recordó haberse dicho: Uno siempre se da cuenta de cuando transportan un cuerpo humano.

Los anillos de agua de Chani, que llevaba sueltos alrededor del cuello dentro del sietch, tintinearon cuando volvió el rostro hacia él.

—¿Qué ha ocurrido, Chani? —preguntó él.

—He despachado a uno que venía a desafiarte a un combate singular, Usul.

—¿Tú le has matado a él?

—Sí. Pero quizá hubiera tenido que dejárselo a Harah.

(Y Paul recordó como la gente que se había reunido a su alrededor mostraban su conformidad a estas palabras. Luego Harah se había echado a reír.)

—¡Pero había venido a desafiarme a mi!

—Tú me has adiestrado en tu extraño arte, Usul.

—¡Ciertamente! Pero tú no deberías…

—He nacido en el desierto, Usul. Sé usar un crys.

Paul dominó su ira, intentando hablar razonablemente.

—Todo esto es cierto, Chani, pero…

—Ya no soy una niña que persigue los escorpiones en el sietch, a la luz de un globo portátil, Usul. Ya no juego.

Paul la miró, impresionado por la extraña ferocidad que se adivinaba bajo su actitud casual.

—No merecía desafiarte, Usul —dijo Chani—. No iba a interrumpir tu meditación por tonterías como esta. —Se le acercó, mirándole con el rabillo del ojo, y su voz se hizo un murmullo—: Además, amor mío, cuando se sepa que alguien que quería desafiarte se ha encontrado frente a mí y ha hallado la muerte en manos de la mujer de Muad’Dib, serán muy pocos los que se atreverán a desafiarte.

Si, pensó Paul, esto ha ocurrido realmente. Es el pasado auténtico. Y el número de aquellos que querían desafiar la nue va hoja de Muad’Dib disminuyó drásticamente. En alguna parte, en un mundo que no pertenecía al sueño, hubo un movimiento, el grito de un pájaro nocturno.

Estoy soñando, se dijo Paul. Es la comida de especia.

Sin embargo, experimentaba una sensación de abandono. Se preguntó si no era posible que su espíritu-ruh hubiera resbalado de alguna manera hacia aquel mundo donde, según los Fremen, tenía su verdadera existencia… el alam al-mithal, el mundo de las similitudes, aquel lugar metafísico donde todas las limitaciones físicas habían sido anuladas. Y sintió miedo ante la evocación de aquel mundo, porque la ausencia de toda limitación significaba la desaparición de todos los puntos de referencia: «Estoy aquí porque estoy aquí.»

Su madre le había dicho una vez:

—La gente está dividida, algunos de ellos no saben qué pensar de ti. Debo estar a punto de despertarme, se dijo Paul. Porque aquello había ocurrido: aquellas eran las palabras de su madre, la antigua Dama Jessica que era ahora la Reverenda Madre de los Fremen; aquellas palabras pertenecían a la realidad. Jessica temía los lazos religiosos que se habían establecido entre él y los Fremen, Paul lo sabía. No le gustaba el hecho de que la gente de aquel sietch y la del graben se refirieran a Muad’Dib como a El. Y no dejaba de interrogar a las tribus, diseminando sus espías sayyadinas, recogiendo sus respuestas y meditando melancólicamente sobre ellas.

Le había hecho notar un proverbio Bene Gesserit: «Cuando religión y política viajan en el mismo carro, los viajeros piensan que nada podrá detenerles en su camino. Su movimiento es acelerado… rápido y más rápido y más rápido. Dejan a un lado todos los obstáculos, y no piensan que un precipicio se descubre siempre demasiado tarde.»

Paul recordó haber estado sentado en los apartamentos de su madre, en la estancia más interior, tapizada con pesadas telas recamadas con dibujos inspirados en la mitología Fremen. Había estado sentado allí, escuchándola, observando como ella le miraba sin cesar, incluso cuando bajaba los ojos. Su rostro ovalado tenía nuevos pliegues en las comisuras de la boca, pero sus cabellos resplandecían aún como el bronce pulido. Sus grandes ojos verdes, sin embargo, estaban velados por la bruma azul de la especia.

—Los Fremen tienen una religión simple y práctica —había dicho él.

—Ninguna religión es simple —había replicado ella.

Pero Paul, viendo el futuro repleto de tempestuosas nubes sobre sus cabezas, se había sentido presa de la ira. Sólo había acertado a decir:

—La religión unifica nuestras fuerzas. Es nuestra mística.

—Tú cultivas deliberadamente esta atmósfera, esta osadía —había cargado ella—. No dejas de indoctrinarlos.

—Esto es lo que me han enseñado —había dicho él.

Pero aquel día ella estaba llena de reproches y de argumentos. Era el día de la ceremonia de la circuncisión para el pequeño Leto. Paul había comprendido algunas de las razones por las que ella estaba alterada. Nunca había aceptado su unión —aquel «matrimonio de juventud»— con Chani. Pero Chani había engendrado un hijo Atreides, y Jessica había podido renegar del hijo y de la madre. Bajo su mirada, Jessica había finalmente reaccionado.

—Piensas que soy una madre desnaturalizada —había dicho.

—Por supuesto que no.

—Veo cómo me miras cuando estoy con tu hermana. No comprendes nada acerca de tu hermana.

—Sé por que Alia es distinta —había dicho él—. Aún no había nacido, pero formaba parte de ti cuando cambiaste el Agua de Vida. Ella…

—¡Tú no sabes nada de todo esto!

Y Paul, repentinamente incapaz de expresar el conocimiento que había extraído del tiempo, no había podido decir más que:

—No eres una madre desnaturalizada.

Jessica había captado entonces su angustia.

—Tengo que decirte algo, hijo —había murmurado.

—¿Sí?

—Quiero a tu Chani. La acepto.

Aquello había sido real, se dijo Paul. No era una visión imperfecta que pudiera cambiar en los dolores de su parto del tiempo.

Aquella seguridad le dio una sólida base para agarrarse a su mundo. Fragmentos de realidad aparecieron en su sueño. Supo bruscamente que se encontraba en un hiereg, un campamento en el desierto. Chani había plantado su destiltienda en la harinosa arena a causa de su blandura. Esto tan sólo podía significar que Chani estaba cerca de allí… Chani su alma, Chani su sihaya, dulce como la primavera del desierto. Chani entre los palmerales del profundo sur.

Ahora recordó una canción de la arena que había elegido para la hora del sueño.

«Oh, mi alma,

No quieras el Paraíso esta noche,

Y te juro por Shai-hulud Que allí irás igualmente,

Obediente a mi amor.»

Y después había entonado el canto de marcha que, en la arena, unía a los enamorados, un ritmo parecido al chirriar de las dunas bajo sus pies:

«Háblame de tus ojos,

Y te hablaré de tu corazón.

Háblame de tus pies,

Y te hablaré de tus manos.

Háblame de tu sueño,

Y te hablaré de tu despertar.

Háblame de tus deseos,

Y te hablaré de tu sed.»

En otra tienda, alguien, había pulsado un baliset. Y entonces había pensado en Gurney Halleck. Recordando aquel instrumento familiar, había pensado en Gurney, cuyo rostro había entrevisto una vez en un grupo de contrabandistas, pero sin que el rostro le hubiera visto a él, o no hubiera querido verle, temeroso de que se iniciara nuevamente la caza por parte de los Harkonnen del hijo del Duque al que habían matado. Pero el estilo del que tocaba en mitad de la noche, el delicado pulsar de aquellos dedos en las cuerdas del baliset, despertaron el nombre del músico en la memoria de Paul. Era Chatt el Saltador, capitán de los Fedaykin, jefe de los comandos suicidas que velaban por Muad’Dib.

Estamos en el desierto, recordó Paul. Estamos en el erg central, más allá de las patrullas Harkonnen. Estoy aquí para caminar por la arena, atraer al hacedor y cabalgarlo gracias a mi astucia, probando así que soy enteramente un Fremen. Sintió la pistola maula y el crys en su cintura. Percibió el silencio a su alrededor. Era aquel silencio particular que precede a la mañana, cuando los pájaros nocturnos ya se han retirado y las criaturas diurnas no han anunciado aún su despertar a su enemigo, el sol.

—Debes cabalgar por la arena a la luz del día, para que Shai-hulud vea y sepa que no tienes miedo —le había dicho Stilgar—. Así que daremos la vuelta a nuestro tiempo y dormiremos esta noche.

Lentamente, Paul se sentó, notando su destiltraje lacio alrededor de su cuerpo, la tienda como una sombra. Se movió silenciosamente, pero Chani le oyó. Habló desde la oscuridad de la tienda, otra sombra entre las sombras.

—Aún no es totalmente de día, amor mío.

—Sihaya —dijo él, hablando con una sonrisa en su voz.

—Me llamas tu primavera del desierto —dijo ella—, pero hoy seré tu aguijón. Soy la sayyadina, que vela porque los ritos sean cumplidos.

Paul comenzó a ajustarse su destiltraje.

—Una vez me dijiste las palabras del Kitab al-Ibar —dijo—. Me dijiste: «La mujer es tu campo, así que ve a tu campo y cultívalo.»

—Soy la madre de tu primogénito —dijo ella.

La vio en la penumbra gris, imitando sus movimientos, ajustando su destiltraje para el desierto.

—Tendrías que descansar todo lo que pudieras —dijo ella.

Sintió el amor en sus palabras y la regañó bromeando:

—La Sayyadina que Vela no tendría que poner en guardia al candidato. Ella se acercó hasta su lado y apoyó su palma en la mejilla de él.

—Hoy soy la que vela, pero también soy tu mujer.

—Tendrías que haber dejado esta tarea a otra —dijo Paul.

—La espera es demasiado terrible —dijo ella—. Prefiero estar a tu lado. Paul besó su palma antes de ajustarse la máscara facial de su traje, y luego se volvió y soltó el sello de la tienda. El aire que penetró era frío y ligeramente húmedo, con rastros del rocío precipitado por el alba en el desierto. Tenía el perfume de la masa de preespecia, la masa que habían descubierto un poco más lejos, hacia el nordeste, y que había revelado la presencia de un hacedor cerca de allí.

Paul salió por la abertura a esfínter, se detuvo ante la tienda y arrojó los últimos restos de sueño de sus músculos. Una leve luminiscencia verde pálida se diseñaba en el horizonte, hacia el este. En la penumbra, las tiendas de su gente eran como otras tantas pequeñas falsas dunas a su alrededor. Percibió un movimiento a su izquierda, el centinela, y supo que le habían visto.

Sabían el peligro que iba a afrontar aquel día. Cada Fremen lo había afrontado. Le concedían aún unos pocos instantes de soledad para que pudiera prepararse mejor. Debe ser hecho hoy, se dijo.

Pensó en el poder que blandía frente al pogrom… los viejos que ahora le enviaban a sus propios hijos para que les adiestrara en su extraño arte de combatir, los viejos que le escuchaban en consejo y seguían sus planes, los hombres que luego volvían para presentarle el máximo elogio que se podía hacer a un Fremen:

—Tu plan ha resultado, Muad’Dib.

Sin embargo, el más pequeño y mediocre guerrero Fremen era capaz de hacer algo que él nunca había hecho. Y Paul sabía que su autoridad se resentía por el omnipresente conocimiento de aquella distinción entre ellos.

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