—Has hablado de un pacto —dijo Feyd-Rautha—. ¿Con qué garantías?
—Cómo podemos confiar el uno en el otro, ¿eh? —dijo el Barón—. Bien, Feyd, en lo que a ti respecta: encargaré a Thufir Hawat que te vigile. Tengo plena confianza en los poderes de Mentat de Hawat para eso, ¿comprendes? En cuanto a mi, tendrás que aceptar mi palabra. Yo no puedo vivir eternamente, ¿no crees, Feyd? Y quizá tú empieces a sospechar ahora que hay cosas que yo conozco y que tú también deberías conocer.
—Si yo te doy mi palabra, ¿qué me ofreces a cambio? —preguntó Feyd-Rautha.
—Te ofrezco continuar viviendo —dijo el Barón.
Feyd-Rautha estudió nuevamente a su tío. ¡Me hará vigilar por Hawat! ¿Qué diría si le revelara que fue Hawat en persona quien ideó el truco con el gladiador que le costó su maestro de esclavos? Probablemente diría que es una mentira para desacreditar a Hawat. No, el buen Thufir es un Mentat, y ha previsto este momento.
—Bien, ¿qué dices al respecto? —preguntó el Barón.
—¿Qué quieres que diga? Acepto, por supuesto.
Y Feyd -Rautha pensó: ¡Hawat! Juega con los dos extremos desde el centro… ¿es realmente así? ¿Se ha pasado al campo de mi tío porque yo no le he pedido su consejo acerca del joven esclavo?
—No has dicho nada respecto a mi encargo de que Hawat te vigile —dijo el Barón. Feyd-Rautha traicionó su ira a través de la dilatación de las aletas de su nariz. El nombre de Hawat había sido durante muchos años una señal de peligro para la familia de los Harkonnen… y ahora tenía otro significado, pero siempre mortal.
—Hawat es un juguete peligroso —dijo Feyd-Rautha.
—¡Juguete! No seas estúpido. Sé lo que hay en Hawat y cómo controlarlo. Hawat está sujeto a profundas emociones, Feyd. Es al hombre sin emociones al que debemos temer. Pero las emociones… ah, aquél que tiene emociones estará siempre doblado bajo nuestros deseos.
—Tío, no te comprendo.
—Sí, esto es evidente.
Sólo un parpadeo traicionó la oleada de resentimiento que pasó a través de FeydRautha.
—Y tú no comprendes a Hawat —dijo el Barón.
¡Y tú tampoco!, pensó Feyd-Rautha.
—¿Contra quién dirige Hawat su odio por sus presentes circunstancias? —preguntó el Barón—. ¿Contra mí? Por supuesto. Pero era un instrumento de los Atreides y me ha tenido frente a él durante muchos años, hasta que el Imperio se ha puesto a mi lado. Es así como él ve las cosas. Su odio por mí es ahora algo casual. Cree poder vencerme en cualquier momento. Y creyendo esto, el vencido es él. Porque ahora dirige su atención hacia donde yo quiero… hacia el Imperio.
La repentina comprensión formó finas arrugas en la frente de Feyd-Rautha. Frunció los labios.
—¿Contra el Emperador?
Dejemos que mi querido sobrino saboree esto, pensó el Barón. Dejemos que se diga a sí mismo: «¡El Emperador Feyd-Rautha Harkonnen!». Dejemos que se pregunte cuánto puede valer todo esto… ¡Seguramente pensará que la vida de un viejo tío capaz de realizar un tal sueño!
Lentamente, Feyd-Rautha se pasó la lengua por los labios.
¿Era posible que aquel viejo idiota dijera la verdad? Había allí mucho más de lo que parecía a simple vista.
—¿Y cuál es la parte de Hawat en todo esto? —preguntó Feyd-Rautha.
—Cree utilizarnos como instrumentos de su venganza contra el Emperador.
—¿Y cuándo la llevará a cabo?
—Su pensamiento no llega hasta allí. Hawat es uno de esos hombres que deben servir a los otros, aunque él mismo no lo sepa.
—Yo he aprendido mucho de Hawat —admitió Feyd-Rautha, y sintió que sus palabras decían verdad—. Pero cuanto más aprendo de él, más convencido estoy de que deberíamos eliminarle… y pronto.
—¿No te gusta la idea de que te vigile?
—Hawat vigila a todo el mundo.
—Y podría ponerte en el trono. Hawat es astuto. También es peligroso, tortuoso. Pero aún no voy a privarle del antídoto. Una espada es siempre peligrosa, Feyd, de acuerdo. Pero tenemos una funda especial para esta espada en particular. El veneno que hay en él. Bastará suprimirle el antídoto y la muerte le engullirá.
—En cierto sentido, es como en la arena —dijo Feyd -Rautha—. Fintas en las fintas de las fintas. Uno tiene que observar hacia qué lado se inclina el gladiador, en qué dirección mira, cómo empuña su cuchillo.
Asintió para sí mismo, viendo que aquellas palabras complacían a su tío pero pensando: ¡Sí! ¡Como en la arena! ¡Pero aquí es la mente la que hiere!
—Ahora puedes ver cómo me necesitas —dijo el Barón—. Todavía soy útil, Feyd. Como una espada que se empuña hasta que está completamente mellada, pensó Feyd-Rautha.
—Sí, tío —dijo.
—Y ahora —dijo el Barón—, vamos a ir a las dependencias de los esclavos, los dos. Y yo te observaré mientras tú, con tus propias manos, matas a todas las mujeres en el ala del placer.
—¡Tío!
—Traeremos otras mujeres, Feyd. Pero ya te he dicho que no quiero que cometas ningún error conmigo sin tener que pagarlo.
El rostro de Feyd-Rautha se ensombreció.
—Pero tío, tú…
—Aceptarás tu castigo, y aprenderás algo de él —dijo el Barón. Feyd-Rautha captó la maligna mirada de los ojos de su tío.
Y yo recordaré esta noche, pensó. Y, junto con ella, muchas otras noches.
—No vas a negarte —dijo el Barón.
¿Y qué harías tú si yo me negara, viejo? se preguntó Feyd-Rautha . Pero sabía que habría otros castigos, mucho más sutiles que éste, mucho más dolorosos, para doblegarle a su voluntad.
—Te conozco, Feyd —dijo el Barón—. No vas a negarte.
De acuerdo, pensó Feyd-Rautha. De momento, te necesito. Lo he comprendido. El pacto está hecho. Pero no siempre voy a tener necesidad de ti. Y… algún día…
CAPÍTULO XXXIX
En las profundidades de nuestro inconsciente hay una obsesiva necesidad de un universo lógico y coherente. Pero el universo real se halla siempre un paso más allá de la lógica.
De «Los proverbios de Muad’Dib», por la Princesa Irulan.
He estado sentado frente a muchos jefes de Grandes Casas, pero nunca he visto a un cerdo tan enorme y peligroso como este, se dijo Thufir Hawat.
—Puedes hablar francamente conmigo, Hawat —retumbó el Barón. Se dejó caer en su silla a suspensor, con sus ojos hundidos bajo pliegues de grasa mirando fijamente a Hawat.
El viejo Mentat echó una ojeada a la mesa entre el Barón Vladimir Harkonnen y él, notando la calidad de la madera. Incluso éste era un factor a considerar cuando se enjuiciaba al Barón, así como las paredes rojas del estudio privado y el suave olor dulzón de la hierba flotando en el aire, ocultando el intenso olor del musgo.
—No ha sido por un simple capricho que me has hecho enviar aquella advertencia a Rabban —dijo el Barón.
El apergaminado rostro de Hawat permaneció impasible, sin traicionar en absoluto su disgusto.
—Sospecho muchas cosas, mi Señor —dijo.
—Sí. Bien, quiero saber qué relación existe entre Arrakis y tus sospechas sobre Salusa Secundus. No es suficiente que me hayas dicho que el Emperador se muestra agitado a causa de una cierta relación entre Arrakis y su misterioso planeta prisión. Me he apresurado a enviar esa advertencia a Rabban tan sólo porque el correo partía con esa astronave. Me habías dicho que era algo urgente. Muy bien. Pero ahora quiero una explicación.
Habla demasiado, pensó Hawat. El Duque Leto podía decirme algo con sólo un gesto de la mano, con un alzar de cejas. Y el Viejo Duque expresaba toda una frase con acentuar una sola palabra. ¡Este hombre es un patán! Destruyéndole, prestaré un servicio a la humanidad.
—No te irás de aquí hasta que me hayas dado una explicación completa —dijo el Barón.
—Habláis demasiado a la ligera de Salusa Secundus —dijo Hawat.
—Es una colonia penal —dijo el Barón—. Las peores heces de la galaxia son enviadas a Salusa Secundus. ¿Qué más necesito saber?
—Las condiciones que reinan en el planeta prisión son más opresivas que en cualquier otro lugar —dijo Hawat—. Vos sabéis que la tasa de mortalidad entre los nuevos prisioneros es superior al sesenta por ciento. Habéis oído que el Emperador practica allí todas las formas de opresión. Y vos, que sabéis todo esto, ¿no os habéis hecho nunca ninguna pregunta?
—El Emperador no permite a las Grandes Casas inspeccionar esa prisión —gruñó el Barón—. Por otra parte, él nunca ha inspeccionado tampoco mis calabozos.
—Y cualquier curiosidad acerca de Salusa Secundus es… ah… —Hawat se llevó un huesudo índice a sus labios—… desanimada.
—¡Porque el Emperador no está orgulloso de algunas de las cosas que se ha visto obligado a hacer allí!
Hawat permitió que la sombra de una sonrisa rozara sus manchados labios. Sus ojos brillaron a la luz de los tubos luminosos mientras miraba al Barón.
—¿Y nunca os habéis preguntado dónde encuentra el Emperador sus Sardaukar?
El Barón apretó sus gruesos labios. Su rostro adoptó la expresión de un bebé haciendo muecas. Su voz tenía un tono petulante cuando respondió:
Bueno… él recluta… quiero decir que el servicio de enrolamiento…
—¡Ufff! —cortó Hawat—. Las historias que circulan acerca de los Sardaukar son simples rumores, ¿no? Son relatos de primera mano hechos por los pocos sobrevivientes que los han afrontado, ¿no es así?
—Los Sardaukar son excelentes guerreros, no hay duda de ello —dijo el Barón—. Pero pienso que mis propias legiones…
—¡Un montón de alegres excursionistas en comparación! —restalló Hawat—. ¿Creéis que no sé por qué motivos el Emperador se ha vuelto contra la Casa de los Atreides?
—¡Este no es un argumento abierto para tus especulaciones! —exclamó el Barón.
¿Es posible que ni siquiera él conozca las verdaderas motivaciones del Emperador?, se preguntó Hawat.
—Cualquier argumento está abierto a mis especulaciones si tiene alguna relación, aunque sea mínima, con el encargo que me habéis hecho —dijo Hawat—. Soy un Mentat. No se oculta ninguna información o dato a un Mentat.
Por un largo minuto, el Barón le miró fijamente.
—Di lo que tengas que decir, Mentat —dijo luego.
—El Emperador Padishah se volvió contra la Casa de los Atreides porque los Maestros de Armas del Duque, Gurney Halleck y Duncan Idaho, habían adiestrado una unidad de combate… una pequeña ciudad de combate… que parecía tan buena como los Sardaukar. Algunos de sus hombres eran incluso mejores. Y el Duque estaba en situación de aumentar aquella unidad, haciéndola tan potente como las fuerzas del Emperador. El Barón sopesó la revelación.
—¿Cuál es el papel de Arrakis en todo esto? —preguntó luego.
—El planeta es una fuente de reclutas condicionados y adiestrados para sobrevivir en las más difíciles condiciones.
El Barón agitó su cabeza.
—¿Te estás refiriendo acaso a los Fremen?
—Me estoy refiriendo a los Fremen.
—¡Ah! Entonces, ¿por qué advertir a Rabban? No puede quedar más que un puñado de Fremen tras el pogrom de los Sardaukar y la represión de Rabban. Hawat siguió mirándole en silencio.
—¡No más que un puñado! —repitió el Barón—. ¡Rabban mató a seis mil de ellos tan sólo en el último año!
Hawat continuó mirándole.
—Y el otro año fueron nueve mil. Y los Sardaukar, antes de irse, debieron matar al menos veinte mil.
—¿Cuáles han sido las pérdidas entre los hombres de Rabban en los últimos años? —preguntó Hawat.
El Barón se rascó las mejillas.
—Bueno, tiene la mano más bien pesada en el reclutar, a decir verdad. Sus agentes hacen promesas extravagantes y…
—¿Digamos treinta mil en números redondos? —preguntó Hawat.
—Me parece una estimación algo excesiva —dijo el Barón.
—Más bien al contrario —dijo Hawat—. Puedo leer entre líneas tan bien como vos en los informes de Rabban. Y vos habéis comprendido ciertamente lo mismo que han visto mis agentes.
—Arrakis es un planeta duro —dijo el Barón—. Sólo las pérdidas debidas a las tormentas…
—Ambos sabemos cuáles son las pérdidas debidas a las tormentas —dijo Hawat.
—¿Y qué ocurriría si realmente hubiera perdido treinta mil hombres? —preguntó el Barón, mientras la sangre subía a su rostro.
—Según vuestra propia estimación —dijo Hawat—, Rabban ha matado a quince mil Fremen en dos años, perdiendo el doble de sus hombres. Habéis dicho que los Sardaukar mataron a otros veinte mil, probablemente algunos más. Revisto las listas de embarque de las astronaves que los han traído de vuelta de Arrakis. Si realmente han matado a veinte mil, sus pérdidas han sido como mínimo de cinco por uno. ¿Por qué no aceptáis esas cifras, Barón, e intentáis comprender lo que significan?